Captura y libertad en el nuevo siglo
Captura y libertad en el nuevo siglo
Durante años pareció que el mercado eléctrico sería como otros en Guatemala: uno con poca competencia y muchos beneficios. Pero cuando estaban en la cúspide, los captores se enfrentaron a un cúmulo de circunstancias que desafió su poder durante el gobierno de Óscar Berger. La cárcel de la que se beneficiaban fue derruida. Se liberó el mercado. Aunque ya partían con ventaja.
La historia de Pepo Toledo, de 70 años, no es la del funcionario promedio que se ha dedicado a la regulación del sector eléctrico.
Es economista, pero también es artista: esculpe. No es extraño que cuando se sienta en un café de la zona 10 capitalina, alguien se acerque para felicitarle por sus obras o exposiciones. O que conceda entrevistas en la sección de cultura de los diarios en los que diga cosas como: “Parto de un proceso de evolución de la estética de la masa hacia la estética de líneas y planos”.
Pero también ha sido funcionario: integró gobiernos como los de Álvaro Arzú y Óscar Berger. En ellos participaron muchos convencidos de la necesidad de proteger a los grandes empresarios o al menos no confrontarse con ellos, mucho menos en público. Pero Toledo se caracterizó por sus palabras claras y por enfrentarse al sector privado cuando lo consideró necesario. Esta actitud inusual le costó la reputación de “confrontativo” que aún arrastra en algunos círculos.
Cuando ocupó la presidencia de la Comisión Nacional de Energía Eléctrica (CNEE), entre 2004 y 2007, utilizó palabras para referirse a los generadores privados de energía que jamás hubiesen salido de la boca de otros funcionarios.
De ellos dijo que nadie “los había puesto en orden” o que buscaban “conformar un monopolio, garantizarse el mercado e impedir el ingreso de nuevos inversionistas”.
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“Parece que al sector privado le gusta el desorden, la anarquía y la poca transparencia”, dijo en otra ocasión.
También acusó a los generadores privados de energía de “manipular el mercado” y de resistirse a que los regularan y se enfrentó a otros miembros de su propio gabinete, tildándolos de proteger intereses particulares.
Pero quizá lo más atípico de su historia es cómo terminó. A diferencia de otros funcionarios que tuvieron conflictos similares, Toledo no tuvo que abandonar el gobierno, ni renunció o se forzó su salida.
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Sus posiciones prevalecieron. “Me enfrenté a la Cámara de Industria, a los azucareros…. Pero el presidente Berger me apoyó”, dijo Toledo en una entrevista para este reportaje.
Al hacer esto, la administración de Berger comenzó una política que continuaron sus sucesores y que permitió a Guatemala tener un sector eléctrico más abierto, menos contaminante y con precios más bajos para los consumidores.
Durante los años 90, el mercado de la generación de la energía había sido repartido entre un grupo de empresarios que lograron que los gobiernos de Jorge Serrano y Ramiro de León les adjudicasen a dedo lucrativos contratos de compra de electricidad (PPA, en la jerga del sector).
Cuando Toledo llegó a la presidencia de la CNEE, el sector ya llevaba una década liberalizado, pero estos empresarios que obtuvieron los primeros PPA “habían cerrado el mercado”, dijo el exfuncionario. “La escasez era el negocio de los que estaban en el mercado, así vendían más caro”, explicó.
Pero Toledo y quienes le sucedieron terminaron con esta situación. Tras la captura, llegó la liberación.
¿Cómo ocurrió la captura?
A comienzo de los 90, cuando aún dominaban los monopolios estatales en la energía, la Comisión Económica para América Latina (Cepal) elaboró un informe que evaluaba las oportunidades y los riesgos de liberalizar el sector en los países de Centroamérica.
La Cepal señaló que era un reto para la región abrirse al sector privado y al mismo tiempo mantener unos precios de la electricidad razonables, “en el rango internacional”.
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“Incidirá fuertemente la capacidad negociadora de cada país y de cada empresa eléctrica en particular”, afirmó la institución. Y advertían de un peligro: la posibilidad de que si esto no se hacía bien, la privatización se convertiría en “una extracción masiva de los recursos del país”.
