Las otras muertes de Guatemala en la tempestad de la covid-19
Las otras muertes de Guatemala en la tempestad de la covid-19
En Guatemala, un caótico proceso de contención de la pandemia generó el abandono de pacientes con enfermedades crónicas, a tal punto que solo en la Unidad de Atención al Enfermo Renal Crónico se cuenta 460 «pacientes inhabilitados», a quienes se presume muertos. La pandemia de covid-19 capturó la atención plena del mundo y, en naciones como Guatemala, apartó de la vista otras enfermedades, también de potencial mortal, como la insuficiencia renal y el cáncer.
El gobierno de Guatemala y su manejo de la pandemia funcionaron tan mal durante los últimos 15 meses que provocaron la «desaparición» de centenares de personas que dependían de la atención estatal de salud y a quienes el sistema supone muertas. Solo entre la población de pacientes con enfermedad renal crónica que atendía la Unidad Nacional de Atención al Enfermo Renal Crónico (UNAERC) hubo 460 pacientes que, en medio de las restricciones a la movilidad impuestas por el gobierno, nunca regresaron para recibir el tratamiento que les permitiría expulsar las toxinas de la sangre y, de esa manera, preservar su vida.
Las medidas de contención de la covid-19 incluyeron el cierre de la economía, una cuarentena obligatoria con toque de queda de 10 horas, la prohibición del servicio de transporte público y el cierre de la consulta externa en la red de salud pública. Las últimas tres medidas supusieron un obstáculo difícil de salvar para personas pobres que necesitaban movilizarse a las ciudades para recibir su atención en salud. Y sin tratamiento, una persona con insuficiencia renal es una persona que, salvo un milagro, no seguirá viviendo.
El virtual cierre del sistema de salud por enfermedad suena a ironía, pero en la práctica supone la condena a muerte de una cantidad insospechada de personas. Aparte de pacientes renales, la postergación de diagnósticos de otras enfermedades como el cáncer, e incluso posponer su tratamiento, también cobrará su factura en las tasas de mortalidad. «El aumento lo veremos en dos años», prevé Eduardo Gharzouzi, especialista en atención a pacientes con cáncer.
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A las personas que dejaron de acudir a someterse a hemodiálisis a la UNAERC, el sistema las registra como «pacientes inhabilitados». No están claros los motivos exactos por los que cada una de las 460 personas dejó de llegar a terapia, pero con las restricciones al transporte público, con un toque de queda de 6 de la tarde a 4 de la mañana, y con la prohibición de las consultas externas en los hospitales, muchos de los pacientes crónicos dejaron de ser recibidos y muchos otros simplemente ya no pudieron movilizarse. En el caso de la UNAERC, solo se atiende a personas que llegan referidas de los hospitales de la red nacional, y por eso, aunque ha mantenido abiertas sus puertas, difícilmente iba a recibir pacientes nuevos y difícilmente algunos de sus antiguos pacientes iban a poder resolver los nuevos retos de la movilidad.
Cuando en marzo de 2020, por medio de unas disposiciones presidenciales, el gobierno decidió cerrar las consultas externas de todos los hospitales, no hizo distinción entre el tipo de consulta ni entre el tipo de enfermedad. Fue corte parejo. A la fecha, un año y tres meses después, las consultas externas siguen cerradas, a pesar de que una de las razones para suspenderlas, que era ordenar la lucha contra la covid-19 de tal manera que se atendiera solo en centros predeterminados para mantener libre de contagio la mayor parte de la red hospitalaria, fracasó.
Durante este tiempo no hubo tratamientos ni atención pública para personas con enfermedades renales, con diabetes, con cáncer, con hipertensión. Y en medio del caos, en algunos hospitales y contra la prohibición del gobierno, que parecía ir a la deriva, el personal médico siguió, como pudo, atendiendo a las personas bajo de agua, en consultas clandestinas, bajo la vista gorda de un Ministerio de Salud que dejó morir a sus pacientes, sin siquiera contarlos.
Según las cifras del mismo Ministerio, durante los primeros meses de la pandemia, las detecciones de enfermedades como el cáncer, la diabetes o la insuficiencia renal cayeron en picada. Cómo afectó la falta de terapias a la mortalidad todavía es un dato incierto. El gobierno, lejos de facilitar la información, la esconde, pero, según pronostican especialistas, es cuestión de tiempo para que Guatemala vea un aumento de las muertes por cáncer y otras dolencias, como consecuencia de la falta de acceso a consultas, diagnósticos tardíos o suspensión del tratamiento. Todo, gracias a que el Estado abandonó su deber de prestar atención en salud.
Cerrado por enfermedad
El 13 de marzo de 2020, en Guatemala se hizo público el primer caso de covid-19. En una actividad oficial, Alejandro Giammattei, médico de profesión y que había asumido como presidente apenas dos meses antes, reveló -con nombres y apellidos incluidos- quién había sido el paciente cero de la pandemia en el país.
