Washington, entonces, prendió las señales de alarma. Su poder omnímodo comenzó a ser cuestionado. En estos momentos, para seguir manteniendo su hegemonía global, ve a China y a Rusia como los rivales a enfrentar. Es por eso que está impulsando esta militarización extrema, haciendo combatir a Ucrania contra Moscú, y abriendo un escenario bélico con Taiwán, para ir sobre Pekín. Las guerras son el expediente que tiene el capitalismo para salir de sus atolladeros. Sucede que estos frentes de combate pueden disparar cualquier cosa. Se está jugando entre las tres potencias (Estados Unidos, Rusia y China) con armas nucleares. Nadie quiere el enfrentamiento nuclear, todo el mundo sabe que allí habría solo perdedores, pero los tambores de guerra suenan.
Hoy día tanto Estados Unidos como la Federación Rusa cuentan con al menos 6,000 armas atómicas cada uno. China, con menos número de misiles, también es una potencia nuclear. Debe remarcarse que el poder destructivo de cada uno de estos artefactos es, como mínimo, 20 veces superior a las bombas que lanzó Washington en 1945 sobre Japón.
Pero hay un agravante: los medios para hacer llegar esos ingenios a sus objetivos han seguido desarrollándose y hoy asistimos a misiles hipersónicos, con una velocidad estratosférica, capaces de burlar todas las defensas enemigas. En estos momentos Rusia tiene la delantera al respecto, siendo que China acaba de realizar una prueba –negada por Pekín, agigantada por Washington, que vivió esa experiencia como un nuevo y devastador «momento Sputnik»– de un misil de este tipo que va dejando a Estados Unidos a la zaga.
Según los científicos, de activarse estos arsenales nucleares disponibles en la actualidad se podría producir una explosión de tales dimensiones cuyas secuelas llegarían hasta los confines del Sistema Solar, la órbita de Plutón. Ello ocasionaría la muerte inmediata de millones de seres humanos producto del impacto, más otros miles de millones al corto tiempo por efecto de las nubes radioactivas que envolverían todo el planeta. Quienes eventualmente sobrevivieran, morirían de hambre a la brevedad, porque el invierno nuclear (polvo levantado por las explosiones, similar a lo del meteorito de Yucatán hace 65 millones de años que acabó con el 70 % de toda forma de vida) cubriría el sol por una década como mínimo, creando una noche continuada que eliminaría toda forma viva. Einstein había dicho que, si se daba una tercera guerra mundial, la cuarta sería a garrotazos; parece que eso era demasiado esperanzador, excesivamente benevolente: ¡no quedaría nadie! Es imposible predecir si eso puede pasar.
Queremos creer que la sensatez se impondrá, que nadie quiere comenzar un conflicto que puede terminar en ese armagedón atómico. De hecho, las potencias utilizan la expresión MAD: Mutually Assured Destruction (Destrucción Mutua Asegura) para referirse al eventual escenario de una guerra nuclear: ninguno de los dos adversarios sobreviviría. En estos momentos se está jugando con fuego. No debe olvidarse que cuando se juega con fuego… nos podemos quemar. El detalle a tener en cuenta es que ahora esa quemazón implica la posible desaparición de la humanidad.
¿Por qué decir esto? Porque una vez desatado un ataque nuclear, la vuelta atrás es imposible. Todos los análisis coinciden en que nadie desea una conflagración nuclear, porque allí no habría ganadores. Pero no hay garantías al respecto.
Si el sistema está dispuesto a cualquier cosa para mantener la hegemonía de los capitales, nosotras/os, ciudadanos de a pie, debemos levantar no solo el llamado a la paz sino al cambio del actual paradigma socio-económico, que solo nos pude llevar a la catástrofe.
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