A pesar de las advertencias, esto es precisamente lo que sucedió en Guatemala.
El país comenzó a adquirir energía a empresas privadas en 1990. Y para finales de 1996 ya se había comprometido la compra de gran parte de la que se usaría en los siguientes 15 años.
Antes de que el país contara con normas claras y estuviera abierta la posibilidad de que cualquiera participara en el negocio eléctrico, una parte importante del mercado ya se había repartido.
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Sin marco regulatorio, dominó la discrecionalidad de los funcionarios. Y aunque la Cepal había advertido sobre la importancia de la “capacidad negociadora”, las autoridades no parecieron tener muy cuenta este factor.
Primero, porque negociaron sin utilizar mecanismos que pusieran a competir a empresas entre sí. De la veintena de PPA que otorgaron el Inde y la EEGSA en los años 90 solo tres se adjudicaron en procesos con algún tipo de competencia.
Dos los ganó en 1997 la estadounidense Constellation, como parte de la privatización de las centrales que habían pertenecido a la EEGSA. Y el tercero, en 1993, fue para la israelí Ormat, que había participado en una licitación del Instituto Nacional de Electrificación (Inde) para operar el campo geotérmico de Zunil, en Quetzaltenango.
Los 17 PPA restantes, que beneficiaron a empresarios como Henrik Preuss, Ramón Campollo, los azucareros o industriales como los Arimany o los Ayau, se dieron a dedo.
Como se negociaron en procesos no competitivos, nunca sabremos si hubiese sido posible obtener un trato mejor o precios más favorables para los consumidores.
“No hubo competencia real y por tanto no hay certeza de lo que hubiese ocurrido'', dijo el ex ministro de Energía Leonel López Rodas al referirse al contrato suscrito con Enron en 1992. Y añadió: “De plano, con más tiempo se pudo haber conseguido algo más barato”.
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A la falta de competencia, se sumó otro factor que perjudicaría los intereses públicos: la propia actitud de las autoridades.
Durante los gobiernos de Jorge Serrano y Ramiro de León, los funcionarios a cargo del sector energético sostuvieron con frecuencia que el país necesitaba urgentemente energía para evitar apagones como los que ocurrieron en 1991 y 1994, y que causaron gran malestar a la población.
Guatemala parecía un comprador desesperado, dispuesto a pagar lo que fuera necesario por electricidad. La idea que repetían funcionarios entonces, que “la electricidad más cara es la que no se tiene”, implicaba que el precio del suministro no importaba porque siempre sería peor carecer de él.
“Eran contratos caros, porque el precio de salvataje siempre es más caro, como comprar un boleto de avión para el día siguiente”, comparó Rodrigo Fernández, el actual presidente de la CNEE.
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Además, las autoridades tenían asumida la idea de que Guatemala carecía de atractivo para la inversión.
Si el país no ofrecía altas rentabilidades garantizadas por contrato –justificaban– no habría empresarios interesados. Y si no se les permitía generar con las tecnologías más baratas y contaminantes disponibles (los combustibles fósiles) tampoco nadie querría arriesgarse a invertir en el país.
“Los ingenios, por ejemplo, se arriesgaron al firmar los PPA”, explicó el historiador Javier Calderón Abullarade. “Existía el riesgo de que no cobraran y para compensar ese riesgo indexaron el precio del bagazo al precio del petróleo (podrían aumentar el precio de la energía que vendían si aumentaba el precio del combustible búnker). Puede ser que con otras condiciones, nadie se hubiera atrevido a invertir”.
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“Los ingenios tomaron riesgos, realizaron inversiones arriesgadas que en ese momento nadie quería realizar en Guatemala”, aseguró la gremial de azucareros, Asazgua, en un escrito remitido a Plaza Pública para este reportaje.
El resultado de todo esto fue que el Estado llegó a la mesa de negociación en una situación de debilidad.
Todos en el mercado percibían que el comprador necesitaba con urgencia el producto, y que por tanto pagaría lo que el vendedor pidiera. Más aún si el comprador renunciaba a hacer una licitación o una subasta y solo quería negociar con cada vendedor. Al mismo tiempo, ambas partes sabían que el comprador era un Estado pobre y conflictivo.
