El infierno de los migrantes está en Tapachula
El infierno de los migrantes está en Tapachula
“Oh, vosotros que entráis, abandonad toda esperanza” – El Infierno de Dante Alighieri
Tapachula es y ha sido históricamente una ciudad de paso para millones de centroamericanos que huyen hacia Estados Unidos. Pero también es una trampa, un lugar donde las políticas antiinmigrantes de Estados Unidos y México retienen y aplastan los sueños de muchos, que se mantienen viviendo en condiciones inhumanas. Al fondo de ese infierno, detrás de unas montañas y al final de una calle empinada, hay un lugar peor: el basurero Linda Vista. Un lugar inhóspito donde los migrantes que se quedaron comen, viven y duermen entre las montañas de basura y desechos que escupe la ciudad.
En la ciudad de Tapachula, en la frontera sur de México, cientos de migrantes viven en un basurero. Bajo el aplastante sol del mediodía, un día a principios de mayo, los migrantes que habitan el basurero Linda Vista revuelven toneladas de basura que acaba de tirar un camión frente a ellos y buscan algo que les pueda servir. Alberto, un guatemalteco de 41 años, encuentra una botella de Lambrusco, un vino tinto italiano del que todavía queda un trago. La destapa y le da un sorbo.
–Ahhh ¡Aquí no se desperdicia nada! ¡A esto todavía se le puede sacar! –, dice, sonriente y tira la botella que cae sobre la inmensa alfombra de basura que rebosa este lugar.
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Todos los días desde hace ya casi 40 años, a este basurero llegan decenas de camiones con los desperdicios de la ciudad de Tapachula y otros municipios cercanos de la frontera de México con Guatemala. Y aunque geográficamente está ubicado apenas al principio de la ruta de los migrantes que buscan llegar a los Estados Unidos, para muchos este es el final.
Aquí, en este inmenso basurero de más de 20 hectáreas, acaba el sueño americano de muchos. Estas dunas de basura, el espeso hedor a podrido, los ríos de lodo, el acecho de los zopilotes y el sol que castiga a diario es todo lo que estos migrantes pudieron alcanzar. Es el tope para quienes perdieron sus esperanzas y tuvieron que quedarse.
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A principios del siglo XIV, el poeta y escritor italiano Dante Alighieri escribió su obra más importante y conocida: La Divina Comedia. En ella, Dante es guiado por Virgilio a través de El infierno, un lugar construido, según el autor, por nueve anillos o nueve niveles, cada uno reservado para quienes cometieron algún pecado.
Según la obra de Dante, los primeros anillos del infierno estaban reservados para los lujuriosos, los avaros, los impíos y los asesinos. Y el último anillo, el noveno, el más profundo y despiadado es el castigo para quienes traicionaron a sus amos. Para quienes se negaron a vivir la vida a la que estaban condenados y echaron a volar.
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Alberto, el guatemalteco que se acaba de empinar los restos de la botella de vino, llegó a Tapachula hace 23 años y es pepenador, como se le conoce a los recolectores de basura, desde hace diez. Aquí se dedica a hurgar entre los desechos de la ciudad y recoge todo aquello que para alguien dejó de tener utilidad. En esa basura, los pepenadores encuentran un último valor y la recogen para venderla a los recicladores.
A los migrantes condenados a vivir en el basurero, otros también los ven como mercancía, como algo a lo que aún se le puede explotar y sacarle algo de dinero. Son otros recolectores que se dedican a comprar las bolsas de basura que los migrantes recogen en el basurero y la acumulan para luego venderla a las empresas exportadoras o procesadoras de plástico a un precio mucho mayor.
En el basurero Linda Vista, ubicado a 40 kilómetros de la frontera entre México y Guatemala, trabajan unas 200 familias de migrantes, la mayoría de centroamericanos, la mayoría guatemaltecas. Aunque también hay salvadoreños, hondureños y unos pocos mexicanos.
Alberto trabaja en el basurero Linda Vista desde hace diez años. Se estancó aquí luego de intentar llegar a los Estados Unidos tres veces.
