En las elecciones generales del año recién pasado, la población lo tuvo claro: debía golpear la mesa para salvar el país del abismo al que lo conducía la alianza corrupta que tenía en sus manos el poder absoluto. No se limitó a emitir el voto que provocó una sorpresa en las urnas. Por varios meses, la gente respaldó el resultado en las calles hasta lograr que Bernardo Arévalo asumiera como Presidente de la República. La expectativa de entonces que continúa vigente es que él se apropie del liderazgo que le entregó un pueblo ávido de hallar un camino hacia el bien común, en medio de una disputa todavía no resuelta por salvaguardar el Estado del dominio de las mafias.
El triunfo de Arévalo constituyó un grave revés para la alianza corrupta que venía gobernando sin cortapisas. Y, desde los resultados de la primera vuelta electoral, se inició el asedio por un Ministerio Público que ya había abandonado su función institucional para convertirse en un instrumento. Recordemos que lo que avivó a la histórica alianza de poderes fácticos fue una reacción anti-Cicig y un plan para permitir la liberación de más de cien actores corruptos a quienes se exoneró de toda responsabilidad penal e, incluso, a muchos se devolvió el fruto de sus fechorías. A estas acciones, en las que el MP jugó un papel crucial, Rafael Curruchice, a cargo de la Fiscalía Especial contra la Impunidad (FECI), le llamó «reencauzar la justicia».
Durante el proceso electoral, este mecanismo de instrumentalización de la acción penal se enfocó en incidir en la participación de las distintas candidaturas y luego pasó al intento de desvirtuar los resultados electorales. Este empeño se mantiene activo ya que a una acusación por falsificación de una firma se ha sumado un nebuloso caso de fraude electoral que no tiene sentido ni coherencia, si consideramos la manera en que funciona el proceso en Guatemala.
La función desviada hace que el MP permanezca enfocado en socavar la imagen del presidente, acechar al partido que lo llevó al poder y a los funcionarios de gobierno. Mientras tanto, no existe un solo caso de gran corrupción que haya abanderado y perseguido con tesón. Más allá de sus funciones, la Fiscal General se ocupa de realizar múltiples gestiones encaminadas a demostrar un poder político que no le corresponde como cabeza de un órgano técnico, auxiliar de la Administración Pública.
¿Qué hace que el Ministerio Público dedique sus mayores esfuerzos a la gestión del poder político?
Un factor clave para comprenderlo es que, a raíz de la elección de Arévalo, dejó de fluir el dinero del erario no solamente para pagar a los operadores encargados de los diversos mecanismos de corrupción, sino una estructura clientelar de cientos de empresas para sangrar al Estado. Basta con revisar el caso presentado por la SAT denominado B-410, o el brutal desfalco del Micivi con obras inconclusas o inútiles para comprender el funcionamiento de estas estructuras. Este dinero es una gran tentación y vencer la pared anticorrupción que ha pretendido alzarse desde el Ejecutivo, provoca una crisis existencial para esta estructura que, en el mejor de los casos, debería llevarla a la extinción
Pero hay otro factor incluso más apremiante. Todos los que han participado de la corrupción tienen miedo. La gestión de la Fiscal General les ha asegurado impunidad absoluta y esto le ha trasladado un enorme poder. Si ella sale de este cargo y Bernardo Arévalo nombra a un fiscal probo, no solamente se arriesgan a caer en prisión, sino a perder los capitales mal habidos. De allí el apoyo oscuro y clandestino alrededor de la figura de Consuelo Porras que abusa del poder asignado a la institución, convirtiéndola en un mecanismo de amenazas y prebendas a cambio de su propia sobrevivencia. Este apoyo incondicional, alimentado por el miedo o el interés, se entrega sin considerar que la Fiscal General es un factor de riesgo porque, inevitablemente, devorará a todos en el ejercicio de un poder punitivo que no rinde cuentas a nadie y que se ha convertido en un poder sin contrapesos.
