Flavio Rojas Lima o el ritual de la resistencia
Flavio Rojas Lima o el ritual de la resistencia
Antropólogo, indigenista, guatemalteco, analiza la pugna por controlar una gran parte del pasado. Allí busca a Guatemala, entre sus actores, los grupos que han dominado la historia y también otros que, subyugados, se han visto obligados a buscar espacios para crear una narrativa propia. Entre lo indígena y lo mestizo, lo rural y lo urbano, justo entre dos culturas, entre el pasado y el presente, el académico halla resistencias culturales, políticas y de fe.
Frente al lugar más sagrado de su casa, un altar llamado Warabaljá, Flavio Rojas Lima (Jalapa, 1932) se sienta a discutir sobre quiénes han sido, y son, los ladinos y los indígenas en Guatemala. Esa dialéctica eterna, dice, entre dominados y dominadores. Hoy ubica esta relación en la disputa por entender el pasado, ante la negación del genocidio: “Guatemala quiso evidenciar una falsa armonía que defiende un sector”.
Con libros y ensayos, como Etnicidad: Teoría y Praxis o Consideraciones generales de la sociedad guatemalteca, este antropólogo afirma que queda una capacidad indígena de recordar el pasado, identificarse con la historia, mantener la organización de los pueblos, a pesar de todo.
Cada vez que el diputado Amílcar Pop dicta una conferencia sobre derecho y justicia indígena, cita el libro de Rojas Lima: “Para entender la autoridad de los pueblos, revisen La Cofradía, reducto cultural indígena”. Rojas Lima define a las cofradías como el espacio para guardar la memoria de los pueblos. La cofradía, una institución que, en principio, fue orquestada desde la Iglesia en la época colonial, con el objetivo de mantener el control social, el dominio, una imposición religiosa en torno a la fe católica. El fin era afectar la estructura social consuetudinaria de los pueblos de Mesoamérica, acabarla. “En realidad se convirtió en el reducto cultural indígena por excelencia”, exclama Rojas Lima.
A lo largo de 50 años como académico, este diálogo permanente entre dominados y dominadores, ha sido la dicotomía que Rojas Lima ha abordado desde distintos ángulos. Una de ellas, al ser director por más 23 años del Seminario de Integración Social Guatemalteca (SISG), una especie de asamblea de antropólogos estadounidenses, que trabajaron, sobre todo, el tema étnico-social-antropológico en Guatemala. Desde las dictaduras militares, tras la presión internacional de crear políticas públicas en torno a los pueblos originarios, el SISG fue un primer intento de abordar el tema indígena como un problema: ladinizarlo. Rojas Lima, defiende, no obstante, que este proyecto se convirtió en un reducto de resistencia académica. Muchos militares, explica, estaban consternados. “Estos pinches académicos escriben de trabajo forzado, de resistencia cultural, de la costumbre y las formas de sobrevivencia de su estructura política, reclamaban. Pudimos trabajar el tema étnico en Guatemala por primera vez, en español”, dice Rojas.
Admite que las críticas al proyecto fueron muchas. “Gobierno y oposición entendieron poco de la lucha académica que se defendió desde el Seminario”, dice este ex viceministro de Cultura del gobierno de Serrano Elías. Y así se acerca a un sector dominante con dudosos planes para construir un país. Y a un sector dominado, en resistencia, que también hay que desmitificar.
En un momento en que el Congreso de Guatemala niega el genocidio, más de 50 magistrados del poder judicial se abstienen de conocer el caso contra Efraín Ríos Montt, y el Ejecutivo mantiene una postura similar ante los delitos del pasado, se puede decir que el Estado –los tres poderes que lo conforman– ha puesto en práctica aquella frase de George Orwell: “Quién controla el pasado controlará el futuro”.
Sin duda estamos en un momento interesante. Pero hay que rebatirlo. El control del pasado, desde toda esta gente en el poder, es más bien algo que no tiene sentido para el futuro. Lo que están controlando es el olvido. El olvido del pasado, la negación de éste. El juego dialéctico de Orwell es atractivo, pero aquí lo que hay que interpretar es hasta qué punto puede servir controlar el pasado si se niega de él. El futuro así no puede pintar nada bien.
Pero por qué negar el pasado. Nuestro pasado, nuestra historia, no es para nada algo, digamos, positivo. Nuestro pasado se reduce a una frase de Cardoza y Aragón: “diez años de primavera democrática, en un país de la eterna dictadura”. Es eso nada más. Antes de la Revolución de 1944 hubo una cadena de dictaduras y, después de ella, otra cadena de dictaduras. Pero claro, hay un interés detrás de todo este entramado, un interés de los sectores dominantes por el pasado. Y suele ser una bandera por algo muy específico. En defensa del estatus quo, el control del pasado cobra importancia cuando no es otra cosa más allá que reivindicar la pasividad, la armonía, la paz de todo lo que ha sucedido. El olvido dice que Guatemala ha sido un país feliz. Una armonía basada en la paz de demasiados cementerios. En la elite guatemalteca, controlar el pasado para controlar el futuro, es igual a mantener ciertas apariencias.
¿Se está dando una lucha por controlar el pasado?