Alberto proviene de una familia campesina que trabajaba para unos cafetaleros en el área montañosa de la Zona 16 en la Ciudad de Guatemala, una zona de familias pudientes, epicentro turístico adornado por sitios como Ciudad Cayalá, una burbuja con aspiraciones arquitectónicas europeas, repleta de comercios, restaurantes y viviendas de lujo. No era el caso de la familia de Alberto. A ellos, con la paga de la finca, el dinero les alcanzaba apenas para la comida y un poco más.
Un día a principios del año 2000, la familia de Alberto vendió las pocas pertenencias que tenían, una refrigeradora, un televisor, y pidieron ayuda a un primo que hacía unos años había emigrado a los Estados Unidos para pagar un coyote. Ese día, Alberto quiso tener una vida diferente, imaginó un futuro entre restaurantes de lujo y rascacielos como los que había visto en las películas. Quiso negarse a la vida a la que estaba condenado y echó a volar.
–Pagué un coyote que me cobró $6,000 dólares y las tres veces me agarró Migración. No me dejaron pasar. La última vez decidí quedarme en Tapachula–, dice ahora mientras afila la punta de un gancho metálico que utiliza para agarrar las botellas plásticas que vienen en los camiones de basura.
Alberto tiene una máscara oscura sobre su rostro. La usa para protegerse del lodo que salpica muchas veces de la basura o cuando se desploma desde los camiones. Los diez años de trabajar en este lugar lo han vuelto muy habilidoso. Detecta, selecciona y recoge con la velocidad de una máquina las botellas plásticas que luego venderá.
Pero los años no solo le han dado experiencia. También compañía. Ahora tiene diez perros que le acompañan. Toribio, Pirata, Princesa, Tais, La Gorda, Coqueta, Pantera… Alberto los nombra uno a uno, mientras les acaricia la cabeza.
Y no solo eso, el basurero le ha dado más. También le dio un hogar. Aquí conoció a la que ahora es su esposa, Rosaura, una guatemalteca de 30 años originaria de Tajumulco, una comunidad del municipio fronterizo de San Marcos.
Rosaura, como muchos de los guatemaltecos que habitan el basurero de Tapachula, es indígena. Ella pertenece a la etnia Mam, al igual que otra veintena de familias de pepenadores que también llegaron del suroeste de Guatemala.
Para los migrantes pepenadores, el basurero no solo es una fuente de empleo o un lugar donde vivir. Algunos incluso han nacido aquí, como Luis Fernando, un pepenador de 19 años cuyos padres son originarios de Guatemala y llegaron a trabajar al basurero hace 20 años. O como Flor y Sureidi, dos hermanas de 20 y 25 años, que nacieron aquí de su madre guatemalteca. El basurero es para muchos su casa.
Y no es metáfora.
La casa de Alberto, por ejemplo, está totalmente construida de cosas que sacó de la basura. Desde las paredes, hechas de carpas que alguien fue a tirar al basurero, la mesa, la ropa que usa él y su familia, las cacerolas, los platos, los cubiertos, hasta los juguetes con los que juegan sus hijos salieron de la basura.
–Y comida también. A veces vienen camiones con comida vencida que todavía aguanta. Y comida hecha también–, dice Alberto, mientras empaca unas tortillas que acaba de encontrar entre la basura.
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Alrededor del basurero Linda Vista en Tapachula se han formado tres comunidades: Linda Vista 1, Linda Vista 2 y La Cuchilla. En ellas habitan cerca de 200 familias, según cuentan los mismos pepenadores.
Según los pepenadores más viejos, a Linda Vista empezaron a llegar migrantes casi tan pronto como se abrió el botadero, a mediados de los años ochenta, hace ya casi 40 años. Al principio se quedaban en sus palapas a dormir entre la basura, y poco a poco se fueron juntando hasta fundar una comunidad en la periferia del terreno del basurero municipal.
Las tres comunidades están abandonadas por el Estado. No cuentan con agua potable y hasta hace apenas cinco años una compañía privada de tendido eléctrico ha llegado a iluminar el lugar. No hay ninguna clínica comunal y lo más parecido a una escuela es un programa de refuerzo escolar que una oenegé estadounidense desarrolla en el lugar.