Tres días después, la Presidencia de la República publicaba en la gaceta oficial, el Diario de Centroamérica, un documento que anunciaba que el Estado guatemalteco iba a dejar en suspenso de forma indefinida uno de los servicios que literalmente son de vida o muerte para las personas. Aquellas «disposiciones presidenciales en caso de calamidad pública y órdenes para el estricto cumplimiento» establecían que «se cierran las consultas externas en los hospitales, exceptuando la atención en casos de emergencia en hospitales, centros de atención médica, laboratorios médicos y veterinarias». El impacto fue tal que, la Institución del Procurador de Derechos Humanos (PDH) ha estimado que, solo en el principal hospital del país, el Roosevelt, las consultas externas se desplomaron y 15 meses después siguen siendo solo una fracción de lo eran antes: pasaron de un promedio de 1,500 diarias antes del cierre, a unas 300 o a lo sumo 400 hoy en día.
Las consultas externas son el contacto de las personas con sus médicos de cabecera y con especialistas. Un servicio ambulatorio, con cita previa, donde llegan para recibir un diagnóstico médico o un tratamiento.
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Zulma Calderón es defensora de Salud de la PDH. A través de los monitoreos que realiza constantemente en hospitales (desde el inicio de la pandemia y desde antes), ha logrado poner cifras a una realidad de la que el gobierno no ha dado muchos datos.
La defensora habla de un rezago en la atención desde el cierre de la consulta externa en marzo de 2021. «Estamos enfrentando una crisis con las mismas herramientas», denuncia. O, como en el caso de pacientes con enfermedades crónicas, en realidad la lucha de hoy es con menos herramientas, puesto que se eliminó la consulta externa.
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Las enfermedades crónicas son afecciones que generalmente padecen personas adultas (aunque también pueden darse en la niñez y en la adolescencia), de larga duración y que suelen progresar lentamente. Muchas pueden controlarse, con medicamentos y tratamientos, sobre todo si se detectan a tiempo, pero, generalmente, no tienen cura.
El cierre de las consultas externas supuso por una parte que a la población guatemalteca se le diagnosticara menos enfermedades crónicas. Al no poder llegar a sus citas a consultar por un dolor, una mancha en la piel, un bulto o simplemente a hacerse un chequeo médico rutinario, el personal médico no pudo detectar estas enfermedades.
Esto implica que cánceres que es posible detectar tempranamente -y en los que la detección temprana a menudo establece la diferencia entre sobrevivir o morir- pudieran avanzar sin conocimiento y sin control alguno; que enfermedades renales siguieran desarrollándose sin que el paciente recibiera terapia; o que haya personas con diabetes que desconozcan su padecimiento y que no se supervisen, lo que puede ocasionar daños irreversibles en órganos como los riñones o los ojos.
Sergio Ralón, jefe de la Clínica de Enfermedades Mamarias y Cáncer de Seno del Hospital General San Juan de Dios, dice que las consecuencias ya pueden verse: «Los casos están llegando más avanzados, como está pasando en todo el mundo, debido a la pandemia. De los casos que detectamos con cáncer de seno este año, el 10 % de estos están más avanzados de lo que mirábamos normalmente”.
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«El retraso en el diagnóstico temprano en el cáncer de seno se traduce en una menor esperanza de vida, un tratamiento más agresivo y una cirugía más grande. Pero lo más grave es que disminuye la expectativa de vida», asegura Ralón.
Muchos pacientes que ya estaban diagnosticados también han sufrido el impacto del cierre de la consulta: se quedaron sin acceso a esas visitas médicas a las que asistían regularmente para hacerse exámenes, mantener vigilancia sobre sus problemas de salud o recibir un tratamiento, que debe darse de manera continuada, respetando dosis y tiempos. Y una persona con insuficiencia renal, con cáncer o con diabetes no puede saltarse un día sin tratamiento. No sin consecuencias.
Los 460 muertos que no se contaron
La UNAERC está situada a solo 550 metros del Palacio Nacional, en la zona 1 de Ciudad de Guatemala. Está dedicada a la atención de pacientes con enfermedad renal que no tienen acceso al seguro social ni recursos para pagarse un tratamiento privado y que son referidos por los hospitales públicos de todo el país.
Las terapias en la UNAERC no se suspendieron durante la pandemia. La Unidad extendió un permiso a los pacientes para que pudieran circular en horas de toque de queda. Pero muchos dejaron de llegar. Algunos, posiblemente, víctimas del efecto dominó del cierre de la economía: quienes dependían de autoemplearse o sobrevivían en el subempleo, de un día para otro vieron desaparecer su fuente de ingresos. Ingresos precarios que no les permitían ahorrar. Y sin ingresos, muchas familias ni siquiera pudieron acceder a la compra de alimentos.
Al inicio de la pandemia, el gobierno decidió suspender el transporte público, en el que se mueven la mayoría de personas que son atendidas en la UNAERC. Así que las que no podían pagarse un taxi o llegar en vehículo privado, no pudieron continuar su tratamiento.
Nicté García es la vocera de la UNAERC. Dice que una de las hipótesis que manejan en la Unidad acerca de por qué dejaron de llegar las personas es, precisamente, que no podían costearse el transporte: «Hay pacientes que ya no vienen porque están muy lejos. Algunos tienen un nivel socioeconómico muy bajo, viven en caseríos y ya no contestan los números que dejan acá».
