Un grifo cerrado hace veinte años: Potreritos, la aldea sin agua
Un grifo cerrado hace veinte años: Potreritos, la aldea sin agua
En Potreritos, un caserío de Zacapa, poco a poco se esfuma el agua y con ella, la gente. La falta de lluvia y el aumento del calor, causados por el cambio climático, la deforestación y la mala gestión de los recursos naturales, hacen cada vez más difícil sobrevivir allí. Aquejadas por la pobreza, la escasez de trabajo y oportunidades de salarios dignos y ahora también el riesgo de quedarse sin agua, más de la mitad de la población ha decidido abandonar sus hogares.
En un pequeño rincón de Zacapa, Elizabeth López deja sus chancletas a la orilla del río Carí. Descalza camina en el agua que apenas le cubre los tobillos. Todavía no son ni las siete de la mañana pero las sombras ya comienzan a estirarse desde los árboles y arbustos que colindan con el río, como si tratasen de huir del calor seco. Así como lo han hecho varias familias del caserío Potreritos.
Con una falda floreada se sienta en una piedra en la ribera y con las dos manos abre un agujero hondo en la arena gris y rocosa. Luego, solo es de esperar. Con paciencia. Lentamente el agujero se llena de agua. Cristalina, filtrada desde abajo por la arena, aparece limpia. No como la del río, turbia y color café.
Con un guacal de morro llena los botes y baldes de plástico vacíos que ella y sus cuatro hijos trajeron desde casa. La hija más pequeña, Suleidy de 6 años, no tiene la calma de su madre. Agarra otro guacal y se apura a llenar la boca. Amaneció decaída, agripada y con mucha sed. Pero la niña tuvo que aguantar hasta el ritual matutino, porque pese a la tubería de agua potable, restos de chorros públicos y dos pozos en el caserío, el río es la única fuente de agua en Potreritos.
«Me cuentan mis abuelos y mi mamá, que antes sí había agua en esta comunidad. Todavía hay una alcantarilla donde se recibía. Pero dicen que alguien vendió el agua a otra comunidad, hace muchos años», explica Elizabeth López, actualmente la representante del COCODE del caserío.
Es una mujer conversadora que sonríe con la boca cerrada, cubriendo dos dientes dorados. Durante sus 37 años de vida, la lideresa ha sido testigo de cómo el acceso al agua se ha puesto cada vez más difícil en Potreritos y sucesivamente cómo la competencia por los recursos hídricos se agudizó.
En consecuencia, cada vez son menos las vecinas que se encuentran alrededor de los agujeros en las mañanas. De 220 habitantes en 2018, según datos de la municipalidad de Zacapa, Elizabeth estima que hoy solo quedan unas 70 personas. La pobreza, la escasez de trabajo y oportunidades de salarios dignos, en conjunto con el riesgo inminente de quedarse sin agua las empujaron a abandonar el caserío con sus familias.
«Ese líquido de verdad nos hace falta», enfatiza Elizabeth.
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Tan cerca y a la vez tan lejos
Potreritos es uno de 56 caseríos en el municipio de Zacapa. En el camino que lo conecta con el resto del municipio el asfalto se convierte en polvo, con lodo en las partes donde cruza con el río Carí. No existe ni un rótulo oficial que señale su existencia, así como no hay un servicio de salud o transporte público que reconozca los derechos de su población.
Con los años, el aire se llevó las letras de un pequeño letrero de madera. Era un humilde acto de reivindicación puesto por las y los vecinos, que avisaba del cruce invisible a la senda que lleva a Potreritos. Pareciera un caserío fantasma, lejano.
Pero a menos de 17 kilómetros, en la ciudad de Zacapa, contrasta la magnitud del primer centro comercial en el departamento. Un ecosistema comercial de tiendas, supermercados, cines y parqueos distribuido en 14,000 m2, que nace de una inversión de más de USD 15 millones, inaugurado por hombres y mujeres de piel clara, en sacos, vestidos y zapatos formales.
El coloso es «amigable con el medio ambiente» y produce energía propia con paneles solares. Alrededor de las letras enormes que conforman su nombre en la fachada, adorna un jardín vertical con plantas de la región que se riegan con un sistema diseñado para ahorrar agua.
En Potreritos hay pozos artesanales con bombas mecánicas y tubería instalada para las pilas de cada casa. Pero no hay agua. Los chorros comunitarios que funcionaban hasta hace 20 años, que con el tiempo tomaron una apariencia de reliquias arqueológicas, se quedaron de adorno y recuerdo de tiempos diferentes. Hoy los recursos en caseríos como este se están acabando, con pocas o ninguna iniciativas de preservación. Y la crisis comienza a afectar la convivencia de las comunidades.