Lo que se ha dado es una lucha a negar, sí, esa falsa armonía que propugnan las elites. En realidad, nunca ha existido esa armonía que tanto defienden. La contradicción en este punto, por otra parte, esa sí que ha existido. Para los sectores de poder es fácil venir y negar el pasado: nunca sintieron la realidad del mismo modo en que sí lo hicieron los dominados, la clase media, los indígenas. Estos sectores afectados por la violencia, con sus desaparecidos, no pueden aceptar esa pasividad, esa falsa armonía. Al menos sin que haya un atisbo de justicia.
¿Los grupos afectados han estado cerca de decir que no hubo tal armonía?
Con un juicio como el de genocidio, sí. Se estuvo a punto de decir que acá nada ha sido tan bonito como lo quieren pintar. Se logró denunciar la existencia de un clima de dominación. Y eso no gustó. No es ese el país que construyeron los abuelos de los poderosos. Aquello bonito, amable, pasivo. No era posible que se intentara cuestionar esa mentira. No cabía en sus recuerdos. Al negar todo, sentencia, pasado, genocidio, se volvió a instaurar aquel otro país que nunca existió. Que existe sólo en la mente de los que ostentan el poder.
¿Qué hubiese sucedido si se pierde ese “control sobre el pasado” al mantener vigente la sentencia por el delito de genocidio (anulada el 20 de mayo de 2013)?
Nada. Si se hubiese mantenido la sentencia, en realidad, no significaría un paso tan decisivo para Guatemala. Quiero decir, no afectaría por completo a la estructura. No le daría una vuelta de 180 grados al sistema. Y ese es un problema. Aunque fue un aviso, una amenaza, algo que denunciaba y ponía en evidencia las contradicciones del pasado. Incomodó. Hoy vivimos las consecuencias de cuestionar el estatus quo, no fue más que confrontar un país con su realidad.
Este sector se incomoda frecuentemente. Por ejemplo, la condena a cadena perpetua del ex director de la Policía Nacional Civil, Erwin Sperisen, como alguien bueno, de la elite, que se encargaba de los malos.
Ciertamente no era para menos, los grupos que olvidan el pasado condenan la sentencia contra Sperisen. ¿Por qué? Porque los pone en evidencia. No únicamente por mostrar la verdadera personalidad de un sector entero, sino que además expone el sistema sociopolítico de Guatemala. Con la objetividad y distancias necesarias que sólo puede darse desde fuera. Donde nuestra “normalidad” resulta repugnante. Uno de los jueces suizos describió la personalidad de este sector a través de la personalidad de Sperisen: egoísta, orgulloso, dominante, insolente, intolerante, ambicioso, y que en la práctica social, todas estas características se traducen en formas concretas como el racismo y la indiferencia.
¿No es esa la misma “personalidad” a la que aspira gran parte de la clase media guatemalteca?
Sucede que se presentan metas falsas a los sectores populares. Hay una propaganda permanente para ser otro. En consecuencia, el pueblo vive en una enajenación que se ha normalizado. El pan y circo mantiene el estatus de las clases altas. Son aspiraciones. Borges decía que el futbol es popular porque la estupidez es popular, y así se han empaquetado las aspiraciones. Si consumís enajenación, la asimilas, aspiras a ser otro, y el resultado se da cuando terminas defendiendo la “personalidad”, la “armonía”, de aquellos que dominan.
En el transmetro, constantemente pasan aquel anuncio donde retan al pasajero a poder soñar. Aparecen las biografías de Eduardo Suger, de Ricardo Castillo Sinibaldi, y preguntan: ¿Si él alcanzó sus sueños, porque tú no?
Es una caricatura. Prácticamente es imposible para los sectores populares alcanzar ese tipo de sueños. Y en la propaganda, obvian un pequeño y mínimo detalle: nadie, apretujado en el interior del transmetro, puede tener las mismas condiciones que esta gente tuvo al nacer y crecer. Son detalles, algo que pasaron por alto, vaya. Pero ese es el paquete, lo mediático, una dosis sin contexto, y sin historia.
¿Estos “paquetes” y “propaganda” de la clase dominante son los que han configurado gran parte de las clases sociales en el país?
Ha sido el discurso de los dominantes para los dominados. Ha sido la dialéctica de este país. El aparente encuentro de muchos desencuentros. Desde la colonia, la independencia. La Revolución, y la Contra Revolución. Etcétera.
Su trabajo como antropólogo, por más de 50 años, se ha enfocado en torno a la cultura indígena, ¿cómo ha quedado este sector dentro de esa “dialéctica” de país?
En resistencia. Negados de la historia y de su historia. Los de arriba dicen, dijeron y dirán que el indio es medio bruto. No es que los sean, se les ha hecho brutos. Pero sobretodo, hay que entender que estas caracterizaciones no son otra cosa que el producto de un miedo real, vistos como una amenaza, como un peligro constante en contra de los dominantes. Ese peligro lo profetizó el cronista Thomas Gage: “La condición de los indios de Guatemala es tan lamentable y digna de lástima, como todos los demás pueblos de América. Se puede decir de ellos lo mismo que el Faraón dijo a sus vasallos en el Éxodo: “es necesario gobernarse sabiamente con ellos, de miedo que no lleguen a multiplicarse, y que cuando llegue alguna guerra no se unan a nuestros enemigos y combatan contra nosotros”. Gage se anticipó. Ese miedo estuvo siempre latente en nuestra historia.