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Esta teoría la comparte Zulma Calderón, la defensora de Salud de la PDH. Asegura que durante sus monitoreos en la Unidad detectó una cantidad elevada de pacientes que abandonaron sus terapias durante 2020. Confirma que una de las causas fueron las restricciones impuestas por el gobierno de Alejandro Giammattei.
Los problemas con el transporte no solo los tuvieron pacientes renales y tampoco solo personas que viven en la capital de Guatemala. La mayoría de los servicios para enfermos crónicos están centralizados en Ciudad de Guatemala. Muchas personas que viven en departamentos alejados deben movilizarse durante horas para recibir tratamiento.
Nicté García explica que, «a pesar de que hay tres sedes regionales, los tratamientos siguen centralizados por la falta de presupuesto. En los pacientes de hemodiálisis fue en los que se vio la mayor inasistencia».
«Muchos pacientes, especialmente de Huehuetenango (a 230 kilómetros de Ciudad de Guatemala), se vieron en la necesidad de quedarse en la capital al no tener un transporte», dice García. Según explica, el área de trabajo social de la UNAERC les ayudó con los gastos de hospedaje y de alimentación.
Cuando una persona no asiste a la terapia en la UNAERC, el personal le llama por teléfono. Primero al paciente, después a sus familiares. Si no responden, después de varios intentos, se les declara como «pacientes inhabilitados». No se registran como fallecidos porque no tienen la certeza absoluta de que murieron. Pero tampoco muchas dudas.
«Muchos pacientes expresan que ya no quieren seguir su tratamiento. Se les hace firmar una hoja en donde ellos aceptan la responsabilidad de que ya no quieren asistir a la Unidad», detalla García. Estas personas también reciben apoyo sicológico. Es todo un proceso el que tienen que hacer, porque dejar de recibir tratamiento tiene una consecuencia clara. «Significa la muerte», resume la vocera.
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Cuando los riñones dejan de funcionar correctamente se precisa el apoyo de una máquina que filtre la sangre, que realice la hemodiálisis. Este procedimiento se suele realizar tres o cuatro veces por semana. De no hacerse así, las toxinas y los productos de desecho del organismo se acumulan en el cuerpo y pueden causar la muerte.
En otras enfermedades, recibir tratamiento de manera constante también es vital. Cuando no se trata el cáncer, por ejemplo, este puede progresar y los síntomas pueden empeorar o incluso surgir otros nuevos. Y si invade órganos como los intestinos, los pulmones, el cerebro, el hígado o los riñones, interferirá con funciones necesarias para vivir. Según la American Cancer Society, «el cáncer que no es tratado, por lo general causa la muerte».
En el área de cáncer, la atención en Guatemala es muy precaria, muy insuficiente. Eduardo Gharzouzi es director médico y jefe de cirugía oncológica en Integra Cancer Institute, un centro privado especializado en la atención de pacientes con cáncer en Guatemala. Gharzouzi fue director de educación e investigación en el Instituto Nacional de Cancerología (Incan, una institución privada sin fines de lucro) hasta junio de 2018. El especialista se refiere a la precariedad del sistema en la especialidad oncológica. «En Guatemala habrá unos cinco o seis médicos oncológicos fuera de la capital. Casi todo está concentrado aquí. No hay servicios de radioterapia en los departamentos». En el sistema de salud público, el Incan es la única institución que ofrece radioterapias.
Eduardo Gharzouzi explica que se espera que las personas que dejaron de ir a tratamiento oncológico debido a los cierres de consulta externa, eventualmente regresen, pero anticipa que lo harán en etapas más avanzadas de la enfermedad. «La mortalidad por cáncer seguro va aumentar por eso. No es un efecto inmediato, lo veremos en dos años».
Zulma Calderón, de la PDH, hace un balance de la situación en que, por enfrentar una enfermedad, Guatemala abandonó a pacientes con otros padecimientos a quienes, virtualmente, condenó a morir. «Creo que la cantidad exacta de personas que fallecieron por esa desatención no la tendremos, porque son muchas”, dice. «No dio buena atención ni para pacientes con covid-19 ni para pacientes crónicos, porque se tomaron decisiones de forma improvisada».
Víctor Castañeda, médico especialista en enfermedades crónicas, explica que los pacientes con diabetes deben tener una consulta mensual aunque aclara que, desde antes de la pandemia de covid-19, en la sanidad pública se citaba a las personas con mucha menos periodicidad. «La diabetes cuesta controlarla. Los pacientes deben medirse en casa y llegar a los chequeos para que no se descontrole”.
Lo que hace la diabetes es elevar el azúcar en la sangre y, si no se controla, puede generar problemas visuales, causar infecciones en los pies y en la piel (lo que puede significar que se amputen partes de las extremidades) y afectar a los riñones, el corazón, el sistema nervioso o el sistema inmunitario. Según Miguel Ángel Marín, director del Patronato contra la Diabetes, en Guatemala un promedio de 5 mil personas fallecen cada año de esta enfermedad. Las tasas que manejaba el Ministerio de Salud en 2014 eran de 38 fallecidos por cada 100 mil habitantes.
Cuando empezó la pandemia, los pacientes con diabetes perdieron las pocas consultas que tenían en la sanidad pública. Algunos, los que podían costearlo, fueron a consultas privadas. Castañeda asegura que los médicos privados jugaron un papel fundamental durante los primeros nueve meses de la pandemia. «Todo el sistema de salud del país cerró y los privados se encargaron de ver a estos pacientes», dice. Al menos, a los que pudieron costearlo.
