El retorno a esa democracia formal abrió nuevos espacios. Si bien la mano férrea del Ejército siguió controlando todo –con aparatos clandestinos de seguridad que nunca desaparecieron– se instaló un clima social que permitió algunos mínimos avances. Con la firma de la paz –hoy evidenciada como un acuerdo cupular a espaldas de las necesidades reales de la población– esos espacios se ampliaron algo más.
Pero todos esos mínimos avances sociopolíticos estuvieron siempre bajo la atenta mirada de la derecha más recalcitrante y conservadora, controlados, supervisados asegurando eso que se llamó «gobernabilidad» (eufemismo por decir: «todo bajo control»).
En ese escenario político surgió, hacia el 2015, una fabulosa «cruzada contra la corrupción». Eso siempre fue llamativo, por cuanto Guatemala se caracteriza –como todos los países de Latinoamérica– por una inveterada cultura de corrupción que alcanza todos los niveles. Queda claro ahora que eso fue un mecanismo geoestratégico de Washington, probado en estas tierras para luego iniciar su trabajo de reversión de gobiernos que no le eran muy afines (el PT en Brasil, Cristina Fernández en Argentina). Esa acción trajo como consecuencia una relativa movilización de la sociedad guatemalteca, terminando en una crisis política que finalizó mandando a la cárcel al por entonces binomio presidencial (Pérez Molina/Baldetti). Luego de esa bien manejada crisis (asegurando «gobernabilidad» con la llegada a la presidencia de un candidato idóneo para seguir el guion: Jimmy Morales, supuestamente no tachado de corrupto) la movilización social decreció.
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En realidad, la corrupción fue uno de los elementos siempre denunciados, pero en la protesta social existen otros aspectos más vitales: reivindicaciones campesinas contra las industrias extractivas, reivindicaciones sociales y laborales, lucha contra la exclusión social, contra el patriarcado, contra la discriminación étnica. Ante las investigaciones anticorrupción que siguió adelante la CICIG, la clase política se fue poniendo cada vez más nerviosa, al igual que el alto empresariado cuando se lo rozó (caso Aceros de Guatemala). Pero la Cicig se fue, y la corrupción continuó inalterable. Más aún: lo que continuó inalterable es la diferencia en el acceso a la riqueza (menos del 1% de la población controla el 60% de ella).
Las últimas administraciones profundizaron esa corrupción a niveles inauditos; de ahí que se habla de un «Pacto de Corruptos». Muchos sectores participan de ese festín: grupos empresariales, clase política, crimen organizado. Lo cierto es que cubrieron todos los organismos de Estado, y para las pasadas elecciones pensaban volver a ganar la presidencia. Para sorpresa de todos, quien salió ganador de la contienda electoral fue una fuerza progresista heredera del 2015 que levanta la bandera de la anticorrupción: Movimiento Semilla y sus candidatos Arévalo y Herrera. El Pacto de Corruptos reaccionó inmediatamente, y en estos momentos está teniendo una suerte de golpe de Estado técnico, por medio del cual se intenta desconocer el resultado de las urnas dificultándole la toma de posesión al binomio ganador.
La reacción popular no se hizo esperar, y la población está movilizada en la calle defendiendo el estado de derecho. Curioso es, sin embargo, que sectores del alto empresariado y el gobierno de Estados Unidos apoyan a Semilla, dándole la espalda al contubernio mafioso. En esta coyuntura por supuesto que es indispensable apoyar la democracia actual (tibia, que no representa realmente a las grandes mayorías, y que se levanta sobre la pobreza del 70% del pueblo), sabiendo que es una democracia con cuentagotas. Si el CACIF y la embajada apoyan a Arévalo, hay que tener en cuenta lo que eso podrá significar. De todos modos, es imprescindible evitar la maniobra anticonstitucional del Pacto de Corruptos.
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