Cuando el desierto se inunda: la tragedia de Plan Grande
Cuando el desierto se inunda: la tragedia de Plan Grande
El cambio climático se evidencia en sitios como Plan Grande, donde años de sequía arruinaba sus cosechas, pero el día que llovió fue con tanta fuerza que también acabó con lo sembrado.
Durante varios años los campesinos de Plan Grande, una aldea de Quiché, se esforzaban por sacarle a la tierra árida alguna mazorca. Entre la tierra ocre y agrietada, asomaba una mata verde y otra y otra más. Pero pasados los días, en lugar de crecer, sus tallos y hojas se volvían amarillas como la tierra en la que estaban sembradas.
A la zona donde se ubica Plan Grande le llaman el «corredor seco» de occidente. Las sequías intensas convierten al departamento en uno de los más azotados por la desnutrición, allí la mitad de los niños tienen hambre. Por eso las familias pedían al cielo lluvia, agua que hiciera crecer el maíz. Este año las nubes se pusieron de un gris intenso, diferente al que habían visto antes, y soltaron con toda su furia un aguacero que duró días y noches. La tierra seca estaba ahora anegada. En el agua, apenas se podía ver cómo asomaban las puntas de las milpas. «La lluvia vino con muerte», dicen los vecinos.
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Empezó el viernes 16 de septiembre de 2022, la montaña arrojaba grandes cantidades de agua por una quebrada que se unía con la que la lluvia iba depositando en el suelo. La tierra no podía absorber más y el nivel fue creciendo con tal rapidez que para cuando pudieron darse cuenta ya todas las cosechas estaban destruidas.
Don Herculano Alvarado tiene 55 años y es presidente del Cocode, él, al igual que sus vecinos, esperaba el agua con ansias. Los tres años anteriores había perdido gran parte de su cosecha a causa de la sequía. Cada nueva temporada de siembra significaba una apuesta más: sembrar ahora o esperar. Este año decidió sembrar pronto, sin imaginar que la lluvia llegaría con tanta fuerza que causaría un deslave del que fueron víctimas sus mazorcas.
«El deslave nos jodió a 12 familias –dice– ya informamos, Conred tiene el listado, vinieron hace más de un mes, pero no nos han ayudado. Se jodió la milpa, bastantes cosechas. Nosotros no trabajamos en un solo lugar, hacemos un pedacito por aquí, otro por allá porque arrendamos una parte de una finca. El deslave fue por la lluvia, porque se juntó agua en el cerro y cayó la correntada», informa.
La pérdida de las cosechas es fatal en muchos sentidos: en medio de la pobreza hicieron el sacrificio de invertir en arrendar la tierra, ya que la mayoría no son propietarios y cada cuerda cuesta 10 quetzales mensuales de alquiler, comprar fertilizantes y semillas, pero además del daño económico significa que se quedan sin alimentos, ya que lo que cosechan les sirve únicamente para su sustento. Pierden también arduas horas de trabajo.
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La comunidad intentó conseguir apoyo del gobierno, hicieron llamadas, viajaron a Chicamán para contar lo que había ocurrido, pero no consiguieron respuesta de nadie. Tendrían que insistir, ir personalmente a presionar, pero no pueden hacerlo ya que salir de la comunidad representa un gasto demasiado alto: los pasajes de ida y vuelta cuestan 80 quetzales, además de caminar durante una hora hacia arriba de la montaña y una hora más al regreso. Don Herculano suma a la cuenta un día de trabajo que perdería en unos trámites que, por lo que se ve, es poco probable que den resultado.
Petén, el oasis más cercano
Ante los embates del cambio climático queda una única opción para los pequeños agricultores: migrar. De Plan Grande nadie se ha atrevido a ir a Estados Unidos, aunque saben que vecinos de comunidades aledañas lo han logrado, ellos se resisten. Primero, por lo peligroso del viaje y segundo, porque eso también implica dinero. La suma que cobra un coyote es sencillamente incosteable. La solución más próxima es viajar a Petén, donde grandes fincas ofrecen trabajo como jornaleros.
Migrar a Petén no es fácil, tienen que dejar a la familia por más de un mes, y lo que ganan apenas les alcanza para comprar lo indispensable para sobrevivir. Pero es la única alternativa porque además de perder su cosecha se enfrentan al grave problema del aumento en el precio del maíz, no pueden cultivarlo, menos comprarlo. Anteriormente costaba 100 o Q125 quetzales un quintal, pero ahora ha subido hasta a 250.