Esto justificaba venderle aún más caro.
Esta lógica, como había advertido la Cepal, sería perjudicial para los intereses públicos. Pero era óptima para las partes que firmaron los contratos: funcionarios y empresarios.
Las autoridades podían otorgar contratos muy lucrativos a quienes ellos consideraran: grupos afines o, como evidenció el caso de Enron, empresas dispuestas a pagar cuantiosas comisiones.
No se debía esperar a contar con un marco regulatorio porque no había tiempo: los apagones acechaban. Los precios pactados no importaban, porque la alternativa era carecer de energía.
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Mientras, podían adjudicar a discreción una cantidad de energía que superaba lo estrictamente necesario para evitar los racionamientos.
En el año 2000, por ejemplo, estos primeros PPA representaron el 56 % de la demanda nacional, según un informe Cepal.
Para los empresarios beneficiados la situación también era positiva: podían obtener condiciones y beneficios que de otro modo no hubieran conseguido y adelantarse a sus competidores en el sector eléctrico.
Ante la sociedad, sus rentabilidades, de entre el 20 y el 30 %, estarían justificadas por el riesgo que, en teoría, asumían: el país aún estaba en guerra, el Estado podía dejar de pagar. Si ellos no invertían probablemente nadie más lo haría –argumentaban– y sin ellos, el país podría entrar de nuevo en racionamientos de electricidad. Eso merecía recompensa.
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Sin embargo, años después, ejecutivos de empresas que invirtieron en esa época, como la estadounidense Teco Energy, explicarían que, en realidad, buscaban en Guatemala rentabilidades de alrededor del 13%.
Los perjudicados serían los consumidores.
“Como siempre, la población pagó los platos rotos”, comentó el economista y excanciller Edgar Gutiérrez.
“Es cierto que los nuevos contratos eran necesarios, pero el problema fue cómo se hizo la negociación'', dijo Jorge Mario Chávez, unex sindicalista del Inde en los 90, y agregó: “Se fijaron precios demasiado caros para lo que se podía producir en el país. La potencia se pagó cara para beneficiar a grupos poderosos”.
La losa
Aunque evitaron que hubiese más apagones, desde el inicio fue evidente que estos PPA eran una carga financiera pesada.
Solo los pagos que la EEGSA tenía que hacerle a Enron por la energía que proporcionaban las barcazas de Puerto Quetzal representaba alrededor de la mitad de los ingresos de la empresa a principio de los 90, según publicó la propia Enron.
Este porcentaje subió a medida que la EEGSA se vio obligada a pagar por la energía que producían los ingenios azucareros y otras centrales privadas, como la térmica La Alborada (de Teco Energy y Ramón Campollo).
En 1994, la prensa de la época reportó las quejas de la EEGSA porque destinaba el 93 % de sus ingresos mensuales a pagar a Enron y otros generadores, y apenas podía invertir en otras actividades.
Como la EEGSA no podía subir las tarifas de la luz –la decisión dependía entonces del Ejecutivo– no tenía forma de trasladar a los consumidores los costos que estos contratos suponían. Solo podía absorberlos.
Los desajustes que esto causó en las cuentas de la EEGSA justificarían aún más la necesidad de privatizarla en 1997. En este proceso sería beneficiada, entre otras, Teco Energy, que había contribuido a desbalancear sus finanzas con el PPA de La Alborada.
“Estos contratos degradaron las finanzas de la EEGSA, crearon un abismo entre los precios que se pagaban y el precio de mercado”, dijo Víctor Moreira, un exdirectivo del sindicato del Inde.
A partir de 1996, una vez que el mercado quedó liberalizado, fueron los consumidores y especialmente los hogares, los que cargarían con la losa de estos contratos.
Varias fuentes coincidieron en que cuando se aprobó la Ley General de Electricidad en 1996, se discutió qué hacer con lo que se denominaron “contratos preexistentes”.
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Se podían renegociar y con ello proteger a los consumidores o se podían dejar intactos y demostrar que para el país la certeza jurídica era más importante. Se optó por lo segundo.