El enfrentamiento entre el Ministerio Público, liderado por una Fiscal General peligrosamente desubicada de sus funciones y un presidente que llegó al poder bajo el compromiso de combatir la corrupción no puede resolverse de manera jurídica porque el problema que subyace es una disputa por el poder. Las mafias entienden el poder como una puerta abierta a los recursos del Estado. Arévalo está comprometido con cerrar esa puerta para utilizar estos recursos en beneficio colectivo. La controversia no permite una convivencia pacífica entre ambos términos. Exige dar la batalla por rescatar el sentido más profundo de la democracia: que los recursos públicos vayan al bienestar colectivo.
Las mafias han asumido que existe una batalla. La Fiscal General ha permitido que se utilice al Ministerio Público como cañón de ataque y ella misma se ha apropiado de una función política que no le corresponde. Esto ocurre a ciencia y paciencia del propio sistema de justicia y de la Corte de Constitucionalidad que acompañan este desvío con pasividad o con abierto apoyo debido a que forman parte del esquema que busca sobrevivir.
Pero da la impresión de que el presidente no asume lo ineludible del enfrentamiento. Frente a una disputa por el poder político apela inútilmente a los recursos legales, o al recurso de la imposible convivencia pacífica hasta que la Fiscal General agote su periodo. Lo que soslayan sus asesores es que los grupos de poder avanzarán, arrinconando el ejecutivo, hasta donde él lo permita. La principal función de un Presidente de la República es gobernar. Hacerlo no se circunscribe a las acciones de corte burocrático o diplomáticas. Hay un ámbito crucial de acción que no puede eludir: un gobernante tiene que gestionar el poder político. Si Bernardo Arévalo no lo ejerce, permite el avance de sus enemigos de manera peligrosa. Lo verdaderamente trágico es que quien realmente perderá si la alianza criminal lo depone, utilizando al Ministerio Público como instrumento, es el país que irá a la deriva de una manera quizá inevitable.
¿Pero qué significa ejercer el poder desde el Ejecutivo? Para empezar, el presidente debe tener la capacidad de articular un discurso político que levante la fuerza popular en su favor y, para ello, tiene que hallar mecanismos para dominar la narrativa. Hasta ahora, la comunicación estratégica del gobierno ha sido inexistente o dirigida bajo la lógica de la publicidad mercantil, sin un discurso inspirador que traslade la visión del país y desnude de manera eficiente la realidad de la corrupción. Además, debe utilizar sus capacidades políticas para generar alianzas de grupos de poder. Y, finalmente, quizá lo más importante: su gobierno debe marcar una diferencia para la gente. El presidente Arévalo no puede darse el lujo de tener un gobierno mediocre. Si su figura como líder del país no logra levantarse a través del discurso político, de las alianzas estratégicas y de las acciones concretas desde todos los ministerios, el pueblo no se levantará para respaldarlo. Y, el respaldo del pueblo es su fuerza mayor.
Sustituir a la Fiscal General del cargo que ocupa resulta un desafío existencial no solamente para el presidente. Se trata de la defensa de una democracia real donde los recursos del erario y la acción de los funcionarios de gobierno se enfoquen en el bienestar colectivo y no en amasar fortunas malhabidas. Permitir los abusos de poder de un Ministerio Público empoderado por la impunidad que asegura a las mafias, pone en riesgo eso y todas las garantías individuales que nos protegen. Y, más grave aún, la permanencia de la Fiscal General pone en riesgo el voto popular expresado en las urnas. Si la alianza criminal logra utilizar al Ministerio Público para deponer al presidente, el pueblo habrá sido burlado y el camino hacia el bien común borrado. La batalla en contra de la Fiscal General y lo que ella representa no puede eludirse. Le toca al presidente, en su calidad de líder político, asumir las acciones necesarias, pero al pueblo le corresponderá apoyarlo, sin tregua, porque en esa batalla se juega el destino del país.