Es por ello que lo indígena surge como “problema”. En los años 20 y 30 la academia, muchos Estados latinoamericanos, hablaban del “problema indígena”. ¿Por qué?
Hay que recordar que eran los inicios de la antropología.No había algo más que explicara la historia desde otros puntos de vista, fuera de la visión homogénea. Las ciencias sociales siempre iban a la saga de la realidad. En esos años era a lo más que se podía aspirar. La situación creó una noción bipolar: mestizos e indígenas. Plantear al indígena como problema significaba un intento por resolver quizá la más grande de las contradicciones de la sociedad. Y entonces, los sectores dominantes, ante la amenaza latente de sublevaciones, se preguntaron: ¿cómo lo resolvemos? ¿Negándolo, ocultándolo, disimulándolo? El acuerdo fue llamarlo problema. Tuvieron esa simpática iniciativa. Y, sí, lo convirtieron en un problema. Dijeron ―justificaron― son subdesarrollados, son atrasados, feos, sucios. Y bajo esas premisas le darían un tratamiento. Pero detrás, de fondo, la elite sabía que era un peligro que debía tratarse pronto. El problema en sí, era mantener todo en calma:“¿cómo hacer para que esto no estalle?”. Era una bomba de tiempo, como bien lo dijo Gage. Desactivarla consistió en plantear que el indígena debía dejar su aislamiento, que el Estado buscaría la mejor manera de integrarlo a la sociedad.
Jorge Ubico negó el problema indígena en Guatemala.
Ubico negó todo. Negó el número, la demografía, alteró estadísticas. Redujo el número de indígenas en todos los documentos oficiales. Dijo “No tenemos problema indígena, no tenemos indígenas”. Fue taparlos con un dedo. No reconocerlos. Durante todos esos años, este sector dejó de existir.
¿La “integración” significaba quitarles su cultura, adaptarlos, el término que se utilizó en Guatemala fue “ladinización”?
El tema indigenista entró con la Revolución. Se creó el Instituto Indigenista Nacional. Se trató de una primera aceptación, desde el Estado, en torno a la presencia de indígenas en Guatemala. Hasta 1944, luego de 400 años de explotación e invisibilización, sucedió. Pero detrás de todo ello había una mentalidad paternalista. Casi radical. Se planteaba la mejor manera de construir una homogeneidad, desde luego, falsa para la sociedad. La base era que los indígenas no habían podido ser asimilados nunca por la cultura mestiza, y por lo tanto había que integrarlos para que formaran parte de ella. La política indigenista significó la inclusión del indio a la nación transformándolo en ciudadano, a costa, no obstante, de que el Estado los obligara a desconocer su cultura, su organización social, su religión, su historia. El indígena ya no sería más un problema y pasaría a ser ladino. De tal cuenta, la intención fue la de crear una historia sin exabruptos. Sin motines, sin rebeliones, sin trabajo forzado, sin impuestos injustos.
Hasta ese momento, 1944, no obstante, los pueblos indígenas habían resistido.
Estaban allí, aún si para el Estado no existían. Hubo modos de permanecer. Utilizaron las herramientas que les daban. Usaron la religión de los conquistadores en contra de los conquistadores. Configuraron su organización social, el arte, la música, lo político, la justicia alrededor de espacios como las cofradías. El ritual sirvió como parte de la resistencia. Allí ocultaron su visión del mundo. Claro, hubo resistencias como motines o rebeliones, pero ninguna fue tan intelectual como las cofradías, el reducto de casi todas las estructuras sociales, jerárquicas y políticas, que podemos ver hoy dentro de los pueblos.
Pareciera que en la actualidad, en algunos lugares, la organización comunitaria se ha articulado más en torno a las alcaldías indígenas que en las cofradías. Hoy, la autoridad, la vara, es un poder más visible en los pueblos indígenas. ¿Es posible explicar por qué?
Lo interesante de las cofradías es que no son exclusivamente religiosas. Contienen múltiples aspectos. En ellas hay todo un universo que va desde lo político a lo sociológico. Estamos hablando de una manera de entender su evolución, a lo largo de cinco siglos, y es natural que algunas veces sobresalga alguno de estos aspectos más que otros. Hoy vemos el aspecto político, de justicia, que sobresale como foco de la organización indígena. En ello, está implícita la organización social y lo simbólico de la cultura, lo ideológico, que prevaleció a través de las cofradías. Alrededor de las cofradías ha girado todo el proceso de elección de cofrades, alcaldes primeros, alguaciles, kamalbé (guías), chuchkajau (principales), y todo el pueblo participaba. Toda esta jerarquía política, esta representatividad, se mantiene viva todavía. Pero, sobre todo, como lo hicieron potentemente las cofradías en distintos momentos históricos de Guatemala, esta cohesión tradicional establece una relación con la sociedad nacional, con el sector ladino etnocéntrico por naturaleza. Es algo que todavía permanece: organizarse para plantar resistencia. La resistencia cultural está allí, radica en esto, ya sea por la vía política como las alcaldías o la social-religiosa como las cofradías. A lo largo de los años, desde la conquista, una ha contenido a la otra.
