Estamos ante una correlación de fuerzas de larga duración que en la historia reciente implicó la derrota militar del movimiento revolucionario y, posteriormente, de la consulta popular de 1999, en la cual se sometieron las reformas constitucionales devenidas de los acuerdos de paz.
En este momento volvemos a corroborar que la correlación de fuerzas es favorable a la clase social dominante, representada en su partido político matriz, el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (Cacif), que ha resultado ser decisivo. Esta clase social ha tenido la capacidad de gestar una alianza dentro y fuera del Congreso de la República para obstaculizar e impedir que la propuesta de reforma constitucional se abra camino.
En el Congreso, esta alianza articula a los partidos políticos Frente de Convergencia Nacional (FCN-Nación); Partido Patriota (PP, recientemente inhabilitado); Libertad Democrática Renovada (Líder, también inhabilitado); Movimiento Reformador (MR); Compromiso, Renovación y Orden (CREO); Partido de Avanzada Nacional (PAN); Todos; Unión del Cambio Nacional (UCN); y Alianza Ciudadana. Estas representaciones políticas tienen la característica de ser fuerzas conservadoras de derecha, las cuales representan, agregan e intermedian intereses empresariales y mafiosos. Todos, sin excepción, han cerrado filas ante los débiles embates de las fuerzas reformistas y de anticorrupción. Esta alianza, además, es en parte el correlato que se expresa en el Organismo Ejecutivo, el cual, aun con sus profundas debilidades, con sus incapacidades y con las muestras de los vínculos de algunos de sus dirigentes con el crimen y la corrupción, constituye un factor más que es articulado en esta trinca del establishment.
Esta correlación de fuerzas no sería posible sin la hegemonía reproducida por los medios de difusión y comunicación masiva, las Iglesias conservadoras, la mayoría de los partidos políticos, las cámaras empresariales, etc. Esta hegemonía es la combinación de una serie de factores como el clasismo que legitima la explotación, el expolio y la exclusión social; el racismo, que niega toda posibilidad a sujetos que no estén identificados por la blancura de su piel y por su cultura occidental; la ideología anticomunista, que ve en todo aquello que protesta o discrepa del statu quo un sinónimo de insurgencia; el falso paradigma de desarrollo fetichizado en el imperio en decadencia; la democracia como sinónimo de elecciones en las cuales gana el que más paga; el paradigma iusnaturalista y positivista occidental del derecho, que excluye el reconocimiento de sistemas jurídicos que corresponden a otros tipos de paradigmas y que impide cultural e ideológicamente el cambio social en general y las reformas que tiendan a aminorar un milímetro el dominio de la clase dominante y de los poderes fácticos en el país.
En este marco, las fuerzas reformistas, encabezadas por organismos estatales (como el Ministerio Público y el Procurador de los Derechos Humanos) o paraestatales (como la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala —CICIG—) y respaldadas por la Embajada de Estados Unidos, constituyeron un factor insuficiente para lograr este cambio, que (como ya lo hemos planteado) estaba acotado e incluso era conservador si se piensa en las transformaciones profundas que requiere el Estado o en la necesidad de fundar un Estado diferente.
En este sentido, el Gran Consejo Nacional de Autoridades Ancestrales, como estructura de autoridad y de poder procedente de sujetos subordinados y oprimidos que pretendían la reforma constitucional y particularmente el reconocimiento de los sistemas jurídicos de los pueblos indígenas, constituyó un actor importante en este polo reformista. Si se piensa en su pretensión específica, su fuerza también fue insuficiente por su limitada capacidad de dirección política, de alianzas, de organización y de movilización política para enfrentar no solo la estrategia desplegada por el Cacif y el conjunto de las fuerzas conservadoras, sino también para lograr un quiebre en la hegemonía que permitiera gestar una relación de fuerzas favorable a su propósito. Estos serían los factores objetivos y mayores que llevarían a dichas fuerzas a concebir y concretar una salida audaz y digna al retirar el artículo 203 de la discusión política y legislativa y, según su declaración, abrirles paso a las demás reformas en materia de justicia.
Sin duda, habrá que generar las acciones necesarias de sistematización, análisis e interpretación de esta experiencia de lucha por la reforma constitucional. Estas tareas corresponden, obviamente, a todos los actores que se plantearon formularla y apoyarla. También es necesario replantear un conjunto de supuestos que operaron en las fuerzas reformistas o en aquellas otras que, aun cuando se proponen cambios más profundos, consideraron la necesidad de apoyar estas modificaciones constitucionales. Esto será importante para pensar qué, para qué, quiénes y cómo deberá avanzarse para impulsar estrategias coherentes, para quebrar la hegemonía favorable a los poderes reales y, finalmente, para lograr cambios históricos, que son los que el Estado guatemalteco en particular requiere. Es importante aun si las reformas constitucionales que aún sobreviven en el procedimiento legislativo logran abrirse paso, lo cual, reitero, parece poco probable.
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