Además, muchas personas con enfermedades crónicas prefirieron no ir a establecimientos que seguían ofreciendo tratamiento, como UNAERC o el Incan, por miedo a contagiarse de covid-19. Desde el inicio de la pandemia se estableció que eran pacientes de riesgo y que, por la debilidad de sus sistemas inmunológicos, luchar contra la enfermedad podría ser todavía más complicado para ellos. «A veces interrumpen los tratamientos por miedo, temen llegar», lamenta Isabel Herbruger, directora de la Fundación de Amigos contra el Cáncer (Fundecan).
Los datos disponibles de Guatemala y otros países muestran que la tasa de mortalidad por covid-19 se multiplica hasta por 12 (en el caso guatemalteco) cuando las personas padecen insuficiencia renal.
Según un estudio publicado por la Sociedad Internacional de Nefrología, en Europa se encontró que el 21.2 % de pacientes en diálisis fallecieron después de haberse contagiado de covid-19. En Estados Unidos se documentó una mortalidad del 31 %. Y un informe de los médicos del Departamento de Nefrología y Trasplante Renal del Hospital General San Juan de Dios señaló que, en Guatemala, la mortalidad subió hasta 37.7 %. De acuerdo con los datos del tablero del Ministerio de Salud de Guatemala, la tasa de mortalidad general por covid-19 en el país es del 3.1 %, aunque esta cifra se calcula en función de las personas diagnosticadas y, en Guatemala, el Ministerio ha hecho un promedio de apenas 5,600 pruebas diarias.
El estudio del Hospital General San Juan de Dios se realizó a partir de 151 pacientes adultos con enfermedad renal crónica que asistieron al centro de atención permanente de enfermedades respiratorias entre el 15 de julio y el 31 de agosto de 2020 y que desarrollaron la covid-19.
El documento señala que el alto porcentaje en Guatemala se podría explicar por las características sociodemográficas de la población y por la baja calidad de la terapia de reemplazo renal (hemodiálisis), que se les da a los pacientes en el sistema de salud pública, ante la saturación de los servicios en la UNAERC.
Karin Slowing Umaña, doctora e investigadora social, considera que el dato de los 460 pacientes con enfermedad renal «inhabilitados» en UNAERC es un indicador de los costos brutales que tuvo la covid-19 sobre las personas con enfermedades crónicas. Considera que para que esto no vuelva a pasar, el Estado debe comprender la salud como un bien público, asignar los recursos suficientes y contratar a gente competente. «Necesitamos una reingeniería total del sistema», resume.
El blindaje que fracasó
El Hospital General San Juan de Dios es uno de los hospitales de referencia en Guatemala. Está ubicado en la capital, pero atiende a pacientes de todo el país.
La emergencia del San Juan de Dios siempre ha estado colapsada. Pacientes en los pasillos, de pie, tirados en el piso, a la espera de una camilla que se desocupe. Sangre en el suelo, médicos y enfermeras corriendo de un lado a otro, desesperados por no poder atender a todas las personas que ingresan.
Por eso, en marzo de 2020, cuando el presidente Alejandro Giammattei anunció el primer caso de covid-19 en Guatemala, el personal de salud de la emergencia del hospital tembló.
Al principio el gobierno parecía tener clara la teoría: aseguró que los hospitales nacionales no atenderían pacientes con covid-19. No querían que se convirtieran en un foco del virus. Con el propósito de mantener a la red pública de salud a salvo de covid-19, Giammattei prometió la creación de un hospital temporal con 3 mil camas que, finalmente, nunca llegaron, y que sería destinado exclusivamente a atender víctimas del nuevo coronavirus.
Cuando el sistema de salud se vio sobrepasado y el hospital temporal levantado en el Parque de la Industria para atender a las personas que desarrollan la enfermedad se saturó, decidieron echar mano de hospitales como el San Juan de Dios. Partieron en dos una emergencia que ya estaba desbordada y esperaron que la situación no se descontrolara.
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Al principio el centro aguantó. “Los toques de queda fueron un respiro para preparar el sistema de salud. Dejaron de llegar heridos de bala o personas accidentadas en moto y permitieron prepararnos”, dice Sergio Ralón, jefe de la clínica de enfermedades mamarias del hospital.
Pero en menos de dos meses, cuando los casos de covid-19 solo aumentaban constantemente, todo se descontroló. Hoy, en la emergencia del hospital se atiende a personas que llegan con heridas de accidentes, con quemaduras, con balazos... También a personas con diabetes que no pudieron controlar una infección. Y a pacientes renales con los riñones colapsados por no recibir diálisis. Y a personas con cáncer que no aguantan el dolor por haber retrasado su tratamiento. A la mayoría los envían de vuelta a casa, con analgésicos, según Napoleón Méndez, jefe de sección de cirugía del departamento de emergencia de adultos en el Hospital San Juan de Dios. «Si estás caminando, si estás hablando, no estás grave», resume Méndez, con impotencia.