Los PPA fueron heredados sin cambios por las empresas recién privatizadas: la EEGSA y las antiguas distribuidoras del Inde: Deorsa y Deocsa (hoy conocidas como Energuate). Estas comenzaron a vender la electricidad al público y les trasladaron los costos de los PPA.
“Era una decisión difícil, pero el mensaje que se quería enviar era que Guatemala no modificaría contratos por motivos políticos, por muy caros que fuesen los contratos”, dijo Rodrigo Fernández, actual presidente de la CNEE.
Muchos expertos del sector están de acuerdo en que se hizo lo correcto y que respetar los contratos fue bueno en el largo plazo porque mejoró la reputación del país.
“El sistema se construyó sobre la percepción de la responsabilidad y que la estabilidad siempre es preferible a la inestabilidad”, opinó el historiador Calderón Abullarade, autor del libro Energía y potencia para Guatemala.
Pero no renegociar los PPA significó que durante años los consumidores no percibieron los teóricos beneficios de un mercado libre: menores precios, más inversión, mejor tecnología.
“La existencia de esos contratos no ha contribuido a que los precios bajen para el usuario final, al contrario de lo sucedido en muchos países, donde las reformas y la competencia sí lo permitieron”, diría en 2012 en una presentación Sergio Velásquez, un funcionario de la CNEE.
Aunque el mercado sería competitivo sobre el papel, los precios de una parte importante de la energía que los generadores vendían a los hogares se habían fijado en negociaciones no competitivas.
Las industrias o comercios pudieron comenzar a comprar en el recién creado mercado mayorista, en el que cualquier gran consumidor podía adquirir energía de cualquier productor. Allí sí percibieron los beneficios de la liberalización: más oferta y precios mejores.
Pero los hogares y los pequeños comercios, que solo podían ser clientes de la EEGSA o lo que es hoy Energuate, quedaron cautivos de los PPA que estas heredaron.
El resultado fue que la población terminó pagando una de las facturas de luz más altas de Latinoamérica. Solo entre 1990 y 1998 las tarifas residenciales promedio de la electricidad se duplicaron, según datos de Cepal.
La manera en que fueron concebidos estos PPA permitía un incremento constante del precio al que los generadores vendían la electricidad, sobre todo en momentos de alza del precio del petróleo o devaluación del quetzal frente al dólar.
Solo en los primeros seis años de vigencia de los contratos con los ingenios los precios de la energía que vendían aumentó un 64 %, como muestran datos de la Cepal. Los precios de las térmicas como Enron o La Alborada crecieron un 62 %.
Además, se fue creando una gran diferencia entre el precio fijado en los PPA y el que se pagaba en el mercado libre. Para 2010, según Cepal, los ingenios vendían su energía a 189 dólares el megavatio/hora en promedio, como parte de su PPA con la EEGSA.
Pero, por fuera de él, negociaban precios de menos de la mitad, como muestra un contrato al que se tuvo acceso para este reportaje.
El club
No renegociar los PPA en 1996 tuvo también otra consecuencia: sus beneficiarios se fortalecieron.
Gracias a estos contratos, los que no eran ya muy ricos se hicieron millonarios. Los que ya lo eran aumentaron su fortuna.
Para el naviero Henrik Preuss, su alianza con Enron fue tan beneficiosa que pronto ambos invirtieron en más generación en Puerto Quetzal. En 2000 doblaron la capacidad de las barcazas que habían inaugurado en 1993. Este proyecto costó alrededor de 123 millones de dólares.
Aunque no firmaron un PPA para las nuevas barcazas, vendieron la energía en el mercado libre y la exportaron a El Salvador.
Preuss además se expandió a Nicaragua, donde adquirió parte de la propiedad de otras dos importantes centrales térmicas.
Años después este empresario sería pionero en la generación eólica en Centroamérica. Desarrolló el parque eólico Amayo en Nicaragua. Y su empresa, Centrans, construyó tras su muerte la primera central eólica de Guatemala, situada cerca de la capital, en Villa Canales, una inversión de 115 millones de dólares.
Los azucareros, de por sí un grupo poderoso, aumentaron aún más sus ingresos al incursionar en el sector energético, tras firmar su primeros PPA en 1994. A partir de entonces, la caña para ellos fue azúcar y electricidad.
