Esa tarde decidí salir a caminar. La luz era hermosa; todo se veía más brillante y vivo que nunca. Comencé a cortar y recoger flores con mucho cuidado para no romperlas. Cuando regresé a casa, las puse sobre el piso, en el lugar exacto donde la luz entra por la ventana. El olor a flores inundaba el ambiente y resultaba reconfortante. Esperé unos días a que se secaran y luego las puse dentro de varios libros, cada una en un libro diferente. Pensaba sacarlas después para ponerlas todas en el mismo lugar, pero no lo hice, porque a veces la vida se interpone con la vida misma. Después de eso, comenzaron muchos meses de angustia y abatimiento, poco importan las flores cuando de repente te cae encima todo el peso del mundo.
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«El peso del mundo» es un término que, dada mi vocación de Atlas, un amigo tuvo la amabilidad de proporcionarme para poner en palabras ese lumbago del alma recurrente que padezco. Algún tiempo después, leí un libro de Peter Handke con el mismo nombre, donde describe a la perfección mi estado: «un pánico durante el cual todo me golpeaba de muerte, hasta un grano de arroz pegado en el fondo de la olla». Como por un deber poético involuntario, «en el momento más terrible de todo esto, quise comprar un diario para simular un día normal». Entonces recordé que los males del mundo son mucho peores que los míos; basta levantar la mirada para contemplar los más grandes horrores perpetrados por el hombre. Tal vez eso me hizo olvidar mis propios males, o como dice Handke «como salvación, adecuarse a otro dolor». Muy poco puedo hacer por los males del mundo y seguido me lo reprocho. A veces, me invade una especie de culpa ahora que estoy bien en medio de tanto mal. No entiendo el mundo, pero quizá no se trata de entenderlo, sino de habitarlo de la mejor manera posible, con las herramientas que tengamos.
El mundo pesa, sí, pero a veces la poesía alivia ese peso. Tal vez por eso lloro cuando estoy en presencia de algo insoportablemente bello, como el herbario de esa niña-poeta, quien con tanta razón decía que «florecer es un logro, obtener el derecho del rocío, ajustarse al calor, burlar el viento...».
Ahora siento que también obtuve el derecho a usar sus palabras, y puedo decir que «por mi jardín caminan nuevos pies y acarician la hierba nuevos dedos». Cuando me visita la culpa por mi felicidad en medio del horror colectivo, me repito lo que escribió Wislawa Szymborska: «Perdonadme, guerras lejanas, por traer flores a casa».
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