El tiempo detenido en un paisaje en blanco y negro
El tiempo detenido en un paisaje en blanco y negro
Dos días después de la catástrofe del volcán de Fuego, los rescatistas continúan su trabajo en una aldea que perdió su color. El interior de las casas que no están enterradas muestra cómo el tiempo se detuvo. Casi todo quedó en su lugar, cubierto de un manto de cenizas grisáceo.
La aldea de San Miguel Los Lotes perdió su color. Parece una fotografía en blanco y negro de lo que algún día fue un lugar habitable. Ahora es un desierto de ceniza, apagado, triste. Debajo, están todavía los cadáveres de decenas de personas.
La maquinaria fue abriendo paso estos días hasta hacer reaparecer la carretera principal, la Ruta Nacional 14, una calzada de asfalto que ahora simula un camino de terracería más. Unos metros antes, detrás de un cordón rojo, un bombero voluntario da instrucciones a periodistas. “Si quieren entrar, tenemos que ir juntos. No nos separemos por favor. Y no se salgan de los caminamientos”. Comienza el recorrido. Una excursión de 50 personas que pasean por una zona devastada.
Después de las primeras casas, las menos afectadas, permanece intacto un puente del que el día anterior los rescatistas sacaron un cadáver sin pies. Algunos de los que vieron la escena desde abajo, a una distancia prudencial, hoy caminan a pocos metros del guardarrail donde se encontraba el cuerpo.
Un poco más adelante, las casas más cercanas a la carretera aguantan de pie, aún no se sabe cómo. La primera imagen es la de dos vehículos. Ni siquiera se distingue su color. Están casi verticales, incrustados en un montículo de ceniza, cubiertos de polvo. Una grúa arrastra un picop marrón, no se sabe si por el óxido o por la costra de la tierra húmeda, mojada aún por la lluvia de la tarde anterior. Pareciera la escena de un desguace.
En la entrada de una vivienda algunos socorristas levantaron un improvisado puente por el que caminan bomberos, policías, miembros del Ejército, vecinos de la aldea… Es una casa especialmente sencilla. Contrasta con las de block de cemento a sus lados. Piso de tierra, techo de lámina. Y a pesar de su sencillez, no se ve tan perjudicada por la avalancha de ceniza. Sobre la mesa de madera, una canasta con granos de maíz pareciera esperar por alguien que los cocine. En la cocina, tazas perfectamente colocadas, ollas, sartenes. Todo en su lugar.
Al fondo de la casa, la salida es un angosto espacio de un metro cincuenta de altura. Es la puerta al horror.
Del otro lado están las viviendas que quedaron soterradas por la ceniza. Algunas completamente. Otras están cubiertas con una pequeña capa gris. El tiempo parece haberse detenido en ellas. Tres costales de naranjas ennegrecidas aguardan en una esquina a alguien que debió comenzar la venta el lunes, temprano. A unos metros, una hilera de palos de madera grisáceos están listos para calentar una estufa de leña ahora inservible.
En una de las viviendas hay trastes que nadie lavó después del almuerzo. Hay ropa en el tendedero, seca, polvorienta, rígida. La fruta fresca preparada en un canasto para que los niños la comieran está hecha harina. Una bicicleta, completamente pintada de blanco. Un triciclo ahogado en ceniza.
Luego de un pequeño callejón, una casa de block de dos niveles ayuda a entender un poco la situación en la que se encuentran muchas viviendas. Estamos de pie, sobre lo que se supone que antes era una calle. Sin embargo, un letrero de cobre en el que se lee “Apartamento A”, que debería estar encima de la puerta de entrada, se encuentra ahora a poco más de un palmo del suelo. A su lado, las esquinas superiores de la puerta y de una ventana asoman entre la tierra. Estamos en la calle, sí, pero a unos dos metros y medio de altura.
El callejón continúa, alejándose de la carretera principal. Al nivel del piso, un grupo de seis bomberos se turna para agujerear el tejado de una casa. Se mantienen con equilibrio sobre unos listones de madera. El ruido de palas, arados y grandes martillos se escucha con golpes secos sobre un techo de cemento y metal. “Cambio”, grita el superior. Los seis bomberos regresan y unos compañeros toman su lugar. Buscan cadáveres dentro de las casas. Por ahora no han logrado retirar ninguno. La cifra de 70 personas fallecidas lleva inmutable todo el día.
Los cuerpos enterrados
Hace calor. El suelo es ceniza, ceniza y más ceniza. Cada paso hacia arriba, hacia dentro de la aldea, se siente en la suela de los zapatos. Las calienta, las desprende de las botas hasta abrasar los pies de quien camina por la zona. Entender esta sensación, de malestar, de inseguridad y de peligro, es crucial para comprener por qué hoy no se ha rescatado ningún cuerpo de San Miguel Los Lotes.
En la entrada de la aldea, los grupos de rescatistas esperan la orden. Algunos se recuestan en el pasto ceniciento. Comen, beben agua y suero, reponen fuerzas. Cada poco tiempo un grupo de 20 se forma frente al cordón rojo. Hacen un rápido recuento. “¡Uno!, ¡Dos!, ¡Tres!, ¡Cuatro!, ¡Cinco!, ¡Seis!...”. El oficial a cargo pregunta quién necesita lentes, guantes y máscaras. “Con conciencia, que no hay para todos”. Algunos levantan la mano. Otros se quedan callados, con la vista en el suelo. No tienen lentes ni guantes. “Lo siento por los que no, muchá”, termina el oficial.
