Para algunos no se abría desde la década revolucionaria, cuando, en palabras de Cardoza y Aragón, se desmantelaron diez años de primavera democrática en el país de la eterna tiranía. Para otros, desde los años 80, cuando la época provocaba pensar que la transformación social sería por medio de la lucha armada. Y para otros, no pocos, desde los acuerdos de paz, que traían consigo todas las promesas de bienestar general que enarbola la democracia.
Si la prolongación de la lucha contra la...
Para algunos no se abría desde la década revolucionaria, cuando, en palabras de Cardoza y Aragón, se desmantelaron diez años de primavera democrática en el país de la eterna tiranía. Para otros, desde los años 80, cuando la época provocaba pensar que la transformación social sería por medio de la lucha armada. Y para otros, no pocos, desde los acuerdos de paz, que traían consigo todas las promesas de bienestar general que enarbola la democracia.
Si la prolongación de la lucha contra la impunidad no implicara un sismo en el seno del sistema político, no habríamos visto la desesperación de militares y de empresarios por financiar a un outsider en las postrimerías de las elecciones de 2015. No los habríamos visto contemplar los casos Aceros de Guatemala y Cooptación del Estado desde comunicados confusos respecto a su apoyo a la dupla Cicig-MP. Tampoco habríamos visto la furiosa embestida del #PactoDeCorruptos, el cual acoge a diputados de todas las calañas. Nunca habríamos visto al G8 pidiendo «perdón» por financiar ilícitamente a FCN-Nación. Y mucho menos estaríamos viendo a esa misma élite y a su brazo gremial (Cacif) preocupados y dispuestos a recobrar una vieja alianza con los militares y el crimen organizado que ya habían dado por concluida.
Más allá de si Aldana es la estadista y fiel acompañante de la lucha social que necesita la izquierda o la tecnócrata apreciada en los círculos de empresarios y de rotarios que quiere la derecha, la ex fiscal general es la cara institucional que surgió de la interpelación al sistema de impunidad ante la ausencia de líderes sociales que pudieran capitalizar las manifestaciones y ante la incapacidad de la sociedad civil de ampliar la lucha anticorrupción de lo penal a lo social, a los dolores cotidianos de la gente. Ahora surge una nueva oportunidad en un clima determinado por la fricción entre la regresión autoritaria y la estabilidad de fachada. Y quizá sea la última para evitar que se cierre la ventana de oportunidad que se abrió hace cuatro años.
Porque, si Thelma, la de las contradicciones, la que tomó decisiones acertadas cuando el momento histórico se lo requirió, no representara una amenaza para el sistema de los privilegiados (para los «sinvergüenzas», como los llamó Byron, un conductor de Uber), no estaría enfrentando una serie de hostilidades y no tendría poderosos enemigos a su alrededor. Lo anterior, ligado a unas elecciones inéditas, en las cuales los financistas de siempre se han quedado sin tiempo para construir y posicionar sobre la hora a un candidato de su completa simpatía. Ante este panorama surgen preguntas y reflexiones: ¿le entregarán su finiquito?, ¿boicotearán su candidatura?, ¿los viudos de la guerra y del poder retomarán la idea golpista?, ¿o será una muestra de avance institucional el hecho de que se puedan desarrollar elecciones con una candidata con posibilidades de victoria y que a la vez es incómoda para los sectores más reaccionarios y recalcitrantes de Guatemala?
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Ya he manifestado que considero que lo de Thelma Aldana es lo técnico, el conocimiento jurídico, liderar cambios en el sistema de justicia, pero también apuestas arriesgadas, decisiones difíciles y unidad transversal en momentos de crisis. En todo caso, a partir de ahora, la Semilla que aún no termina de germinar tiene un reto de trascendencia histórica: proponer una candidata que no tenga un cheque en blanco, que sea acompañada por profesionales de reconocida trayectoria, por líderes comunitarios, por intelectuales y artistas, por plataformas ciudadanas anticorrupción, por distintas fuerzas democráticas y partidos progresistas; ser un partido miembro de un frente amplio que comience con las tareas fundamentales de saneamiento del Estado y de implementación de reformas estructurales (de las que sí reforman).
Debe, además, saldar una deuda pendiente que demócratas y progresistas tienen con el legado de la muchachada del FUR. Semilla no puede ser la nueva versión de la socialdemocracia de la primera década del siglo XXI, aquella que permitió el saqueo del Estado y terminó votando al lado del pacto de corruptos. Menos mal existen diferencias embrionarias. La peor desilusión de la democracia traía detrás grupos de poder emergentes rapaces y provenía de un sistema de partidos en el que se creaban voluntades por medio del dinero. Semilla y su precandidata traen detrás la inconformidad con el modelo de captura del Estado y la intención genuina de formar una nueva mayoría de lo mejor que queda de nosotros, de los que creemos que habrá futuro.
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