¿En las cofradías se ocultó la forma política, consuetudinaria, de los pueblos indígenas?
Era una cosa combinada. Había, digamos, alternabilidad entre el poder político y el religioso, y todo giraba en torno a las cofradías. Para ser cofrade, por ejemplo, se debía haber sido autoridad, y para ser autoridad o alcalde se debía haber participado en la cofradía.Para ser principal, el más alto rango dentro del pueblo, necesariamente se debía haber sido parte de la cofradía. Esta forma política-social complementaria ya no es muy usada en la actualidad. Pero en algún momento fue importante. La cofradía sostuvo las jerarquías.
¿Configuró una resistencia cultural ante la Iglesia, ante la Corona?
Sí, esa fue la fuerza política de la cofradía. A costa de todo, mantuvo la organización social. Sobre todo el elemento ideológico, la superestructura, lo simbólico, todo lo que había detrás de la cofradía. No sólo el nombramiento de autoridades, sino toda una resistencia cultural que se sostuvo y sostiene hoy en gran medida en torno a ello. Las autoridades indígenas de los pueblos, con funciones más visibles en la actualidad, en esencia mantienen esta relación íntima con lo simbólico, con las formas, o con los santos de la cofradía y los ancianos. La relación con la Iglesia, desde luego, se mantiene política hasta nuestros días. Es muy interesante. Por lo regular, el día de la fiesta patronal de un pueblo ha sido establecido por la Iglesia Católica. Ese debería ser el día más importante para la Cofradía principal de un pueblo, la que cuida al santo patrono de la comunidad. Pero no sucede así. Es decir, la fiesta en el pueblo se lleva a cabo y todo eso. Pero la fiesta principal de la cofradía, para los indígenas, no lo decreta la Iglesia, sino el calendario prehispánico. La gente consulta a los principales, a los chuchkajaus, y ellos evalúan si la fecha impuesta por la Iglesia es un día que de acuerdo al calendario prehispánico, es en verdad propicio para la celebración. Si no lo es, la fecha se cambia, cinco, seis días después o antes. Las comunidades lo respetan.
No obstante, ante la Iglesia o el Estado, su función fue aparentemente sumisa. Pero, ante el pueblo, las cofradías organizaban la vida, la política, el todo.
Es un reflejo de los elementos contradictorios que se dan en el seno de la cofradía. Para mí, la utilidad en el uso de la cofradía está en eso mismo: un reflejo directo de la vida en sociedad de los pueblos indígenas, como un elemento dual, entre la división que pretendían los dominadores y el intento de cohesión que internamente defendían las comunidades. Así se convierte en un instrumento de lucha y de estancamiento. Se vuelve progresista y reaccionario. Mantiene el status quo pero también choca y rompe con él. En síntesis, se trata de una dinámica dialéctica desde dos elementos: dominados y dominadores. Tal vez ni los partidos políticos, ni ningún otro tipo de organización social, refleja tanto este elemento como la cofradía. Su esencia dialéctica es la pugna entre dos fuerzas, entre la división y la cohesión. Eso es lo interesante de la cofradía. Las antinomias. Las ambivalencias. Es de origen español, pero al mismo tiempo tiene referencias esenciales de lo prehispánico indígena.
¿Por qué fue tan fuerte la introducción de santos católicos en la mitología mesoamericana?
Hay algo que se ha entendido mal. El sincretismo se entiende como una mezcla indisoluble de dos vertientes culturales. Se dice que es la mezcla y cohesión de dos vertientes, contradictorias, que se juntan y dan lugar a una tercera expresión. Lo cierto es que eso no es así en la realidad. El proceso dialectico de dos componentes contrarios, como ocurrió aquí, no encaja dentro de un sincretismo visto desde esta perspectiva. Acá, los pueblos indígenas, agarraron elementos de los invasores, y, ojo, ¡aparentemente! los aceptaron y adaptaron a su cultura. En realidad quedaron en una oposición constante y dinámica. Y ante esa oposición viva, allí estaban los curas jalándose los pelos desesperados, al no saber realmente si los indígenas, ante los altares, adoraban al santo católico impuesto o rendían culto a lo que había debajo de las iglesias. No se sabía entonces, y no se sabe hoy, si los pueblos indígenas utilizan la fe católica para rezar a una divinidad prehispánica o a un santo católico. Lo cierto es que la contradicción, la oposición de elementos, no desaparece, sino que se mantiene. La cultura indígena en Guatemala no ha desaparecido a pesar de cinco siglos de dominación. Sigue allí luego de la invasión, de la Colonia, de la era republicana, de la Reforma Liberal, de la Revolución de Octubre, el Conflicto Armado, la Paz, la mal llamada etapa democrática, y no, no ha desaparecido. Allí está, en resistencia. Late.
¿Fue estrategia exclusivamente de los pueblos indígenas? ¿Cómo funciona lo “dialéctico” en los dominadores?