Poco a poco, convirtieron a Guatemala en el segundo mayor productor del mundo de energía con bagazo de caña, por detrás de Brasil. En la actualidad, los azucareros producen alrededor de una quinta parte de la energía que se genera en el país.
Los ingenios comenzaron con seis PPA para suministrar 160 megavatios hora a la EEGSA. Pero desde entonces fueron ampliando sus equipos para vender en el mercado libre y exportar a los países vecinos. En 2020, habían multiplicado casi por siete la capacidad inicial.
Solo la familia Leal podía generar tanta electricidad el año pasado como Chixoy, la mayor hidroeléctrica del país.
Como el resto de azucareros, Ramón Campollo era ya un hombre rico, pero la energía le convirtió en uno de los empresarios más importantes de Guatemala. Inició como socio de los PPA que obtuvo Teco Energy en Guatemala entre 1994 y 1995, pero con el tiempo, compró una de sus centrales, la planta de carbón de San José, en Masagua, Escuintla. Por ella pagó 213 millones de dólares.
Además, Campollo amplió la capacidad de generación del ingenio de su familia y construyó en México una planta de generación con gas para exportar energía a Guatemala. Este proyecto, llamado Energía del Caribe, representó una inversión de unos 200 millones de dólares.
San José y Energía del Caribe proporcionaron casi el 30 % de la electricidad que consumieron los hogares en la Ciudad de Guatemala y el área metropolitana en 2019, según información oficial de la EEGSA.
Todo el dinero y poder que fueron acumulando Preuss, Campollo y los azucareros, pareció que los convertiría en los dominadores del sector eléctrico después de la liberalización.
La energía que ellos producían, sumada a la que generarían las hidroeléctricas privadas que estaban en construcción gracias a los PPA que obtuvieron a dedo en 1994, como las de los Arimany, Ayau o Gutiérrez-Bosch, abastecerían el país.
Este grupo se convirtió en un poderoso lobby que actuaría contra cualquier intento de desplazarlos.
Su poder se hizo patente en 2001 cuando Preuss, Campollo y los azucareros lograron que el gobierno de Alfonso Portillo les ampliara cinco años sus PPA. Esto alargaría la vida de sus contratos hasta el periodo 2013-2014 y en el caso de la planta de San José hasta 2020.
A cambio aceptaron una bajada de precios, que sin embargo no impidió que el gobierno se viera en la necesidad de crear un subsidio a la electricidad en el que se han gastado miles de millones de quetzales desde entonces.
Todas las fuentes consultadas para este reportaje aseguraron que esta ampliación no estuvo justificada y solo sirvió para impedir la competencia.
“Darles cinco años más fue un error”, dijo el exministro López Rodas.
“La extensión no era necesaria”, dijo el historiador Calderón Abullarade. “Se debió pensar en incentivar más hidroeléctricas, renovables, precios más bajos. Pudimos haber tenido un sistema más eficiente, robusto y barato con anterioridad.”
Asazgua le aseguró a Plaza Pública que ellos no deseaban alargar los primeros PPA. Fue, según expusieron, una propuesta del gobierno. Debido al aumento de los precios del petróleo que hizo subir las tarifas eléctricas, la administración de Portillo decidió renegociar los PPA a la baja y a cambio, para compensarles, se les ofreció una prórroga, expusieron.
En los años siguientes, el país no logró atraer grandes inversiones al sector. Ni la EEGSA ni lo que hoy es Energuate adjudicaban nuevos PPA. Se habló otra vez de posibles racionamientos.
Esto era positivo para los empresarios que ya estaban en el negocio. Mientras la electricidad se percibiera como escasa, las autoridades dependerían aún más de ellos y sus condiciones.
La mayor parte de la energía era cara y contaminante. En 2004, el 60 % de ella provino de centrales térmicas. Fue un máximo histórico.
Como los productores que dominaban el mercado no deseaban nuevos competidores, tampoco financiaban nuevas líneas de alta tensión que permitieran llegar a otras fuentes de energía.
Parecía que los PPA originales se prolongarían o ampliarían indefinidamente y que el mercado seguiría en gran parte cerrado. “Hubo intentos de seguir prorrogando, hubo lobby”, dijo el presidente de la CNEE, Rodrigo Fernández.