En una emergencia saturada, deben priorizar. Los pacientes, dice Méndez, «consiguen su puesto a base de gravedad”. Una persona que llega hoy con cálculos en la vesícula, seguramente no sea atendida. «Hasta que después llega con pancreatitis y ahí quizás sí se le pueda atender, porque ya está grave».
Y una emergencia saturada, en medio de una pandemia, sin apenas medidas sanitarias, con pocos recursos, poco personal y muchos pacientes, se convierte fácilmente en un foco de contagio. «Por cada paciente covid-19, hay al menos ocho contagios. Y todos los días salen positivos dentro del hospital. Gente que llega por otras cosas y ahí se descubre que tiene la enfermedad», señala Méndez.
Karin Slowing subraya que el mal manejo de la pandemia por parte del gobierno y la desatención a las enfermedades crónicas no es algo que haya comenzado el 13 de marzo de 2020. Recuerda que es consecuencia de 30 años de abandono de la red de salud pública.
«El sistema de salud antes de los noventa era débil, insuficiente, lento y burocrático, pero había institucionalidad y usted podía encontrar respuestas, capacidad y recursos mínimos», explica Slowing. «En 2013 desmantelan el programa de extensión de cobertura y no hubo sustitución y en 2014 la crisis de medicamentos. Llevamos ocho años de involución en involución. En cada una de estas, el Ministerio de Salud sale más golpeado».
Recuerda que hace tres décadas no había la prevalencia de enfermedades crónicas que hay ahora. «Hay algo que se llama transición epidemiológica, en la cual las enfermedades infecciosas, respiratorias y de desnutrición se fueron haciendo menos relevantes y se hicieron más prevalentes las enfermedades crónicas. Con adultos que viven más y con el cambio de estilo de vida, también se afectaron los cambios alimentarios, y esa es la base de la mayor parte de enfermedades crónicas».
El gran problema, para Slowing, es que los servicios de salud no se hayan adaptado al mismo ritmo de la transición demográfica, alimentaria y epidemiológica. Señala que la vigilancia y el análisis epidemiológico, el sistema de información y la capacidad de manejo de brotes son áreas en las que los gobiernos no han invertido desde hace años.
Estas desatenciones, dice, se reflejan en el manejo de la pandemia. Un sistema frágil se debilita aun más con este tipo de emergencias, más en un país como Guatemala donde «vivimos de urgencia en urgencia».
Sin diagnósticos, sin datos
Joaquín Barnoya, director de investigación y docencia de la Unidad de Cirugía Cardiovascular de Guatemala, advierte que, además de los costos humanos y sociales del descalabro en el área de la salud pública, habrá consecuencias financieras por el abandono de las responsabilidades con la salud de la población. «No podemos olvidar que la gente se sigue enfermando de enfermedades crónicas», señala. «Probablemente se están enfermando más, pero lo vemos menos. Se van a diagnosticar de manera más tardía y van a ser enfermedades más caras de tratar. Es un problema complejo que veremos a largo plazo».
En enfermedades crónicas, el tamizaje y el control es fundamental para el diagnóstico temprano y para que el tratamiento pueda ser exitoso. La primera consecuencia del cierre de consultas externas, a través de las que se realizaban estos controles y estos tamizajes, es una disminución de los diagnósticos. Según Barnoya, hubo un retraso en el diagnóstico temprano y en el seguimiento a pacientes. Los que ya tenían poco acceso a los servicios, ahora tienen menos.
Guillermo Villagrán, médico encargado del área de ginecología oncológica del Hospital Regional de Occidente, en Quetzaltenango, asegura que, cuando cerraron las consultas externas, disminuyó el diagnóstico de pacientes, aunque no tiene datos al respecto.
Barnoya tampoco cuenta con datos de Guatemala, pero asegura que, según el Instituto Nacional de Salud de Estados Unidos, el tamizaje en ese país disminuyó en un 90 %. El especialista da otra cifra a nivel mundial: «Solo las primeras 12 semanas en pandemia se pospusieron alrededor de 2 millones de cirugías electivas de cáncer en todo el mundo».
Isabel Herbruger, directora de la Fundación Amigos contra el Cáncer (Fundecan), secunda esto: «Hemos visto en este año mucha gente que no se revisó». Por eso, asegura, «hubo un incremento alto (que podría ser hasta del 89 %) de pacientes con cáncer de mama que fueron atendidas en el hospital en etapas tardías. Es complicado tratarlas y el porcentaje de mortalidad afectó», añade.
Villagrán, del Hospital Regional de Occidente de Quetzaltenango, no se atreve a hablar de un aumento de mortalidad como consecuencia de que los pacientes no hayan llegado a continuar su tratamiento a ese centro sanitario: «No se supo el efecto, porque no regresaron (al centro médico). En algunas personas el cáncer pudo avanzar o extenderse. No hay estadísticas».
«Este es un país donde hay una ausencia de datos generalizada y ahora se volvió más obvio por la pandemia», señala Barnoya. «El número de pruebas depende de quién las hizo y de si las reportó a tiempo. Además, en Guatemala no hay un registro poblacional de cáncer, diabetes o hipertensión. Podríamos tener datos hospitalarios, con su sesgo, pero debería haber un análisis de impacto en la consulta externa y saber qué controles se están llevando de los pacientes que llegan ahora».