Lo que pasa con los dominantes, con la iglesia y con el Estado, es que sin sentirlo, también se ven afectados. El amo no siente cuando está siendo influenciado por el esclavo. Ni se da cuenta cuando agarra elementos o costumbres del esclavo. Y el esclavo, desde luego, no puede resistir por completo, absorbe elementos del amo dominante. Desde lo dialéctico, se dice que el amo no sabe que al independizarse del esclavo se independiza él también porque ha sufrido una dominación inconsciente, una influencia. La prueba está en que no puede existir como tal sin su contra parte. El amo se define en contraposición del esclavo, y el esclavo en función y contraste del amo. Cronistas de la época, como Pedro Cortés y Larraz narraban que ellos mismos, como régimen colonial, no podía sobrevivir sin las cofradías. No podían especificar sí eran útiles para la fe, si tenían un aspecto positivo, pero significaba, ajá, control social y dominio, y una entrada económica para la Iglesia.
¿Por qué dejaron que los indígenas integraran cofradías?
Fue poco tiempo en que no hubo cofradías indígenas. Las primeras, claro, fueron de criollos y españoles. Pero después, para dominar más efectivamente, llevaron la cofradía a los pueblos indígenas. La consigna fue: “Si van a adorar a la deidad tal, a su antepasado, mejor que le recen a un santo de los nuestros”. Ese fue el origen de los santos como patrones de los pueblos. Se dispuso llamar a los pueblos con el nombre de estas figuras religiosas. Los indígenas dijeron “ah, muy bien, pero que se conserve parte del nombre con que conocemos a nuestros pueblos”. Además, dijeron, “vamos a mantener nuestra divinidad, nuestra costumbre, nuestros rituales”. Esto último sin decírselo al cura, a nadie, sólo entre ellos. Fue el inicio de este foco de resistencia cultural, con toda la dimensión de la costumbre: se hizo de modo subterráneo.
¿Fueron utilizadas las cofradías como figuras de opresión como las encomiendas, los repartimientos, las reducciones?
La cofradía es un tanto diferente: un espejo de la vida en sociedad. En la cofradía se resaltan algunos aspectos y en las otras figuras de dominación, otros. La cofradía es más multiforme, más versátil. Un caleidoscopio de la realidad. No tanto enfocado al trabajo forzoso, como los repartimientos, sino al ritual, el arte, la música, la religión. La resistencia cultural, no obstante, estuvo presente en todas estas figuras, como un arma efectiva para plantear una identidad de cara a la dominación. En la cofradía, la resistencia fue sutil, aceptar condiciones y subrepticiamente oponerse. En las encomiendas y reducciones, la resistencia fue más directa, se dio con motines.
¿El poder es desde la fiesta y el ritual?
Sí. Eso queda. Es lo ritual de la resistencia. La gente de los pueblos se trasladaba, migraba, iba y venía, y llevaban el sentido comunitario en su consciencia, a través del ritual, o de la fiesta. Regresaban y sabían que su vida se configuraba en torno a la costumbre. El respeto a los viejos, a la cofradía, a la configuración política que sobrevivía. Gran parte de ello, por factores externos, como la migración, se está perdiendo.
¿Se tiene alguna idea de lo que hay oculto debajo de las iglesias y los altares? ¿Acaso son nahuales (guías espirituales) o camaguiles (piedras sagradas)?
La estrategia de los pueblos fue la siguiente, buscar cualquier elemento que representara identidad, cultura, historia, memoria, como fuerza de resistencia, y mantenerla a pesar de la dominación. En los años ochenta tuve acceso a toda la cofradía de San Pedro Jocopilas, a los altares, a las cofradías menores, a la principal… Recuerdo que el día más importante del año, WajxaqibBatz, a la media noche, llegaron varios cofrades importantes de otras regiones. Ellos cargaban algunos envoltorios y los llevaban a la iglesia. Por más que lo intenté, por más que pregunté, nunca pude averiguar qué llevaban, allí, oculto, como parte del ritual de la cofradía. Pero ante la pregunta de ¿qué hay debajo de los altares? Pues cosas realmente muy importantes. Un ejemplo de ello es la forma en que se han encontrado varios códices. El mismo Popol Vuh que encontró Francisco Xímenez estaba enterrado, en la iglesia de Chichicastenango. Debajo de los altares, de las iglesias y conventos, sólo puede haber cosas tan importantes y de similar valor al Popol Vuh. Los códices que destruyó Diego de Landa, por ejemplo, estaban ocultos como camaguiles, en una cueva. Claro, luego Landa se convirtió en uno de los epigrafistas más importantes de la cultura mesoamericana. Lo hizo, quizás, por remordimiento. En fin, los pueblos indígenas buscaron todo lo que tuviera un carácter sagrado, un significado mítico, que pudiera producir un peligro para los dominadores, y fuera usado como una bandera para los dominados, y lo escondieron. ¿Dónde? Pues abajo, en las narices de los curas, en el lugar más sagrado de los dominadores, en los altares de las iglesias. “Allí no van a escarbar estos babosos”. Y quien sabe, si nos ponemos hoy a escarbar debajo de los altares católicos de los pueblos indígenas de Guatemala, quizá no encontremos nada, o sí, el significado de toda una resistencia cultural.