Pero cuando la captura parecía asegurada, apareció en escena un economista y artista llamado Pepo Toledo.
¿Cómo ocurrió la liberalización?
La hegemonía de empresarios como Preuss, Campollo y los azucareros había funcionado porque sus contratos perjudicaban principalmente a la población, con escaso poder.
Las empresas, en cambio, podían comprar su suministro eléctrico en el mercado libre y lograr precios más bajos precisamente porque los generadores vendían caro al público. “Las residencias y pymes subsidiaban a los grandes usuarios”, afirmó Toledo en una presentación de 2007.
Esto provocaba que no hubiese una presión excesiva para alterar el statu quo.
Pero en 2005 comenzaron los cambios. Poco después de llegar a la presidencia de la CNEE, Toledo aprobó normas que establecieron que debían calcularse los llamados “costos diferenciales” que generaban los primeros PPA; esto es, cuánto podrían ahorrarse los consumidores si en vez de verse forzados a comprar electricidad bajo las condiciones de estos contratos, pudieran acudir al mercado libre.
Esto hizo que aflorase cuánto de más pagaban los guatemaltecos por su energía. En 2006, el Administrador del Mercado Mayorista difundió por primera vez la cifra: 44 millones de dólares. Desde entonces, se ha publicado anualmente. Para 2020, el año en el que venció el último de estos PPA, la cifra acumulada era de 638 millones de dólares.
Pero hacer este cálculo no era un fin en sí mismo. Toledo estableció que estos sobrecostes debían repartirse entre todos los consumidores de la electricidad guatemalteca, y no solo las familias y los pequeños negocios, como había sucedido hasta ese momento.
De inmediato, los hogares, sobre todo los clientes de EEGSA, comenzaron a pagar menos. Y las empresas o incluso quienes importaban energía guatemalteca desde El Salvador comenzaron a pagar más.
Algunas empresas, entre ellas las azucareras, trataron de frenar la medida con recursos en tribunales. Pero otras se hicieron críticas del statu quo. Quizá las más notorias fueron las maquilas, la industria de exportación más grande del país. Para ellos, comprar energía más cara significaba ser menos competitivos que sus rivales en Asia.
En 2007 la gremial de las maquilas encargó un estudio que criticó los altos precios de la energía. El autor del informe, Roberto Barrera, aseguró en una entrevista con elPeriódico que el mercado libre era fallido principalmente por culpa de los primeros PPA. “Los costosos contratos preexistentes han consolidado operadores dominantes dentro del mercado”, dijo Barrera.
Opiniones como esta evidenciaron las fisuras que comenzaban a existir entre los grandes empresarios. Esto facilitaría los siguientes movimientos de Toledo.
El funcionario promovió reformas al reglamento de la Ley General de Electricidad. Estas pretendían cambiar asuntos cruciales del funcionamiento del mercado.
Ni los primeros PPA ni cualquier otro que se firmara sería prorrogable ni duraría más de 15 años. Las distribuidoras (EEGSA y lo que es hoy Energuate) estarían obligadas a contratar su suministro a través de licitaciones. El Estado participaría en el diseño de las líneas de alta tensión y todos en el sector tendrían que financiarlas.
También se preveían normas para garantizar que siempre tuviesen prioridad las centrales más baratas en el llamado “despacho de carga”, el orden en el que entran a funcionar las plantas de generación. Esto había generado problemas de manipulación del mercado mayorista para encarecer la electricidad.
Organizaciones del sector privado se opusieron a las reformas. Entre ellos, de nuevo, los azucareros. En su escrito, Asazgua aseguró que nunca se opusieron a que nuevos actores entraran en el sector, pero que parte de las reformas de Toledo “no iban en la línea de mantener un mercado abierto y competitivo”.
El presidente de la Asociación Nacional de Generadores, Rudolf Jacobs, vaticinó que se ahuyentaría la inversión y volverían los apagones. El empresario Jaime Arimany le dijo a la prensa que no “se podía estar manoseando las leyes cada dos o tres años”.
Las familias de ambos habían recibido a dedo PPA hidroeléctricos en 1994.