Al final de la fila está Víctor Álvarez. Lleva ocho años colaborando como bombero voluntario. Víctor trabaja vendiendo periódicos en las calles de Guatemala. Pidió un par de días libres para poder ayudar. Están a punto de salir hacia un área en la que creen que hay al menos diez cadáveres. “Está difícil”, resume Víctor. Hace tres años estuvo en la tragedia del Cambray, el deslizamiento de tierra en Santa Catarina Pinula el que fallecieron más de 260 personas. Él sacó ocho cuerpos con sus manos. Cuando cierra los ojos todavía recuerda sus rostros. “Aquí es más difícil”, repite. La tierra no está húmeda como en el Cambray. Aquí está seca y arde. Bajo la capa superficial llega a los 300 grados centígrados.
Cuando consiguen abrirse paso y entrar en una casa, la situación es peor. En las viviendas, cerradas, herméticas, la temperatura del ambiente puede llegar a los 100 grados centígrados. El día anterior alcanzaban los 120.
Los 20 bomberos aguardan a que baje el grupo anterior. Toman el relevo y avanzan a paso ligero. Los que llegan están destrozados. Sus trajes están teñidos de gris, los rostros desencajados, desesperanzados. Desesperanza. Es la palabra que utiliza Héctor Chacón Cuellas, mayor de los Bomberos Municipales. Chacón lleva 50 de sus 72 años trabajando como bombero. Lleva la delantera de su grupo, y al bajar de la aldea continúa su camino, casi por inercia, hacia el inicio de la Ruta Nacional 14. Una de las personas a su cargo le detiene. “Mayor, por aquí”, le guía a tomar un poco de agua.
“Cada vez hay más desesperanza. Hay mucha tierra. Hay mucha tierra”, dice Chacón, con la mirada perdida. “Cada vez se vuelve más difícil”.
Mynor Ruano, oficial de información de los Bomberos Municipales, ofrece algunas luces acerca de las labores de rescate. Mientras da la información es interrumpido por llamadas, consultas de los demás bomberos y avisos. “El avance está siendo más lento. Ahora se está haciendo un rastreo paralelo para acercarnos a partes más lejanas”, explica.
Ruano completa lo que ya adelantaron los otros bomberos. Que cada vez se vuelve más complicado encontrar cuerpos enteros, como fueron apareciendo a lo largo del domingo y del lunes. Están calcinados, y el calor y la aridez del ambiente solo complican más los trabajos de búsqueda. “Es probable que ahora salgan mutilados”, concluye.
Cerca del listón rojo hay varios hombres que se acercaron con palas, cubiertos únicamente por mascarillas de papel. Esperan pacientemente a que les den permiso para entrar en el terreno. Quieren ayudar. Señalar los lugares en los que estaban sus casas o las casas de sus familiares. Ver si todavía se pueden rescatar los cadáveres.
Un hombre aguarda de pie, acompañado de un amigo que explica su situación. “Buscamos a una cuñada y a una sobrina de él. Solo sabe Dios si siguen ahí”. Una hora más tarde, los bomberos se acercan a los dos jóvenes. Comparten unas palabras, asienten, y los muchachos les acompañan al interior de la aldea.
Las esperanzas de encontrar cuerpos con vida van menguando a cada hora que pasa. De vez en cuando aparecen perros cojeando, gallinas picoteando el suelo, o patos desorientados. Los rescatadores no se explican cómo pueden seguir con vida.
Carretera abajo, en el primer retén, Melisa Mar Charro, brigadier de la Dirección General de Protección y Seguridad Vial (Provial) lleva todo el día dando indicaciones a las personas que se acercan al lugar. “Si quieren entrar pueden hacerlo, pero de una manera ordenada. Tienen que ir al centro de comando”, les explica pacientemente a cada grupo que se presenta con ansias de subir caminando hacia la aldea.
La mayoría solo quieren volver a sus casas, al inicio de San Miguel, para recoger algunos objetos personales. Así lo explican Melvin Montes de Oca, de 24 años y Paola Hernández, de 20, una pareja que vivía con su hija en una casa rentada. “La idea es entrar a sacar algo, por lo menos, para no empezar otra vez de cero. Aquí no podemos seguir viviendo. Es imposible.”, dice Melvin.
Charro explica que este control de las personas que suben y bajan se hace como medida de precaución. Para saber quién entra, a dónde va y cuándo regresa. Sin embargo, a lo largo del día el caos, la tensión y el hastío hacen que hombres y mujeres se internen en el área sin dar sus nombres.
Este descontrol es muestra de los problemas de información. Sergio Cabañas, Secretario Ejecutivo de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred) decía ayer en conferencia de prensa que hay 192 personas desaparecidas. “Ya tenemos los nombres y de qué comunidad eran. Con los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) y una foto aérea estamos haciendo una comparación”, explicó.
Pero hay dos vacíos. Primero, las personas fallecidas que no han sido identificadas. El segundo, las que no han sido reportadas.
La jornada de trabajo cerraba ayer abruptamente con una explosión que suspendió las labores de rescate y obligaba al cierre de la autopista desde Ciudad de Guatemala en dirección a Escuintla.
A las ocho de la tarde, el Instituto Nacional de Sismología, Vulcanología, Meteorología e Hidrología (Insivumeh) emitía un boletín en el que indicaba que el volcán de Fuego había aumentado su actividad y como consecuencia de esto, a las siete y media se había generado un nuevo flujo piroclástico. Por el clima, nublado, no se podía observar bien su desplazamiento, alertaba.
Por ahora tocará esperar a ver si el miércoles se retoman los trabajos. Se cumplirán entonces 72 horas de la tragedia, tiempo límite para tomar una decisión clave: la revisión minuciosa que se ha hecho hasta ahora podría detenerse. La maquinaria pesada entraría entonces para desescombrar la aldea.
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