¿Por qué existe una dicotomía entre las iglesias principales y las iglesias de el calvario de cada pueblo?
Es parte de la dualidad, quizás a un nivel más macro: establecer diferencias. La iglesia de los naturales, sucia, derruida, llena de humo; y la iglesia de los ladinos, limpia y bonita. Es el proceso dialéctico en el centro de un pueblo.
Hay algunas similitudes de resistencia entre las cofradías. ¿Hubo un acuerdo entre los pueblos para saber cómo se utilizaría la cofradía a nivel nacional?
Fue casi una necesidad existencial. Una especie de moda si se quiere ver, que se regó por toda Guatemala en función de la sobrevivencia. Surgió del mismo modo que surge una corriente política: espontáneamente. Esa espontaneidad es otra de las cuestiones interesantes de la cofradía. Pareciera que surge de la nada, pero en esencia, detrás de todo, siempre hay una sistematización que toma como eje la cultura, lo político, lo social, lo prehispánico.
¿Cuál fue el comportamiento de los pueblos y sus estructuras políticas consuetudinarias ante coyunturas como la Independencia, la Reforma Liberal, la Revolución de Octubre, la Contrarrevolución, la Firma de la Paz?
Resistir, sobrevivir, con las herramientas que les daban, a pesar del constante control social. Pero bueno, hay épocas interesantes. Quizás el enemigo más fuerte que han tenido las cofradías fue en los años cincuenta, con el arzobispo Mariano Rossell y Arellano, durante la Contrarrevolución. Rossell quería eliminarlas de tajo. En sus argumentos se decía que las cofradías indígenas sólo eran borracheras paganas, tal y cual. Y la Iglesia, bajo su mando, para atacarlas directamente, organizó los grupos de Acción Católica. Se actuó muy agresivamente en contra de las cofradías. Los jóvenes católicos de la ciudad llegaban a los pueblos a difundir la palabra pero peleaban más contra la Cofradía que en contra de los protestantes evangélicos o contra el ateísmo. Se les acusó abiertamente de retrogradas, tradicionales. Peleaban por la forma en que los pueblos indígenas adoraban a las deidades, a sus santos, y no a Jesucristo.
Tal parece que Acción Católica, implementada por Mariano Rosell, en el gobierno de Castillo Armas, era una batalla entre Jesús y los santos costumbristas.
Sí. Además representaba la alianza ideológica entre Iglesia y Estado. Después del periodo de la Conquista, Acción Católica fue tal vez el poder anticofradía más organizado, incluso más que la Revolución Liberal, a pesar de su laicismo. La Reforma Liberal no se planteó la eliminación inmediata de la cofradía, se planteó, sí, la expropiación de las tierras como destrucción económica de los pueblos indígenas. Levantaron la bandera laica del Estado, pero a pesar de ello no atacaron las cofradías, como sí lo haría la Acción Católica en los años cincuenta. Claro, fue a partir de un convenio entre Russell y el gobierno de Castillo Armas. En la Colonia hubo intentos de regulación, de hacer disminuir el número de cofradías, se intentaron eliminar, pero como señalan los cronistas de la época: eran indispensables para el funcionamiento de dominación. Hoy, en la época democrática, la Iglesia todavía se plantea dudas, no saben si las cofradías son paganas, o perjudiciales, o inútiles, porque todavía configuran parte del ritual cristiano alrededor de las iglesias católicas. A pesar de que posiblemente debajo de cada altar de las iglesias católicas de Guatemala exista un símbolo sagrado impropio del cristianismo. Lo que queda en juego es la sostenibilidad ―económica, ideológica, de fe estructural― de la Iglesia. “Si las ofrendas son útiles para que sobreviva el cura... pues allí dejémoslas, que sobrevivan”, parecen decir.
¿Acción Católica representó el racismo estructural del Estado?
Totalmente.
Robert Carmack, antropólogo y mayista, decía: “Los pueblos indígenas hacen lo que quieren con la Iglesia”.
Sí, es parte de las ambivalencias entre dominados y dominadores. Es el reducto de la resistencia cultural indígena.
¿Cuál es la situación de las cofradías hoy?
Hay factores para intentar comprender lo que sucede hoy en las cofradías. Son muchas cosas las que pasan. Son otros tiempos, una resistencia cultural ante muchos flancos. Jóvenes, primero, con otras influencias. La migración ha hecho mella. El crimen organizado influye en la configuración geográfica del país y obliga desplazamientos. El capital transnacional carcome, crea focos de corrupción. Las maquilas…Todos son elementos exógenos que han transformado en los últimos años la resistencia indígena desde las cofradías. Afectan particularmente la dinámica viva de las estructuras, lo simbólico. Lo que se vive en la actualidad es otra reconfiguración y adaptación, pero el ataque es masivo, desde muchas partes.
¿Hay una crisis? ¿El poder político de las cofradías se ha vuelto débil?