Los fertilizantes que antes costaban 140 quetzales el quintal, ahora lo compran en 360 o 400 quetzales, entonces hacen una sola aplicación en la temporada, cuando lo recomendable es hacer dos.
Don Herculano mira con tristeza el panorama y explica «con una abonada no sale mucho, de una cuerda salen solo como dos quintales de maíz». Hubo un tiempo en el que no usaban fertilizantes y tenían mejores cosechas, pero según dice «se acostumbró la tierra» y está tan empobrecida que sin esos químicos obtendrían muy poco. «Hay que trabajar casi dos semanas para poder comprar un quintal de maíz y nosotros necesitamos unos seis quintales», explica.
El problema estructural es que estas familias no tienen otras opciones de vida. En situaciones difíciles, como desastres naturales, se ayudan entre sí, auxiliando a los más damnificados. Como ellos mismos dicen, son una comunidad olvidada, abandonada a sobrevivir por sus propios medios, que son tan escasos que no cubren lo básico.
Y la volatilidad climática no es algo que vaya a resolverse, como explica Edwin Castellanos, experto en cambio climático de la Universidad Del Valle: «Los eventos extremos serán más intensos, las sequías pueden ser más intensas, y eso combinado con la parte socioeconómica hace que nuestra población esté altamente impactada. Es urgente tomar acciones para adaptarnos y la mejor es precisamente apoyar a toda esa población que está en una situación muy precaria, entonces realmente un desarrollo inclusivo sería la clave principal para poder ayudar a la población a enfrentar mejor esta situación. Al final de cuentas la pobreza es la que hace que la población esté menos preparada, porque si ya están en una situación precaria y viene un evento extremo se hace mucho más difícil enfrentarlo. La mejor forma de ayudar a la gente a enfrentar estas situaciones extremas es ayudarlas a salir de esa pobreza».
Todo eso lo sabe don Guillermo Paz Sánchez, que a sus 66 años ha tenido que emigrar a Petén para ganar el sustento de su familia.
«Hemos sufrido mucho aquí, porque la cosecha no salió por la sequía y el invierno nos está afectando, muchos derrumbes, qué vamos a hacer nosotros porque ya tenemos años de vivir aquí y como somos pobres no tenemos más que quedarnos, porque no hay otro lugar».
Ese «pedacito de tierra» del que habla don Guillermo lo obtuvieron, él y otros vecinos, como fruto de 40 años de trabajo en una finca. «Como pedíamos nuestro tiempo de nuestros días de trabajo, la patrona dispuso darnos una manzana de tierra, eso es lo que tengo. Pero necesitamos maíz para comer porque aquí no se cosecha».
En Petén pueden ganar aproximadamente 100 quetzales diarios. «Nos vamos como cuatro cinco veces al año para el sustento de la familia porque no hay de otra. Con la sequía de los años anteriores perdimos todo, no cosechamos nada. Ahora se miran las milpas bien chupadas, creció, pero necesitaba abono y no tenemos dinero, más ahora que subió mucho no podemos comprar».
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El camino hacía Petén no es nada sencillo, como el río se desbordó y no hay puente, deben ir muy lejos hasta una comunidad donde sí hay un puente, pero «no dan permiso de pasar porque está muy endeble». Llegar hasta allí y toparse con la negativa de los vecinos a dejarles pasar, es otra esperanza muerta.
Don Vicente Darío Paz Sánchez piensa que además de la lluvia también afectó que sacaron mucha madera de la montaña. No explica quiénes o cómo la sacaron, pero se deduce que la tala de árboles pudo tener relación con el deslave.
«Como es tierra caliente las nubes no asientan mucho, en montaña es otro clima. En tierra caliente podemos sembrar solo en el invierno, después no se puede y no sale bueno porque la tierra es muy pobre. Hace dos años perdimos toda la cosecha, toda la comunidad. Poco a poco salimos adelante, perdimos la semilla, no salió ni para la propia semilla, el frijol y la milpa se secaron».
Es decir que el círculo perverso se repite, como Sísifo, el personaje mitológico, condenado a subir una pesada roca a la cima de una montaña solo para verla caer de nuevo y subirla nuevamente, repitiendo incesantemente una ardua y estéril tarea, los habitantes de Plan Grande siguen cultivando la tierra, un año tras otro.
En la casa de Don Vicente son quince personas, incluyendo a sus nietos. A pesar de ser un hombre mayor él también tiene que viajar a Petén para obtener un ingreso. Si la situación no cambia, en unos años más sus nietos harán lo mismo, porque en Plan Grande, como dice don Vicente «la tierra es muy pobre».
