Es lo que sucede cuando el político profesional o el funcionario corrupto (desde el policía que abre o cierra la puerta hasta el alcalde, el ministro, el diputado, el magistrado o el gobernante) cree que él es o que en él está la sede del poder, y no en el soberano, el pueblo (como gramscianamente diríamos, ese bloque consciente y social de los oprimidos). El soberano, como decimos y avalamos todos los que creemos en una democracia.
Es lo que sucede cuando creen que su interpretación de su dios los puso allí (por alguna extraña razón que solo su creador puede saber). Debemos recordar que, en la historia religiosa, los gobernantes y el pueblo no siempre estaban del mismo lado (de hecho, raras veces estaban juntos, dicen) y que, al igual que quienes hablaban en nombre de Dios, lo profetas (como conciencia moral) eran perseguidos frecuentemente por los gobernantes corruptos de turno, que decían que aún tenían la representación (cualquier parecido es a propósito).
Entonces, aunque hipotéticamente los gobernantes hubieran sido colocados por Dios, permanentemente se hacían corruptos, traidores o desobedientes, por lo que eran reprendidos por los profetas y removidos por las buenas o por las malas.
Así, el funcionario no es corrupto solo cuando toma del arca llena o cuando le dan y recibe las 30 monedas, sino, fundamentalmente, cuando deja de representar a la comunidad.
Paulo de Tarso es enfático al entender que la ley es injusta cuando mata a un justo, refiriéndose al Jesús histórico. Así, la ley no es criterio de verdad. Es un imperfecto instrumento de humanos. Por lo tanto, la ley tampoco es sagrada.
Aquí se evidencia la ley como mercancía. Parafraseando: «Siendo de naturaleza divina, Dios se aliena (subsume) y se hace humano». Al capital y a su producto, la ley, siendo de naturaleza esclava (humana), ustedes los han hecho su dios.
También es corrupto, como diría el Eclesiástico, «el que paga injusto salario [y] roba vida». Este es el pecado original para Karl Heinrich. ¡Qué pecado puede ser mayor que la explotación del hermano! Al que se le roba sangre se le roba vida.
Por ende, los señorones de la finca van a anunciar que «a los pobres los hace la naturaleza, pero a los ricos los crea Dios».
De ese modo, la explotación también pueden ser salarios abajo de la canasta básica de vida (y, por supuesto, no digamos la plusvalía), una de las fetichizaciones primeras, al igual que creerse representante haciendo su propia voluntad en el campo político delegado.
Seguramente un inquieto pensante me diría que también hay otras formas. Y las hay, como la de los intelectuales que enmascaran, tergiversan y representan al oprimido y víctima, a quien dicen interpretar, como bien nos recuerda G. Spivak al llamarlo violencia epistémica. A esto diremos que, en efecto, es otra forma de fetichizar a ese otro, de querer representarlo sin autorización o convertirlo en objeto de mi estudio.
De igual manera, retornando a la religión, no tendría sentido decir que los gobiernos de la tierra los pone Dios. Por lógica simple, en el relato bíblico, el diablo (diábolos, como divisor) le ofrece a Jesús todos los reinos de la tierra, que no podría ofrecer si no fueran ya todos de él. Esto nos recuerda el relato de que no son puestos por Dios.
Estamos acá donde «el viejo mundo [no] se muere, el nuevo tarda en aparecer y en ese claroscuro surgen los monstruos» (A. Gramsci). Aquí, donde lo que se tiene que morir no se muere y lo que tiene que nacer no nace.
Donde el soberano (como comunidad de habitantes que validan las instituciones como forma de su voluntad y de su mandato para garantizar la vida) lucha hoy por retomar lo público, lo que le pertenece, el soberano vuelve a luchar por asumir su poder en contra de los mercaderes del templo, ladrones reyezuelos y secuestradores de lo que nos es común a nosotros.
Entonces, en dos dimensiones simultáneas, creemos en la necesidad de recuperar (sin pagar rescate) nuestro Estado. Y, al igual que nuestro sabio hermano mayor de Tréveris, respecto a la forma de la representación fetichizada y su forma como ley, decimos:
«Soy ateo de ese su dios».
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