No es una debilidad. Es nada más que está vez todos estos factores representan, en conjunto, una fuerza más decidida. El pisto es el motor del desbalance. Es el instrumento de alienación. Dónde se ve brillar el pisto, la resistencia cultural se vulnera. Somos testigos de una nueva relación dialéctica que se está construyendo en contraposición a todos los nuevos frentes. No obstante, la resistencia cultural indígena está en una mayor vulnerabilidad. Queda esperar que siga allí, entre las viejas dinámicas, adoptando algunas nuevas. Es una resistencia difícil de hacer desaparecer. Más bien el proceso se encamina a una evolución. Su visibilidad se ha tornado política, jurídica también.
Retomando los años de gobierno de Castillo Armas: la política indigenista se fortaleció. La “integración” del indígena, para convertirlo en ladino, fue más intensa.
Sí. Convertir al indígena en ladino era una de las ideas que promovían algunos académicos. Entre ellos Richard Adams.
En esos años se creó el Seminario de Integración Social Guatemalteca (SISG). Usted lo dirigió de 1963 a 1985. ¿Qué era este seminario? Se ha criticado que era un programa de “ladinización” orquestado por el Estado.
El seminario fue creado en 1954, con Castillo Armas. Nació por iniciativa de un gringo, Kalman Silvert, que había estudiado el gobierno de la Revolución, la composición del congreso, la primavera democrática. Para hacer su estudio se topó con que no había publicaciones académicas sobre Guatemala. Fue el inicio para recopilar material documental sobre el país, traducido totalmente al castellano. La academia en Guatemala, hay que recordar, no existía. Y como era el tiempo de Castillo Armas, un tipo inculto, militar, mediocre, había un problema: ¿Cómo hacer pasar un proyecto así sin que parezca algo comunista? Silvert, inteligente, planteó que había que buscar a alguien con la personalidad de la elite guatemalteca para generar confianza ante el régimen. Encontraron a Jorge Skinner-Klee, un conservador recalcitrante, pero preparado. Vendió la idea de que un compendio documental daría prestigio en el exterior para el gobierno.
A partir de ahí se dio un proceso interesante. Si bien había académicos como Richard Adams que defendía la aculturalización del indígena, es decir, ladinizarlo, había otros que defendían métodos menos violentos y radicales. Por ejemplo, su primer director fue Jorge Luis Arriola, ministro de Árbenz. Su secretario, el que atendía a los antropólogos, que traducía, era Joaquín Noval, el secretario general de aquel entonces del Partido Guatemalteco del Trabajo. Ambos se colaron, a pesar de la seguridad del régimen. Los militares no entendían la creación del Seminario. En realidad se trató de una lucha revolucionaria, dentro del sistema, para la academia.
No obstante, la Asociación para el Fomento de Estudios Históricos Centroamericanos (AFEHC) ha criticado este seminario como un programa que legitimó las políticas discriminatorias y paternalistas del Estado.
La izquierda criticó el seminario. Se dio sobre todo por la cantidad de antropólogos gringos que empezaron a ser publicados. Fue durante el primer periodo. Acusaban de promover un etnocidio antropológico. De mantener el estatus quo. De desaparecer e integrar a las culturas indígenas. Y promover el imperialismo gringo. En todas esas críticas no cabía entender, por ejemplo, que el director del seminario fuera Jorge Arriola, o que allí trabajaba el secretario de PGT. Ni los militares, ni la izquierda, pudieron entender la lucha que se estaba creando a partir de la antropología. Se decía que el ejército utilizó parte de las publicaciones para emprender ataques sistemáticos en contra de los pueblos indígenas. Lo cierto, lo que se publicaba, era, hasta el momento, el único acercamiento formal, desde Guatemala, para entender la historia de los pueblos. Una historia negada. Los militares no lo entendían, no lo entendieron, y nunca lo pudieron entender. Se trató, en todo caso, del reducto de la antropología para llegar a entender Guatemala.
En el ejército, el seminario empezó a ser incómodo. “Cómo era posible que se hablara de trabajo forzoso, de una cultura diferente, de otras formas de organizar a la sociedad”, decían los militares. Era inconcebible. Empezaron a quitarle los presupuestos. El subsidio. El seminario tuvo que sobrevivir entonces como parte del Ministerio de Educación. Perdió autonomía para sobrevivir, pero ganó en el sentido de eliminar de tajo a gente como Adams y su visión radical integracionista a favor del status quo. Fue cuando entré en 1963. Los militares apenas se dieron cuenta de este cambio. El nombre de “Integración”, como bien han señalado algunos de los antropólogos que participaron, fue desafortunado. Fue sobre todo una lucha desde la academia. Con libros casi subversivos auspiciados por el Estado. Y hubo que esperar, claro, para que algunos lo entendieran. Hoy los libros que publicó el SISG –más de 45- son utilizados para entender muchos fenómenos, lo utilizan los alumnos de antropología, en las tesis, en toda la academia. Hoy, no hay una institución que desde el Estado, haga eso: documentar el pasado.
¿Qué lectura de país hay en el seminario?