Todos los que viven en el basurero y en sus alrededores viven de la basura, recogen basura, piensan en la basura como los pescadores en los peces. Como la mayoría de pepenadores son guatemaltecos, son ellos quienes concentran una especie de cuota de poder. Y son ellos quienes se han establecido en la entrada de la comunidad Linda Vista 1, que es por donde entran los camiones llenos de basura hasta llegar al portón principal.
Antes de que los camiones lleguen al basurero donde esperan los pepenadores, los recolectores de la entrada hacen un primer trabajo sobre la basura.
–Le sacan lo más grueso del plástico y ya los mandan con menos material–, se queja Alberto mientras rompe una bolsa con basura en busca de alguna botella plástica.
Los pepenadores como Alberto llenan enormes bolsas de plástico, lata y cobre que luego cambian por una miseria. El kilo de plástico, por ejemplo, lo venden a 3,5 pesos mexicanos, poco más de veinte centavos de dólar estadounidense. Un recolector tiene que juntar al menos 80 kilos al día para sacar 280 pesos o el equivalente a unos 15 dólares.
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Dentro del basurero, los migrantes han construido pequeñas palapas de madera y plástico donde descansan durante el día. En lo alto de una duna, debajo de una palapa, está Daisy una tarde de agosto. Daisy es una mujer joven, delgada y morena que huyó de El Salvador a mediados de 2021.
La historia de Daisy es una historia de violencia. De crueldad. En 2005 se casó con un policía y juntos formaron un hogar en el municipio de Apopa, en el área metropolitana de San Salvador, la capital de El Salvador. Pero Apopa era un municipio controlado por las dos pandillas más grandes y temibles del país: El Barrio 18 y la Mara Salvatrucha 13.
A mediados de 2006, un grupo de pandilleros del Barrio 18 tocó la puerta de la casa de Daisy y su esposo. Les dejaron una advertencia: si él, que era policía, no abandonaba la colonia ese mismo día lo iban a matar. Y el hombre no se fue.
Dos años después de la muerte de su esposo, un pandillero volvió a tocar la puerta de Daisy. Esta vez no traía consigo una amenaza. El pandillero le dijo que le gustaba y que la quería convertir en su pareja. Por miedo a morir, Daisy accedió a las pretensiones del pandillero y se fue a vivir con él y juntos tuvieron dos hijos.
Pero en 2018, una nueva amenaza tocó la puerta de Daisy. Los pandilleros de la MS-13, que controlaban la colonia vecina, habían visto que sus hijos cruzaban las fronteras invisibles cuando iban a estudiar y los amenazaron de muerte. Daisy les suplicó que abandonaran la colonia y se fueran de la ciudad. Incluso les propuso que se fueran para Estados Unidos. Pero sus hijos se negaron y una tarde de agosto de 2018 los desaparecieron.
La amenaza de la MS-13 se extendió a Daisy y le dijeron que si no se iba de su colonia la iban a matar a ella también. La mujer se mudó a una colonia cercana donde vivía su abuela materna. Territorio controlado por la MS-13. Entonces, otra amenaza tocó de nuevo su puerta.
Una tarde, un pandillero de la MS-13 le dijo que no había llegado a matarla. Le explicó que si aceptaba ser su mujer le perdonaría la vida y quizá la de su marido del Barrio 18. Daisy aceptó.
A principios de 2021, luego de casi dos años de ser pareja de su segundo verdugo, Daisy huyó. Vendió algunas cosas que tenía en su casa y pagó boletos de autobús para ella y otro de sus hijos y se fueron a México. Ambos tenían la esperanza de que, una vez ahí, podrían trabajar para ahorrar dinero y llegar a Estados Unidos.
Durante un tiempo vivieron en el centro de Tapachula, Daisy buscó trabajo en un par de restaurantes donde le pagaban una miseria. Hasta que a mediados de ese mismo año una sombra tocó a su puerta. Era su segundo verdugo. El emeese que había llegado para encontrarla.
El pandillero había huido del régimen de excepción, la medida represiva contra las pandillas impulsada por el gobierno del presidente salvadoreño Nayib Bukele. Esa medida ha provocado que, al igual que este, otros pandilleros huyan del país, estableciéndose en el sur y centro de México.