El sector privado insistía en que ellos ya habían consensuado unas reformas con el ministro de Energía, Luis Ortiz, y que Toledo no tenía autoridad para promover cambios. Toledo dijo a Plaza Pública que el sector privado utilizaba a Ortiz para presionarle.
Entonces, la decisión estaba en manos de Óscar Berger.
El presidente tenía vínculos familiares con los azucareros y había fundado el PAN, el partido que había moldeado el sistema eléctrico desde comienzos de los 90. Pero ahora tenía la posibilidad de ser el primer presidente que promoviera la competencia en la generación de energía.
El Estado y el mercado habían contribuido a capturar el sector de generación eléctrica. El Estado y el mercado lo liberarían.
Berger se decantó por Toledo. En febrero de 2007, Ortiz renunció al ministerio. Para marzo, el presidente ya había firmado los acuerdos gubernativos 68 y 69, que aplicaron las reformas.
Así nacieron los programas de extensión de generación y de transmisión (PEG y PET, respectivamente), que multiplicaron la disponibilidad de energía barata y limpia en la siguiente década.
Poco después, la CNEE y lo que es hoy Energuate comenzaron a trabajar en una licitación para otorgar un gran PPA.
En mayo de 2008, con Álvaro Colom ya en el poder –un empresario con vínculos en el sector maquilero–, se adjudicó el contrato. Este PPA, el primero en una década, permitió construir la enorme central de carbón Jaguar Energy, una inversión de 900 millones de dólares.
A partir de entonces, las sucesivas rondas de contratación de PPA –llamadas PEG 1, 2, 3– se convirtieron en un ejemplo de licitaciones públicas transparentes y competitivas, algo que otras instituciones públicas no han logrado.
De acuerdo con un estudio de los expertos Silvia Alvarado y Juan Belt, en el PEG 1, se presentaron 33 ofertas con un precio promedio 117 dólares el megavatio/hora. Para el PEG 3, los participantes se doblaron a 65, y el precio de sus propuestas bajó a 98 dólares por megavatio/hora. Después, los precios han caído a menos de 60 dólares.
A medida que los ganadores de los nuevos PPA construyeron sus centrales, las tarifas para los usuarios también bajaron. Para los clientes de la EEGSA las tarifas bajaron durante nueve trimestres seguidos entre 2013 y 2015 y desde entonces han estado estables.
Muchos expertos o funcionarios ven esta historia como el ascenso por una escalera en la que cada grada fue necesaria para seguir subiendo. Lo que ocurrió en los 90 creó la confianza en los inversores que sería imprescindible para el éxito en el nuevo siglo, argumentan. Los primeros contratos abrieron el mercado y atrajeron inversiones que el país necesitaba. Respetarlos aseguró una certeza jurídica de la que ahora se benefician los consumidores.
Pero el informe de Alvarado y Belt hace énfasis en algo que en ocasiones se pasa por alto y que pone evidencia que la historia pudo ser diferente desde el comienzo.
Estos expertos explican que una de las claves en la reducción de precios que se logró en los PEG, fue la propia metodología que se usa en las licitaciones. La CNEE diseñó un sistema de subastas inversas en el que los participantes confían. Saben que no hay trampa y que los mejores precios ganan.
Aunque es cierto que hace 20 o 30 años Guatemala era un país más pobre e inestable, fomentar procesos competitivos como los actuales no era imposible para los gobiernos del momento.
Serrano pudo buscar más empresas para que compitieran con Enron. Ramiro de León pudo negociar con los ingenios por separado y comprar energía solo a los más competitivos. Arzú pudo renegociar los PPA. Portillo pudo no prolongarlos. Ninguno actuó así y no porque poderosas fuerzas se lo impidieran.
“En el gobierno de Portillo se pudieron hacer licitaciones. Pero no estábamos preparados. No existía esa mentalidad, no era así cómo se hacían las cosas”, dijo Pepo Toledo.
La captura y liberación de la generación eléctrica puede verse como una historia de éxito del libre mercado. Pero también puede entenderse como la historia de un grupo de personas poderosas que, un día, cuando se dieron las circunstancias adecuadas, dejaron de hacer lo que siempre había hecho.
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