Slowing también asegura que «los registros nacionales de cáncer y otras enfermedades crónicas no existen. Lo único que hace el Ministerio de Salud es medio paliar la situación de la gente. No hacen salud pública, así que al registro no le ponen importancia».
Añade que no hay ningún protocolo, acuerdo o ley que obligue al Ministerio a crear estos registros. Queda a voluntad de la institución: «Lo que lo impide es la miopía, el desinterés y la falta de visión de Estado de la responsabilidad que tiene el Ministerio sobre la situación de la población».
«Pero si usted va al Instituto Guatemalteco del Seguro Social, ellos sí tienen su padrón de enfermos crónicos. En temas de enfermedades crónicas, quienes levantan la agenda son las organizaciones privadas y hay que aceptar esa realidad», se resigna.
La pandemia de covid-19 llegó a Guatemala en medio de la gestión de un gobierno caracterizado por la opacidad, que ha dificultado el acceso de la ciudadanía a datos clave, como las causas de las defunciones.
Para realizar este reportaje solicitamos al Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social estadísticas de diagnósticos y de mortalidad de cáncer, diabetes, enfermedades renales, hipertensión y otros padecimientos crónicos.
En una primera respuesta, el Ministerio negó la información sobre mortalidad. Indicó que estos datos los debía entregar el Instituto Nacional de Estadística (INE), cuyas estadísticas vitales no se mantienen actualizadas. El último dato disponible en la institución es de abril de 2020.
En cuanto a las estadísticas de personas que se enferman, el Ministerio de Salud entregó en un inicio únicamente los datos de 2010 a 2013. Después de que se presentara un recurso de revisión, envió cifras de morbilidad de 2018 a abril de 2021, dejando un vacío de información de 2013 a 2018. Esto dificulta hacer un análisis de las tendencias y entender si las cifras a partir del inicio de la pandemia son muy diferentes a las de años anteriores.
A partir de marzo de 2020, cuando se establecieron las restricciones en Guatemala y se cerraron las consultas externas en los hospitales públicos, hubo una disminución en los diagnósticos de cáncer.
Mientras que en 2018 y 2019 la curva de diagnósticos se mantuvo más o menos estable a lo largo del año, en 2020, a nivel nacional y solo en el sector público, de 291 casos detectados en febrero se bajó a 203 en marzo y a 128 en abril. El descenso entre febrero, cuando las consultas externas estaban abiertas, y abril, cuando llevaban un mes cerradas, es del 56 %.
El médico Sergio Ralón achaca la disminución al cierre de las consultas, pero también al mismo temor de la gente: «El miedo a enfermarse es otro factor que ha traído la pandemia, que impide que la gente se diagnostique a tiempo».
Los diagnósticos de diabetes y de enfermedades renales siguieron una dinámica similar. De 13,546 casos de diabetes detectados en febrero de 2020 se pasó a 8,866 en abril (una disminución del 34.5 %). En los siguientes meses, la curva de diagnósticos no varió mucho: se mantuvo bastante estable.
El especialista Víctor Castañeda relaciona este descenso en las cifras de diagnósticos de diabetes directamente con el cierre de las consultas externas, aunque asegura que en el sector privado también pudo identificar otras causas. «Por lo que he visto en mi consulta, ahora la gente por bioseguridad consulta menos y acude menos a los laboratorios, y la crisis económica también disminuyó sus posibilidades», asegura.
En el caso de enfermedades renales, los diagnósticos siguieron disminuyendo en los siguientes meses: de 470 diagnósticos en febrero se pasó a 338 en marzo, después a 224 en abril. Los picos más bajos de 2020 fueron en junio, con 206 casos y en diciembre, con 202. La disminución de febrero a junio fue del 56 %.
Según datos proporcionados por la UNAERC, en enero de 2020 ingresaron a la unidad 258 pacientes nuevos; en febrero fueron 254 y en marzo 235, mes en el que fueron anunciadas las restricciones. La cifra empezó a disminuir considerablemente en abril cuando solo ingresaron la mitad: 120 pacientes nuevos. Los demás meses, el número de pacientes se mantuvo por debajo del promedio de enero a marzo.
Zulma Calderón, defensora de Salud de la PDH, achaca esta baja al cierre de las consultas externas. «En los hospitales los tienen que examinar, evaluar y después hacerles una nota de referencia para UNAERC, pero todo eso se suspendió», recuerda Calderón.
Además, con las restricciones en el transporte público, «algunos pacientes no podían ir a sus citas porque no tenían para pagar un transporte privado».
Cuando el gobierno empezó a levantar las medidas, el ingreso de nuevos pacientes renales se elevó. En enero de 2021, ingresaron a la UNAERC 245 pacientes referidos de hospitales nacionales, en febrero fueron 239 y en marzo, 272.
«En todo el mundo hubo menos diagnósticos»
Desde el inicio de la pandemia, organismos internacionales como la Organización Mundial de la Salud (OMS) advirtieron que había población que sería especialmente vulnerable a desarrollar la enfermedad covid-19 con síntomas más graves: personas de edad avanzada, con problemas pulmonares, con padecimientos cardíacos, con un sistema inmunológico debilitado y con enfermedades crónicas como la diabetes, el cáncer y la insuficiencia renal o hepática.