Un par de meses después de llegar, su marido la llevó al basurero Linda Vista donde ahora trabaja junto a otros miembros de su familia.
–Él me pega, me viola, me castiga si intento escapar. Es como vivir encarcelada–, dice Daisy.
Mientras limpia sus lágrimas, dice que alguna vez ha pensado en matarlo mientras duerme. Pero jamás lo hará por miedo a lo que pueda pasar.
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Cuando el sol pega fuerte sobre el basurero y la lluvia ha cesado, entre las dunas de basura se forman remolinos que algunas veces cobran la fuerza suficiente como para arrancar los techos de algunas palapas.
En este lugar, el escenario se repite todos los días: mientras los migrantes recolectan plástico, los zopilotes se comen la carne de pollo que llega podrida en los contenedores o los restos de algún animal muerto que alguien fue a tirar.
Una tarde de agosto, uno de los perros de Alberto se peleaba un pedazo de tripa de un animal con los zopilotes. Las aves de rapiña terminaron ganándole la lucha al can y este se alejó viéndolos con resentimiento mientras masticaba el último pedazo de pellejo que le logró arrancar a sus rivales.
Pero en medio de la podredumbre y los desperdicios, si un golpe de suerte lo permite, los migrantes también encuentran de vez en cuando algo de valor.
–Estas cadenas que tengo son plata pura y todas las he encontrado aquí–, dice Alberto mientras muestra sus seis cadenas colgadas del cuello.
Entre la decenas de camiones que llegan cada día al basurero Linda Vista, algunos han recorrido las calles de colonias adineradas, de muelles con restaurantes de lujo o de haciendas cafetaleras de Tapachula. Porque, aunque no se hable mucho de ello, en este lugar no solo hay migrantes, también hay mucho dinero. Tapachula es, de hecho, la segunda ciudad económicamente más importante del estado de Chiapas, solo después de la capital, Tuxtla Gutiérrez, y es a la vez la más importante del sur del mismo estado, según la Secretaría de Economía de México.
–Bien se nota cuando la basura viene de las casas de los ricos. Traen cajas de leche fina, botellas de licor, a veces hasta teléfonos o bocinas. Yo he encontrado dinero. Una vez me encontré $3,000 pesos–, dice Alberto.
Con la plata y los objetos de valor que se encuentra, sumado a lo que logra sacar de la venta de plástico y cobre, Alberto logró comprar un terreno en la periferia del basurero. Dice que dio por él 80,000 pesos -unos 4,700 dólares- que juntó en todo el tiempo que lleva trabajando aquí. Dice que se los pagó a un mexicano que le dijo ser el dueño de varias manzanas de tierra. Dice que no le dio ninguna escritura.
Al basurero también llegan cosas extrañas. Mientras platica bajo una palapa, un grupo de guatemaltecos, entre ellos Alberto, relatan.
–¿Y qué es lo más extraño que han visto?
–¡Un arma! ¡ahh!! Jajaja, ¡te estoy chingando! –, dice uno de ellos.
–Nombre, ya en serio–, insisto.
–Un bebé, un feto–, responde otro de ellos que parece ser el de mayor.
–¡Jajajaja! –, me río. –¡Quizá un feto de perro! –, les respondo, riéndome, pensando que me adelanté a su chiste.
–No. En serio. Un feto. Un bebé–, responden y luego se quedan en silencio.
Al menos siete pepenadores y el vigilante del lugar aseguran que una tarde, a mediados de 2021, vieron a los perros de Alberto masticando algo extraño y a los zopilotes luchando por robarlo. Era un feto.
–Yo digo que tenía unos cinco meses, ya estaba bien formado–, dice Alberto.
Al basurero llega todo lo que alguien algún día desechó.