En 2018 la municipalidad de Zacapa inició la construcción de un sistema de agua potable en Potreritos. Se hizo una inversión de Q1,2 millones para construir un tanque que recolectaba agua de una vertiente en la parte alta del municipio, para distribuirlo a los hogares a través de 3,800 metros de tubería. Cuando el proyecto terminó, más de un año después, la celebración fue breve.
«Solo vino agua como un mes, y luego la tubería resultó rota. Hablé con la muni y lo vinieron a arreglar pero después otra vez el agua ya no bajaba para acá. Nos avisaron de que alguien había destrozado los tubos», dice Elizabeth.
Como representante del COCODE del caserío, Elizabeth ha hecho varios intentos para resolver la situación. Siente que por ser mujer en la Municipalidad no toman en serio sus peticiones de arreglar de nuevo el agua potable. Logró que la escuela pública le diera acceso a su pozo para que la población tuviera agua, pero este proyecto requiere que se instale una bomba aparte para que la cuenta de energía se cobre directamente a la comunidad y no a la escuela. Pero la municipalidad no le ayuda y la comunidad no tiene fondos suficientes para juntar los más de Q3,000 para comprar la bomba.
Elizabeth cría sus cuatro hijos sola. Los ingresos que genera haciendo escobas para vender y lavando ropa ajena, son moderados. Igual que los de sus vecinas y vecinos. La mayoría trabajan por día con salarios bajo el mínimo. Algunas familias reciben remesas de algún familiar que migró. Una familia logró ahorrar para hacer su propio pozo y crear un pequeño negocio vendiendo agua en el caserío.
Desde entonces el sueño de tener agua potable en Potreritos se estancó. Las y los vecinos de nuevo se vieron forzados a recoger agua en el río Carí, mientras algunas comunidades en las cercanías del pozo siguen recibiendo agua potable. Esto hizo que surgieran rumores de que fueron personas «de arriba» quienes destruyeron la tubería para guardar el agua para sus comunidades.
«Ellos tienen hasta para regar cosechas que pueden comer o vender, y nosotros no tenemos ni para beber», comentó una persona del caserío.
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Agua sin igualdad
25 guacalazos. Tantos, a veces incluso más, es lo que Elizabeth necesita para llenar solo uno de los botes grandes que en su vida anterior guardaban pintura. Sus hijos también llenan varios contenedores de diferentes tamaños y así, entre todos, intentan llevar lo más posible a la casa. Lo que recogen les tiene que alcanzar para beber, cocinar, lavarse las manos y limpiar.
Elizabeth se levanta de la piedra en donde estaba sentada. Se para y sin mayor esfuerzo sube el bote pesado a la cabeza. Pisa piedras y rocas, regaña a Jorge, su hijo de 8 años que no deja de molestar a Suleidy, se pone sus chancletas en la orilla del río y agarra rumbo a su casa por un sendero que se tuerce entre los árboles, sin perder el equilibrio en ningún momento ni regar una sola gota.
Río arriba una mujer joven se baña. Gira la cabeza hacia la orilla mientras rápidamente tapa su cuerpo al escuchar el sonido de voces desconocidas que se acercan en el bosque. Sin acceso al agua en sus hogares, la población depende también del río para el aseo personal. Una realidad que expone a las niñas y mujeres a situaciones de riesgo.
Tratan de aprovechar las mañanas o el día para bañarse con mayor seguridad. Los hombres, de adolescentes a ancianos, agarran camino al amanecer para ir a los campos, plantaciones y ganaderos a buscar trabajo. La mayoría regresa en la tarde y comienza ‘su horario’ para bañarse.
El acceso desigual al agua del río causa preocupación. Algunos hogares quedan más retirados y no todas las personas pueden cargar un galón. La vecina de Elizabeth, una señora mayor que camina mal por problemas de salud, se quedó sola cuando sus hijos se fueron del caserío a buscar trabajo. Si no fuera por el apoyo de sus vecinas no tendría agua.
Depender del agua del río Carí, especialmente para la gente que vive en una de las últimas comunidades por las que el río pasa antes de desembocar en el Motagua, genera un dilema injusto: decidir si hervir el agua del río antes de beberla por temas de salud, o ahorrar el gasto de energía eléctrica para alimentos o medicamentos. En ocasiones cuando el caudal ha subido un poco, el río les ha traído hasta cadáveres de animales domésticos.
A todo eso hay que agregarle la incertidumbre de no saber hasta cuándo habrá agua en el río. Cuando Elizabeth era niña el caudal era más alto, incluso recuerda que tenía peces. El calor se intensificó y el impacto se refleja también en la época de lluvia.
«Cuesta mucho. Hay veces que se seca el río, que ni agua hay. En el puro verano hasta los pozos se secan», dice la lideresa. La estación seca comienza en noviembre y antes duraba hasta mayo, pero ahora la lluvia se deja esperar hasta junio.