Don Santiago Morán vive también en Plan Grande, es vocal del Cocode. Él también lamenta todo lo que han perdido, las horas de trabajo, el dinero invertido sin obtener nada a cambio, muchas veces se privaron de comer para reunir el costo del fertilizante. «Perdimos la cosecha por el agua o por la sequía, somos comunidades lejanas, nadie se da cuenta, es muy difícil, nos dañó muchísimo. Mucha gente perdió terreno, hay cosechas que no hay nada y no va a dar nada. Tengo 12 cuerdas, sembré maíz y un poco de frijol pero por mucha lluvia no se cosechó nada. Lo que se invierte es demasiado y no se saca lo invertido. Como estamos acostumbrados a vivir de eso, no nos queda de otra, tenemos que seguir».
En su Marco Nacional de Recuperación, la Conred establece claramente cómo debe actuar en situación de desastres: «La recuperación post desastre constituye una propuesta de reenfoque de las acciones de salvar vidas a recuperar medios de vida, reduciendo los riesgos y asegurando condiciones para el desarrollo futuro».
En el caso de Plan Grande no hubo respuesta ni recuperación. No se realizaron acciones de emergencia ni se están solucionando los efectos adversos generados por el desastre. No se han implementado programas ni planes de desarrollo, ni se ha restaurado el bienestar social, emocional, económico y físico de la comunidad.
La llegada del hambre
La pérdida de las cosechas está estrechamente relacionada con el aumento de la desnutrición. «Es imposible que esto no tenga un impacto en el estado nutricional de la niñez», dice Iván Aguilar, experto en seguridad alimentaria, «pero esto sucede también porque tenemos un estado que invierte muy poco en resolver los problemas estructurales y coyunturales, entonces estamos con poblaciones altamente expuestas a toda esta cantidad de shocks con unas condiciones de vulnerabilidad estructuras bastante fuertes».
María Elena Len es una de las madres de familia de la comunidad Plan Grande. Cuando ve volver a su esposo con la mirada caía lo intuye inmediatamente: no habrá alimentos. Le toca a ella ingeniárselas para poner comida en los platos de sus hijos. Si la cosecha se pierde, la única opción que queda es comprar el maíz. Una odisea. Por más que busquen los dos, ella y su esposo, empleo en otras fincas, reunir los 250 quetzales que cuesta el quintal será muy difícil. Esto sumado a que conseguir ese quintal de maíz implica un viaje, generalmente a Tactic. «De Tactic a la comunidad cobran 20 quetzales de pasaje por quintal, más mi pasaje. A las autoridades les digo que las cosas están muy caras y solo se dan cuenta de la capital, pero las comunidades están olvidadas», cuenta.
Les tocará vivir lo que se conoce como hambre estacional, ese periodo de tiempo sin cosechas ni recursos en los que no se puede evitar pasar hambre que viven muchas comunidades en Guatemala. «Ni siquiera es algo que viva una parte muy pequeña de la población –lamenta Aguilar– cada vez hay más personas que lo están sufriendo. El clima y otros factores como la inflación están haciendo que cada vez más cantidad de personas lo sufran en diferentes medidas. No podemos evitar que los shocks lleguen, eso es inevitable porque en un mundo globalizado es imposible; el clima tampoco lo podemos controlar, pero sí podemos controlar qué tan desprotegida está la población para enfrentar ese tipo de shocks y cómo queremos que la población salga de ello. Ahí es donde están las decisiones políticas y de país que se deben de tomar».
Albina Reyes es otra de las mujeres afectadas. «Tenemos un pedacito de frijol allá arriba, pero se formó una quebrada y se pasó llevando todo mi frijol, antes llovía, pero más calmado», dice, es una agricultora de 67 años que ha visto cómo la tierra cada vez necesita más abono y produce menos.
«Antes no poníamos abono», añade María Elena y lo dice con incredulidad, todavía le cuesta creer que ahora la tierra sea incapaz de dar nada si no recibe el abono, «y no una, sino dos veces hay que abonar», recalca.
Antes sembraba hasta 35 cuerdas, pero ahora, que debe comprar fertilizantes, no siembra más de 25 y los quintales que cosechan son un 30% menos que los que conseguía antes, sin abonos. «Cada año baja la cosecha y cuesta más por todo lo que se gasta», cuenta, por eso no hay otra opción más que esperar que sus hijos consigan empleo fuera de la aldea y la ayuden.
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