El gobierno de Guatemala pareció ser consciente del riesgo en esta población. El 16 de marzo, tres días después de haberse hecho público el primer caso de covid-19, el presidente Alejandro Giammattei aseguró que «tienen mayor riesgo de contraer covid-19 quienes tienen diabetes, enfermedades cardiovasculares o enfermedades respiratorias». Un mes después, el 12 de abril, indicaba que restringía la circulación de personas mayores de 60 años, niños, mujeres embarazadas y de personas con enfermedades crónicas.
Sin embargo, en ese momento, las personas con diabetes, cáncer o enfermedades renales ya llevaban un mes sin poder ir a los hospitales o a los centros de atención a recibir tratamiento. Tampoco podían usar transporte público para desplazarse a la UNAERC o al Incan, donde seguían realizándose terapias.
Las disposiciones presidenciales aprobadas el 16 de marzo impedían a la población de alto riesgo ante la covid-19 asistir a los tratamientos que ayudaban a preservarles la vida. Y los exponía todavía más a contraer una enfermedad respiratoria grave que, con su sistema inmunológico debilitado por los padecimientos ya existentes, quizás no podría combatir.
Francisco Coma, viceministro de Hospitales del Ministerio de Salud, asegura que en noviembre de 2020 hicieron tres intentos para abrir las consultas externas: «Estamos claros de la necesidad de la apertura de las consultas externas para darle seguimiento a los pacientes crónicamente enfermos. Muchos de los hospitales de la red nacional empezaron a hacer aperturas parciales de consultas externas para atender especialidades más complejas, como cardiología», dice Coma.
Pero asegura que por ahora no pueden abrir las consultas completamente y se escuda en la situación de «crecimiento de emergencias atendidas por accidentes, violencia, ingesta de alcohol y otras enfermedades», que, según dice, se suman a la pandemia de covid-19 y están saturando los hospitales.
Coma niega que el cierre de las consultas externas haya afectado a pacientes con enfermedades crónicas. «Se limitó probablemente, pero no se les dejó de atender. Un paciente diabético o hipertenso puede acudir a sus citas para controlar su azúcar o presión arterial», asegura.
Sobre la disminución de diagnósticos, el viceministro confirma que tuvieron que ver con las restricciones de movilidad al inicio de la pandemia: «Se dio en todas partes del mundo», se justifica.
Según el viceministro, están tratando de que los pacientes que se iban a las consultas externas de los hospitales sean atendidos en los Centros de Atención Permanente y Centros de Salud. «Si a un paciente, a criterio del médico, se le encuentra un nuevo hallazgo, se le refiere a un hospital», dice.
La consulta clandestina
Ante un gobierno que no supo dar respuesta a la atención que necesitaban tanto personas que enfermaban de covid-19 como pacientes con enfermedades crónicas, el personal de salud fue el que sostuvo el mástil de un barco a la deriva y el que buscó cómo salvar la vida de sus pacientes.
Zulma Calderón, la defensora de Salud de la PDH, asegura que «las áreas oncológicas son las que más han luchado en el Ministerio de Salud».
Después del cierre de las consultas externas, en hospitales como el San Juan de Dios, en Ciudad de Guatemala, y el Hospital de Occidente, en Quetzaltenango, los médicos de las consultas externas de oncología siguieron atendiendo a sus pacientes de manera clandestina.
Napoleón Méndez, jefe de sección de cirugía de la emergencia del Hospital San Juan de Dios, asegura que la consulta externa de oncología del centro médico «ha seguido abierta y siguen poniendo quimio». «Siguen bajo de agua, porque la orden ministerial dice que no debe abrirse para cubrir los riesgos».
Méndez asegura que las consultas siguieron, porque, como médicos «no sabes si un paciente está grave o no. Necesitas examinarlo. Y tenemos que seguir el principio de servir a la gente. No se puede prescindir de estos servicios a la población».
En el Hospital Regional de Occidente, Guillermo Villagrán confirma que han realizado la misma dinámica. Villagrán explica que la primera decisión que tomaron en el centro, después de que se anunciara el cierre de consultas externas, fue atender a las personas por medio de la emergencia del hospital. «Algunas pacientes, por la gran necesidad que tenían, eran vistas en el área de emergencia de ginecología. Si necesitaban alguna intervención, se ingresaban al área de cirugía», explica.
Añade que, «en teoría, siguen cerradas las consultas externas. Está prohibida la cirugía electiva, pero yo sigo operando”. El personal de comunicación del mismo hospital es el encargado de informar a pacientes y de coordinar las citas para que puedan llegar. «Idealmente (quienes ya terminaron el tratamiento) tienen que tener sus controles cada tres meses. La mayoría continúan su seguimiento», asegura el especialista.
Sergio Ralón, del Hospital San Juan de Dios, aclara: «No tenemos prohibido atender a pacientes crónicos. Cuando una persona llega a urgencia y diagnosticamos el cáncer, para que no se pierda, le dan ingreso por la urgencia, sin esperar consulta externa. Las cirugías por cáncer, heridas de arma de fuego y accidentados son las cirugías que se han mantenido».
Ralón asegura que al inicio de la pandemia recomendaban a las personas con cáncer de mama comenzar con quimioterapia (en lugar de con cirugía, como hacen en algunos casos), «porque no sabíamos nada de operar en una pandemia».
