A pesar de saber que la travesía incluye el riesgo de ser abusadas de infinidad de maneras y asesinadas por el narcotráfico, ambas salieron de Tejutla en la madrugada, con sus alas bien puestas. Antes, tuvieron que pagar 120,000 quetzales, una deuda que ahora se suma a la interminable deuda económica
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El coyote les entregó un brazalete naranja a cada una, en él se leía un código. Dicen que era para demostrarle a «la mafia» que el impuesto estaba pagado. Luego, les presentó al primer guía, quien las condujo al segundo, y este, al tercero. Obedientes, siguieron las rutas, cruzaron los ríos, comieron lo que les daban y se escondieron en el monte al escuchar los helicópteros. Siempre tratando de ocultar las alas, esas que no no se veían, pero, en ese momento, sí estorbaban. Pero no fue suficiente.
El último guía, un joven de 16 años, no pudo cumplir su misión. Al llegar a la frontera de Texas, «los gringos» llegaron en helicóptero. Entre gritos, se tiraron al suelo. Las inmovilizaron con esposas y subieron al vehículo. Con miedo y crisis de ansiedad, lo único que podían hacer era «encomendarse a Dios».
Los agentes de migración solo hablaban inglés, pero sabían algunas palabras en español, justamente las necesarias para humillarlas. Entre risas y burlas, les dijeron: «¡Qué comience la fiesta!». Fue entonces cuando sus alas se quebraron por completo. Las llevaron a una prisión de ICE.
Una de ellas, entre lágrimas, cuenta que nunca pensó estar encarcelada: «Si yo no soy mala», dice.
Sin saber la hora, el día, ni cuándo serían deportadas, estuvieron una semana encerradas. La prisión estaba llena y cada día llegaban inmigrantes nuevos. Les quitaron sus pocas pertenencias: los celulares, los relojes, las ropas, pero no las ganas necias de al menos intentar vivir dignamente.
Les dijeron que se vistieran con la ropa que les habían dado en el lugar. Comieron la misma comida todos los días, una comida que describieron como «algo horrible». Quienes tienen dinero pueden comprar sopas instantáneas, picante e incluso café, cosas que a ellas se les antojaban. «Se pasa frío en la cárcel, pero sabemos que es para castigarnos, para que no regresemos», dicen.
Además, llevan «un pinchazo» en el brazo, de una inyección que no saben que contenía, nadie les explicó, pero escucharon que era «para abortar, por si fueron abusadas».
Las recibió el mismo país que las obligó a irse, el mismo país que solo tiene para ellas trabajos de limpieza por sueldos de hambre. Nada cambió desde su partida. Solo podían pensar en lo cerca que estuvieron de lograrlo, tan cerca de llegar al «sueño americano», que consiste en trabajar duro, muy duro, en una cultura diferente, con otro idioma, para poder enviarles dinero a sus hijos mayores, para que estos, a su vez, saquen de la primaria a sus hijos pequeños.
Valentina y Esperanza también son extranjeras de esta ciudad, así que pidieron ayuda para ubicarse, para pasar la noche, y cobrar una remesa de algún familiar en Estados Unidos.
Pidieron ropa para quitarse la que les habían dado en Estados Unidos; no querían recordar nada. La tiraron a la basura como un acto de desprecio hacia el sistema.
Las dos se conocieron en el trayecto. Ninguna terminó sus estudios, pero ambas están bien informadas, saben que con la llegada de Donald Trump, será más difícil el ingreso al país americano.
Esperaron una noche, y en la madrugada tomaron una «marquensita» para regresar a San Marcos. Derrotadas y con las alas rotas.
«Aquí no hay futuro».
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