Zacapa se encuentra en el Corredor Seco. Es el departamento donde menos llueve a nivel nacional y uno de los más vulnerables al desecamiento de los ríos, causado por el cambio climático y la alteración de las temperaturas. Un riesgo que aumenta con la deforestación.
La última vez que Elizabeth recuerda que el río se secó casi por completo fue en 2015. Sobre la arena corría apenas una capa de espuma de los restos del jabón que alguien utilizó para lavar ropa río arriba. Y en 2020 el río se puso amarillo. La comunidad nunca supo por qué. Tampoco conocieron el resultado de las pruebas que algunas personas llegaron a hacer del agua. Las únicas opciones para la población en esas ocasiones son hacer más hondos los pozos, o comprar agua de un vendedor que llega al caserío con una cisterna. Llenar la pila cuesta hasta Q125.
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Casas abandonadas en medio de la pobreza
Entre los verdes pálidos del bosque seco, resalta el color rojo de las viviendas del caserío. Son de ladrillos unidos con cemento y el piso fundido de concreto. Materiales costosos, en una comunidad en condiciones de pobreza.
Se construyeron con una donación que la organización Plan Internacional hizo a varias comunidades del departamento de Zacapa después del huracán Mitch en 1998 para apoyar a las familias afectadas con viviendas dignas. Pese al clima hostil y las más de dos décadas transcurridas, están en muy buenas condiciones.
Algunas llaman la atención no solo por su color. Abandonadas, su techo de lámina desarmado y las ventanas removidas, quedaron como esqueletos desalmados del hogar que una vez fueron para las familias que no vieron otra oportunidad que irse. No para encontrar una mejor vida en otro lugar, simple y sencillamente para asegurar su sobrevivencia. Algunos pocos tuvieron oportunidad de llegar hasta Estados Unidos, mientras la mayoría migró a otros municipios.
«Ya hay evidencia concreta de comunidades que están abandonando sus territorios por la falta de agua. Todavía son pocas pero es algo que va a ir creciendo porque el cambio en las condiciones ambientales afecta directamente la disponibilidad de agua», asegura Raúl Maas, investigador ambiental en el Instituto de Investigación en Ciencias Naturales y Tecnología (IARNA).
Ante la falta de refugio, alimentos o agua, la migración es la respuesta de cualquier ser vivo, también del ser humano y es esa realidad la que se está manifestando ahora en Guatemala.
Zacapa es un departamento que por su ubicación presenta características ambientales extremas. Según el investigador, es natural que sea uno de los primeros lugares en mostrar los impactos del cambio climático.
Pero la crisis y el impacto no es solo ambiental. En un país que se caracteriza por una desigualdad profunda, el cambio climático afectará primero y de forma más intensa a las comunidades más vulnerables por sus condiciones sociales, y acentuará la desigualdad.
«Existe un abandono total de las comunidades pobres, son los invisibles. Si aparecen o desaparecen, siempre que no afecten los intereses económicos del país, a nadie le importa. Pero de repente vamos a ver olas de personas, más que ahora, y no solo de un caserío sino de muchas cmunidades de varios municipios, moverse a los entornos urbanos o semiurbanos», dice Raúl Maas.
La falta de agua en las comunidades es solo la punta del iceberg ante la migración a las ciudades, donde cada vez más personas tienen que compartir recursos mal gestionados, con la misma falta de acceso a salud, empleo y educación, como la que vivían las familias en sus comunidades.
«Las condiciones ambientales en todo el mundo están cambiando y el territorio nacional no es ajeno a estos cambios. Guatemala ya ha dejado de ser ese cuerno de la abundancia», alerta Maas.
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La vida es bonita, pero con agua
La bulla de un aguacero golpeando el techo de lámina en la cocina de Elizabeth es incesante, confunde cualquier otro sentido y calla la conversación. La cocina fue construida como una ampliación externa y abierta de la casa de ladrillo. En cada repisa y rincón del piso de tierra se acumulan contenedores plásticos de todo tipo, para recolectar y guardar agua.
El marrano enorme que cría en el patio, logra llamar su atención. Está forzando la verja entre el patio y la cocina, reclamando comida. Al abrirse, unos pollos entran corriendo a la cocina, buscando refugio de la lluvia.
«Es una bendición», expresa Elizabeth aliviada, mientras mira hacia arriba.
El cambio del clima refresca la tarde y revela los trucos arquitectónicos que surgen de la desesperación por no tener agua. El techo de lámina se instaló en diferentes desniveles para que cuando llueva, toda la corriente sea dirigida directamente a la pila. El agua cae rojiza, por la oxidación avanzada de las láminas. La familia ya no la usa para beber, pero sí para lavar platos o hacer limpieza,así tal vez mañana no tendrán que cargar tanto.
«La vida es bonita, todo el mundo lo sabe, pero si no hay agua no somos felices», concluye Elizabeth.
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