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El otro hombre

Juan Pablo Echeverri, Miss Fotojapón, 2000 al presente.
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El otro hombre

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Cuento del escritor mexicano Federico Guzmán Rubio, emparejado con obra del artista colombiano Juan Pablo Echeverri. [Más arte y literatura contemporánea de América Latina en Suelta]

Quizás justo en este preciso momento, un hombre, es decir, otro hombre, digamos, por decir, en Turquía, específicamente en la ciudad de Estambul, en su balcón, desde el que se divisa el Bósforo, piensa que le gustaría ser un hombre, es decir, otro hombre, que en este mismo instante se recarga en el barandal del balcón de su departamento de la ciudad de México, por mencionar un lugar como se podría mencionar cualquier otro, y observa al mismo tiempo dos ciudades, una que no deja de transformarse, y otra que, inexplicablemente, permanece siempre igual. Ese otro hombre soy yo.

Me agrada la idea de ser alguien que otra persona, sin ni siquiera conocerme, sin saber mi nombre ni mi historia, quisiera ser. Ahora bien, si no sabe absolutamente nada de mí, ¿por qué le gustaría ser yo? Precisamente por eso. Porque de esta forma tendría la libertad total de ser quienquiera que deseara ser. Tal vez en Estambul no le quedó más remedio que encargarse de la fábrica de muebles de su padre y nunca se atrevió a decir que no le interesaba ese negocio, que lo que él deseaba era salir de la ciudad y errar por el mundo hasta enamorarse de una mujer, poner un negocio y asentarse en un lugar cualquiera, como, por qué no, la ciudad de México. En cambio, ese hombre imagina que si fuera yo, hubiera hecho de su vida lo que de verdad quería, o más bien, lo que creía que de verdad quería. Ese hombre incluso llega a pensar, a veces, que en realidad soy yo, que un día se decidió a dejar la ciudad de México, que recorrió buena parte del mundo para al final recalar en un lugar como podría haber sido cualquier otro, pero que fue la ciudad de Estambul, donde se enamoró y se las ingenió para poner una pequeña fábrica de muebles.

El hombre, turco al fin y al cabo, lleva la sombra del sol en la piel, tiene las manos de tamaño mediano y las líneas de la palma profundas, como si representaran el destino de varias vidas superpuestas, o de una sola, pero muy honda. Ahora que contempla el estrecho, se pregunta cómo es que sus antepasados decidieron asentarse y fundar una ciudad, y cómo pudieron resistirse a la tentación del Bósforo, que, tras unos cuantos kilómetros, sin importar la dirección en que se navegue, conduce a un mar. Tal vez ahí radica el secreto, en que en ese pequeño descanso del mar que son el Bósforo y su extensión, Estambul, los hombres no se acaban de sentir completamente en tierra, sino que navegan, porque lo hacen, permanente y estáticamente, entre el mar Negro y el mar de Mármara, la antesala del Mediterráneo. No obstante, dicho consuelo no le basta e imagina distancias.

Pienso todo esto desde mi balcón, desde el cual contemplo la ciudad de México, que alguna vez, hasta hace no tanto, a decir verdad, fue un lago. Sin embargo, en pocas partes uno se siente tan alejado del agua, en medio de varias cordilleras, a más de 2000 metros de altitud, en el centro de una ciudad que gusta multiplicarse periódicamente por sí misma hasta alcanzar dimensiones, desde todos puntos de vista, desbordadas. Los habitantes de la ciudad de México también navegan en su lago desecado, y parecen satisfechos por ello, aunque nunca lleguen más allá de los bordes de ese lago que ya no existe.

Por eso de vez en cuando también se me ocurre que yo soy el otro hombre, el que un día se decidió a dejar su ciudad, el que recorrió buena parte del mundo que no es Estambul para acabar, por casualidad o por destino, es lo mismo, en la ciudad de México, donde dirige, con más tranquilidad que ambición, una fábrica de muebles. Ese hombre, yo, pasa las tardes recordando las vistas de Asia y de Europa que contemplaba desde su balcón estambulita. A veces, en los días claros, ve a lo lejos los volcanes blancos que guardan y amenazan la ciudad de México, y otras veces solo ve los mil minaretes, los ferries y el Cuerno de Oro que ha visto todas las tardes desde que dejó esas tierras acuáticas.

También puede ser que ambos regresamos. Aburrimos a los amigos con los relatos, siempre idénticos, de nuestros viajes. Nos esforzamos por describir a una mujer que se quedó en alguna geografía extraña y que ahora buscamos en todos los otros rostros, sin encontrarla. Amenazamos con que un día volveremos a irnos. Afirmamos que, aunque el que parte nunca regresa del todo, siempre, de alguna forma u otra, emprende la vuelta. Aseguramos que lejos, no nos cabe la menor duda, la mujer que perdimos nos espera. Contamos una y otra vez la historia de cuando estuvimos a punto de caer en la tentación del regreso y resistimos. Relatamos cuando en una ciudad de nombre desconocido inventábamos historias para seducir a mujeres tan desesperadas como nosotros. Nos ufanamos, pues, en contar anécdotas ubicadas en territorios exóticos, que, como ya no existen, abundan, pues toda geografía distinta de la nuestra, Estambul, México, posee inevitablemente la marca magnética de lo desconocido.

Veo la ciudad de México, desde este balcón, y no me queda más que aceptar que no tiene nada que ver con la ciudad que dejé hace tantos años. Las calles se convirtieron en avenidas, los viejos negocios de siempre desaparecieron y las casas de dos pisos que se extendían por calles interminables fueron derribadas y, en su lugar, se construyeron edificios feos que, como si no se conformaran con su propia fealdad, limitan el horizonte con sus enormes masas grises. Sin embargo, obstinada, sigue siendo la misma ciudad. Aunque nunca haya partido, esta ciudad ya no es la misma, y si la reconozco y desconozco es porque el simple transcurrir de los días es otra forma, discreta y apacible, simplemente menos extravagante y pretenciosa, de viajar.

La tarde cede y el canto de las mezquitas, el llamado a oración, surge de todas partes, como si se elevara del agua y cayera del cielo. Pero no es suficiente para distraerme; sigo divagando e imaginando todo lo que me hubiera ocurrido si me hubiera atrevido a partir. Me invento mil historias que quizás alguien más, alguien real, haya vivido por mí, sin que ninguno de los dos lo sepamos. Quizás ese hombre, el otro, ya esté de vuelta después de vivir lo que yo solo imagino. De ser así, estoy seguro de que en este momento se encuentra en su balcón, como yo, cotejando la ciudad con sus recuerdos, sorprendido de que aunque nada coincida, la ciudad, su ciudad, por decir alguna, por ejemplo, como podría decir cualquiera, la ciudad de México, sigue siendo la misma, exactamente de la misma forma en que él, aunque es diferente al que se fue, sigue siendo el mismo, y exactamente de la misma forma en que él, allá, es idéntico a mí, aquí, en este balcón frente al Bósforo.

Arte: Juan Pablo Echeverri, Miss Fotojapón, 2000 al presente.
Letras: Federico Guzmán Rubio, "El otro hombre", incluido en Los andantes, Lengua de trapo, 2010.

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