Zulma Calderón asegura que los médicos de otras áreas también intentaron mantener parcialmente abiertas las consultas: «Algunos trabajadores de nefrología de los hospitales hicieron el esfuerzo para seguir atendiendo, pero al inicio, con las restricciones que se impusieron, fue difícil».
Que el personal de salud atienda prácticamente en la clandestinidad, dice Karin Slowing, muestra que «tienen una ética que, afortunadamente, no han perdido». Esta decisión los hace exponerse a riesgos como ser sancionados, pero también les obliga a llevar una carga de trabajo adicional.
Las vacunas que aún no llegan, la atención que empeoró
El Ministerio de Salud comenzó la segunda fase de vacunación establecida en el Plan Nacional de Vacunación contra la covid-19, que comenzó el 4 de mayo.
Esta segunda fase (que contempla en una de sus subfases a personas con enfermedades crónicas, con inmunosupresión y con obesidad) inició con muchos obstáculos. La mala comunicación y la falta de información clara del Ministerio de Salud implicó que, a inicios de mayo, se hicieran largas filas de personas mayores de 70 años que esperaban ser vacunadas en los centros.
Además, el problema con las personas con enfermedades de riesgo es que el registro que habilitó el gobierno tenía únicamente un filtro de edad y no dejó opción para registrar a los pacientes. En mayo, la entonces vocera del Ministerio de Salud, Julia Barreda, decía que la institución todavía evaluaba cómo podrían hacerse estos registros.
A pesar de que desde finales de 2020 se sabía que varias vacunas habían sido aprobadas, un año y tres meses después del inicio de la pandemia, el gobierno de Guatemala no estaba preparado para administrarlas. No estaba listo para resguardar la salud de las personas que, desde marzo de 2020, habían quedado en un segundo plano, a pesar de tener varios factores de riesgo para desarrollar la covid-19 como una enfermedad grave.
A finales de mayo de este año, el Ministerio de Salud indicó que empezarían a vacunar a pacientes con enfermedades crónicas con base en las listas que facilitaran las instituciones que los atienden. Aun así, quedaron varias lagunas: no se especificó qué pasaría con las personas atendidas en clínicas privadas o con las que no estuvieran registradas en ninguna entidad.
«No hay campañas para los grupos vulnerables y seguramente no se van a enterar (de cómo será el proceso de vacunación)», dice Zulma Calderón, defensora de Salud de la PDH.
Según Karin Slowing, las listas de las entidades «están desconectadas y no sabemos si una persona está en varias listas o en una”. «Imagine una persona con enfermedad renal crónica que se atiende en lo privado y llega a UNAERC a decir: Soy enferma renal crónica, usted no me conocía, apúnteme en el listado. No me van a apuntar, porque necesitan diagnosticarme».
El viceministro Francisco Coma asegura que «los pacientes fuera de los listados no se quedarán en el limbo. Estamos viendo cómo facilitarles los requisitos para poder vacunarlos».
Mientras el gobierno todavía dice analizar la mejor manera de registrar a los pacientes con enfermedades crónicas, de comunicarles cómo será el proceso y de administrar sus vacunas, una población a la que se le debió dar prioridad desde el inicio de la pandemia sigue en la incertidumbre.
En la región centroamericana, Guatemala integra, junto a Honduras y Nicaragua, el trío de naciones que más lentamente están vacunando a su población, a un ritmo muy por debajo del grupo de El Salvador, Panamá y Costa Rica. En El Salvador, por ejemplo, para la tercera semana de junio el 16 % de sus habitantes ya había recibido las dos dosis y el 21 % al menos una. Hasta mayo pasado, Guatemala no llegaba ni al 1 % de su población con la vacunación completa.
Además, con un desborde de los casos de covid-19 y la incapacidad del gobierno de frenar una pandemia que hoy está descontrolada, el sistema de salud sigue priorizando a los pacientes que se contagian y dejando en un segundo plano a personas con enfermedades crónicas.
«Actualmente el hospital está al 157 % de ocupación, superando por mucho su capacidad”, asegura Sergio Ralón, del Hospital General San Juan de Dios. «Es difícil, porque el sistema de salud ya era problemático, pero ahora lo es más. Al paso que vamos, con el aumento de los casos, vamos a terminar el año sin poder activar la consulta externa», intuye.
El 10 de junio, Raúl Adolfo Armas, coordinador general de hospitales, envió una circular a los directores de los centros médicos en la que solicitó que se restringieran las cirugías electivas y los ingresos que puedan esperar su atención, como consecuencia del repunte de casos covid-19.
La ocupación en el Hospital San Juan de Dios, de Ciudad de Guatemala, era del 157 % a mediados de junio. El sistema se ve forzado a marginar a personas con padecimientos que sean covid-19, y el 10 de junio la red de hospitales públicos restringió indefinidamente las cirugías electivas.
Sin una atención regular, en el abandono y en medio de una emergencia sanitaria descontrolada, las personas con enfermedades crónicas siguen en riesgo de contagiarse y contraer la covid-19, de desarrollar padecimientos más graves y de seguir engordando las listas de «pacientes inhabilitados»: las listas de pacientes que seguramente murieron ante la desidia del gobierno.
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