No significa esto que en los últimos años la región no haya experimentado otras crisis. También nos han golpeado huracanes y terremotos que han acarreado altísimos costos humanos y económicos. Pero, a diferencia de estas —y parecido a lo que ocurrió en los años 80—, la crisis actual tiene su origen en la brutal concentración de poder político y económico en un reducido grupo de la población: las élites centroamericanas. Así lo reconoció recientemente en su discurso, antes de dejar Nicaragua, la embajadora estadounidense Laura Dogu: «Con demasiada frecuencia en el pasado, las élites han establecido reglas que ignoran los intereses del resto de la población».
Si bien hay muy poco acceso a información sobre quiénes conforman estas élites y cuál es su riqueza, de acuerdo con los trabajos del Wealth X Report (página 76), una organización dedicada a estudiar las grandes riquezas globales, en América Central existe un grupo de aproximadamente 855 megarricos con fortunas mayores que los 30 millones de dólares. De esos 855, 235 son guatemaltecos, con una riqueza de 28,000 millones de dólares; 205, hondureños, con una riqueza de 27,000 millones; 190, nicaragüenses, con una riqueza de 25,000 millones; 140, salvadoreños, con una riqueza de 20,000 millones, y 85, costarricenses, con una riqueza de 12,000 millones.
En los años recientes, estas élites se han valido de diferentes estrategias para capturar la agenda política de la región. Mientras tanto, en países como El Salvador o Costa Rica, las élites han buscado asegurarse una agenda política amistosa a sus intereses mediante el financiamiento privado de partidos políticos, su participación directa en la política (revolving doors) y la captura de los medios de comunicación. En Guatemala, Honduras y Nicaragua, las élites han buscado ya socavar o deslegitimar los órganos electorales, de control y de justicia, ya apropiarse de ellos. A la vez, han establecido alianzas con el narco o los Ejércitos para mantener seguras su posición y su riqueza. Los casos de Guatemala, Honduras y Nicaragua también demuestran el desdén de estas élites por la democracia. En Guatemala se han unido a la campaña del presidente Jimmy Morales para dañar el trabajo del Ministerio Público y la Cicig. En Honduras, una vez sí y otra vez también han apoyado el fraude electoral para mantener en la presidencia a Juan Orlando Hernández mientras aseguran un ambiente de impunidad y violencia. En Nicaragua son un caso paradigmático. A pesar de la retórica izquierdista del gobierno de Ortega, las élites nicaragüenses se constituyeron en su único interlocutor y mayor aliado. No solo han hecho lobby en Estados Unidos para defender el régimen de Ortega, sino que también han aprovechado sus bancos para movilizar los flujos de dólares de Venezuela y han promovido proyectos de inversión con accesos privilegiados a reformas de tierras y exoneraciones fiscales para aumentar la rentabilidad de sus inversiones. Para las élites centroamericanas, al menos hasta febrero de 2018, la asociación familia Ortega + Gobierno + empresa privada era el modelo.
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Por otro lado, una buena mayoría de estas élites centroamericanas vendieron sus empresas emblema en las últimas décadas. Vendieron los bancos y las cervecerías y se han dedicado a administrar nuevos grupos empresariales, sobre todo en el sector de los servicios (turismo, retail, real estate). Estas nuevas inversiones los han hecho mucho más dependientes del control y el acceso al Estado, pero también ha reducido drásticamente su capacidad de promover nuevas industrias o empleos. Así, en la actualidad, la mayoría de las élites centroamericanas construyen empresas hoy para venderlas mañana.
En este contexto, Carlos Sandoval García ha propuesto que la crisis humanitaria y de violencia en la región requiere un nuevo acuerdo, un Esquipulas III. Pero ¿cómo sumamos fuerzas frente a estos actores poderosos, que con sus acciones y su poder político definen los horizontes de posibilidad de un nuevo acuerdo regional? No hay recetas. Por otra parte, en el contexto actual, las élites centroamericanas no parecen tener aún incentivos para ceder espacios y poder. Sin embargo, algunos pasos ya se han dado y otros podrían darse.
En primer lugar, el rol de Estados Unidos, que es fundamental. El discurso de la embajadora de ese país fue un paso en esa dirección. Sin embargo, ante las principales élites nicaragüenses, la embajadora responsabilizó a estas de la crisis actual en Nicaragua. Además, existe en el Congreso una iniciativa que busca sancionar a empresarios vinculados con casos de corrupción, entre ellos el magnate de los medios Ángel González. La inclusión de estos empresarios a la Ley Magnitsky sentaría un precedente contra la impunidad con la que muchas de las élites empresariales han actuado en la región. La abrumadora llegada de nuevos congresistas del Partido Demócrata podría abrir puertas adicionales para estas y otras sanciones.
En segundo lugar, el rol de las mismas élites empresariales centroamericanas. El caso de Nicaragua debería ser clave para que estas entiendan que su crecimiento económico en el corto plazo no se puede sobreponer a los intereses del resto, mucho menos aún a costa del fortalecimiento democrático. Si bien más migrantes fuera de nuestras fronteras implicarían más flujos de remesas que estas élites podrían aprovechar, la región es una olla de presión que en el mediano o largo plazo podría terminar costándoles también su seguridad y estabilidad social y económica.
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En tercer lugar, es necesario un mayor compromiso de las instituciones regionales e internacionales. La caravana, por las mismas condiciones trágicas de sus integrantes, ha puesto de nuevo a la región en el radar internacional. Esta tragedia ha abierto un espacio para que las instituciones regionales, así como algunos organismos internacionales, busquen apoyar e implementar reformas y procesos de diálogo amplio sobre reformas integrales, incluidas reformas de impuestos que ayuden a equilibrar las condiciones de vida de las mayorías.
En cuarto lugar, un nuevo rol de los medios de comunicación. Los casos de Ángel González en Guatemala y Nicaragua y la compra de medios y periodistas en El Salvador dan cuenta de que la captura de estos medios por parte de las élites centroamericanas ha beneficiado a pocos con dinero público. La corrupción siempre ha tenido dos caras: el político que paga y el empresario que gana con el soborno. En este sentido, hace falta por parte de los medios, sobre todo de los tradicionales, un mea culpa sobre su papel en la reproducción y el mantenimiento de este amplio contexto de desigualdades. En el mediano y largo plazo, la inseguridad y la violencia cobran siempre entre sus primeras víctimas a los periodistas y comunicadores.
Por último, se requiere de un nuevo pacto social con la participación de la ciudadanía, los movimientos sociales, los partidos políticos, los sindicatos, las Iglesias y las universidades. En este nuevo y amplio pacto es necesario un horizonte de acciones, políticas y mecanismos de inclusión y reparto de beneficios. Toca nuevamente dialogar y llamar a la mesa a quiénes piensan diferente.
El futuro de la región depende hoy más que nunca de un acuerdo con las élites. Mañana, también para las élites podría ser muy tarde.
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