Luego de más de 45 libros, luego de diversos cuadernos publicados, con nombres como Robert Carmack, William Sherman, o Karl Sapper, no hubo una lectura tan clara de toda la realidad nacional. Aún falta. La academia apenas iniciaba. Se recurrió a ensayos extranjeros, porque en el principio no había recursos para llenar ese espacio desde lo local. Hay que recordar que se intentaba explicar antropológicamente el país desde lo que había en esa época. Fue lo que se publicó. Pero si preguntas ¿qué país se lee en todas esas publicaciones? Lo que hay es un compendio de contradicciones, de relaciones dialécticas. Una pugna permanente entre sectores distintos, desde lo étnico, y la división de clases. La división y las concurrencias de sociedades que integran un país diverso. Guatemala es el súmmum de las contrapartes, de los desacuerdos. Son babosadas decir, como se intentó reformar el artículo uno de la Constitución, que somos una “nación única”. Guatemala más bien es un montón de naciones indígenas. Cada una en su propia dimensión. Pero no se reconoce. Significó, además, una brecha para la fundación de Facultad de Antropología.
¿En qué momento la palabra “indio” significó algo peyorativo?
Es difícil ubicar una fecha exacta. El término nace después de que Colón dijera que iba a las indias, y llegó, pero a las indias occidentales. Hasta que llegó Américo Vespucio, a ese descubrimiento se le llamó América. Pero antes de eso, imagina a los españoles de elite, encomenderos, terratenientes, que regresaban a España llenos de pisto, les llamaban “los indianos”. En el mero principio había un término peyorativo, por ser los dominados. Se configuró a partir de lo geográfico. Sin embargo, yo veo una reivindicación del pasado al usar el término en la antropología, llamarlo como es, nada de lo que oculta la palabra “indio” ha desaparecido. Por usar un eufemismo no voy a cambiar todo lo que implica: explotación, trabajo forzado, o conquistados, dominados. No usar el término es negar, en cierta medida, todo la vigencia de contenido peyorativo que tuvo durante cinco siglos. Pero hoy es complicado. Yo todavía uso la palabra indio, y que me perdonen si se sienten golpeados por el término, pero lo uso con fines de no negar el pasado. “Pueblos originarios”, “pueblos indígenas”, va, si tan sólo se garantizara que con no llamarles “indios”, se estuviera cambiando la estructura. Al usar el término desde la el sistema de dominación, se convierte en una denuncia. El término indígena o pueblos originarios, también es fuerza, pero no cambio. Ese es el problema. En la academia se utiliza como una cuestión culturalista.
Qué dice al ver a hoy a un kamalbé (guía) vendiendo hamburguesas en un Mcdonalds, o inaugurando una cementera. ¿Qué interés tienen ahora los grupos de poder económico como el CACIF o Fundesa para acercarse a las autoridades indígenas?
En primer lugar es meter una cuña, en el segmento indígena. Romper la unidad. El “problema indígena” no ha desaparecido durante cinco siglos. Fracasó la dominación, la religión, el intento de ladinizarlos. Queda ahora probar una nueva estrategia. Una nueva manera, aunque con la misma falta de visión e inteligencia, de buscar desaparecer el problema indígena. Desde luego no hay que idealizar a los pueblos. También tienen intereses propios, y son profundos. En distintos momentos históricos, los pueblos han jugado con eso: lo político, o lo económico, la guerra, o la negociación. Es en parte lo que podemos interpretar desde la condición de los kamalbé. Por otra parte, algo que llama la atención, es como estos grupos de poder están cooptando a los empresarios indígenas. Como no consiguen acercarse al problema indígena desde el proletariado, con los campesinos, ni con los intelectuales, utilizan otro sector. El paquete de la propaganda funciona siempre con alguien parecido a ellos, dígase, la ambición. “Ah, estos, quieren ser como nosotros”. “Hagamos como si son nuestros aliados”. Pero todo sin llegar al fondo de las cosas. A ver, por ejemplo, me gustaría ver que dejaran a una de las hijas de los indígenas empresarios casarse o enamorarse, o tan siquiera acercarse a uno de sus hijos. Saltan, “son babosadas”, dicen. Les conviene estar cerca pero mantener las distancias. “Bueno”, dice el empresario indígena,“pero podríamos ser socios”. No. Ni mierda. Si acaso lo aceptan como vendedor, pero como socio, no. Hoy la estrategia es la alianza de clase. No se configura desde el racismo, sino que los aspectos culturales justifican las diferencias. El discurso crea enajenación en todos los sectores. Todos somos dominados.
Es decir, el “problema indígena” no ha desaparecido
No. Para la clase dominante no. Por eso todavía buscan integrarlo, ladinizarlo, le dicen que ahora sí, hoy sí, van a ser ciudadanos. Y lo que hacen es borrar su identidad. Es ingenuo pensar que somos una nación única. Eso es lo que quería este gobierno con sus reformas a la constitución: concluir el proyecto integracionista.
¿Por qué no tenemos la madurez suficiente como país para reconocer esta diversidad?
Porque hay un sector, único, hegemónico, que no quiere. No quiere avanzar un poco en el reconocimiento de la realidad social. El problema de la etnicidad está en una crisis entre la teoría y la práctica, y sobre todo en las sociedades colonizadas. Podríamos volver a Gage, y sucedería que la amenaza está vigente, “de miedo que no lleguen a multiplicarse, y que cuando llegue alguna guerra no se unan a nuestros enemigos y combatan contra nosotros”. Mientras tanto la negación del pasado, del presente, configura nuestra sociedad.
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