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Tapachula ha sido históricamente paso obligatorio para los migrantes centroamericanos que buscan llegar a los Estados Unidos. En gran medida por su ubicación geográfica, pero también por ser la ciudad más desarrollada del sur que cuenta con una serie de servicios legales e ilegales para los migrantes. Desde aquí, por ejemplo, muchos migrantes abordaban el tren Chiapas-Mayab, conocido como “La Bestia” por el ruido que provocaba al llegar a la estación. Aquí también muchos buscan un coyote, como se le llama a los traficantes ilegales de personas por su costumbre de caminar por los desiertos que se encuentran más arriba en la ruta.
Pero desde 2019 por este lugar ya no solo pasan centroamericanos. Ahora por Tapachula también pasan las inmensas oleadas de migrantes de todas partes del mundo. Para mayo de 2023, El Instituto Nacional de Migración informó que solo durante los últimos seis meses emitió 81,245 permisos temporales a personas de 103 países de los cinco continentes del mundo. Muchos de los migrantes que pasan por aquí vienen de Centroamérica, pero también de países alejados de esta región como Kirguistán, Burkina Faso, Djibouti, Estonia, Eritrea, Sri Lanka e Islas Reunión, entre otros.
Pero además de ser un lugar de paso, Tapachula es también una trampa continua. Desde aquí, el gobierno mexicano, a través de agentes del Instituto Nacional de Migración (INM), policías y más recientemente miembros de la Guardia Nacional buscan impedir que los migrantes sigan avanzando. Establecen retenes y deportan a los migrantes que intentan pasar. Por eso muchos toman rutas alternas por montes y montañas para intentar evadir los retenes, exponiéndose a bandas, ladrones y al crimen organizado.
Tapachula es para muchos migrantes un infierno en el camino. Uno donde se ven obligados a permanecer. Y el basurero Linda Vista es el tope de esta ciudad. El anillo más bajo que el infierno Tapachula les puede ofrecer.
En esta ciudad, según los activistas locales, habitan cerca de 40,000 migrantes que permanecen retenidos. Y como las oportunidades son pocas, muchos se ven obligados a buscar trabajos que implican largas jornadas por salarios de hambre, a vivir en los parques, en albergues y hasta a prostituirse.
A muchos migrantes, la trampa se los comió hace años y a muchos no piensa dejarlos ir.
–A mí, mi familia me dice que regrese, que me vaya a mi país. Pero yo no quiero. De aquí gano, como y vivo. ¿Para qué me voy a ir? Uno ya viejo, ¿a qué voy a regresar? –, dice Gladis, una hondureña de 72 años.
Gladis es originaria de San Pedro Sula, en Honduras, y llegó a Tapachula hace 20 años. Llegó a este lugar huyendo de las amenazas de muerte que los pandilleros del Barrio 18 le hicieron luego de negarse a pagar el “impuesto de guerra”, como llaman en Honduras a la extorsión.
–Yo tenía un puesto de tortillas y me empezaron a pedir 3,000 lempiras. ¿Y yo de dónde les iba a pagar? –, dice.
Así que, a principios de 2003, Gladis no pagó. Se negó a ser víctima de las pandillas. De los amos de aquel lugar. Se negó a vivir la vida a la que estaba condenada y echó a volar.
Al llegar a Tapachula, Gladis conoció a un mexicano que ahora es su pareja y él le enseñó a trabajar en el basurero. Desde entonces, y hace casi 20 años, todas las mañanas vienen a este lugar y recogen plástico que luego venden.
–Al menos aquí estoy viva y nadie me molesta. Todos queremos una vida mejor. Yo quise una vida mejor, pero esto es lo que nos tocó–, dice Gladis.
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Al final de una tarde a principios de agosto, Alberto agita su gancho y recoge las botellas que puede, Daisy camina hacia lo alto de una duna, quiere probar suerte y buscar botellas allá donde nadie ve. Desde ahí se despide con una sonrisa. Gladis se refresca debajo de una carpa mientras espera a su esposo para irse a casa.
Un camión de basura retrocede anunciándose con un pitido. Se adentra en las dunas, abre su compuerta y empuja la basura compactada hacia afuera. Frente al camión, los migrantes esperan ansiosos su tesoro, con sus bolsas y sus ganchos en las manos. El enorme animal metálico se vacía sobre los migrantes, que impacientes desmenuzan los desechos buscando algo que les pueda dar de comer. Algo para sobrevivir.
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