El 18 de mayo de 2021, mi amiga, a quien llamaré Inés, fue citada por la Fiscalía Liquidadora del MP. Se puso nerviosa de inmediato. Cinco años atrás había presentado una denuncia por acoso sexual en contra de un reconocido catedrático universitario e investigador. Revisó la copia de su primera declaración, reunió las evidencias que tiene y, aunque con dificultad y cierta resistencia (porque ello supone revivir los hechos traumáticos y volver a sentir miedo), acudió a la cita. Iba con la esperanza de novedades en su caso abierto el 31 de octubre de 2016.
Hace cinco años Inés creyó que, después de la plática de su jefa con el agresor en un tono serio y severo, con la supuesta estatura de su responsabilidad institucional y con cierto respeto ganado en el medio, dándose por enterada de la situación y advirtiéndole que sería la última vez que lo hablaban, debía denunciar en el MP.
Pero el agresor volvió a las andadas. El acoso siguió en la casa de mi amiga, por llamadas y mensajitos perturbadores y en el lugar de trabajo. En el libro de registro de la institución quedó constancia del día y la hora de sus visitas. Fue entonces cuando con otra colega testificamos en la Fiscalía de la Mujer del MP para apoyar la denuncia de Inés. Ella solicitó medidas de alejamiento a la Policía Nacional Civil (PNC).
Nuestros testimonios fueron contundentes: declaramos lo que nos constaba y presentamos pruebas. Después, Inés fue evaluada psicológicamente en el Inacif. El informe concluyó que «1) [el examen] revela efectos psicológicos que afectaron su estado de ánimo, los cuales tienen un nexo causal con los hechos, constituyéndose en daño psicológico, [y que] 2) se identifican secuelas que interfieren en su visión de sí misma y de los demás, daño al proyecto de vida, instalándose un riesgo ante el establecimiento de secuelas a largo plazo».
En todo este largo tiempo nuestra amiga ha tenido que enfrentar lo mejor posible las secuelas de la violencia del agresor. Se refugió en mi casa unos días para evitar ser localizada y abordada por él, bloqueó su número de teléfono y pagó por la atención de una psicóloga cada vez que la angustia y el miedo la invadían.
Inés trató por todos los medios de que estos sentimientos no la desconcentraran de su trabajo. Frecuentaba con inseguridad algunos lugares y fue a eventos públicos con miedo, sobre todo a los académicos e institucionales, porque en estos había mayor probabilidad de encontrarse con su agresor. Una vez coincidieron en la mesa de registro de una actividad. Él se hizo notar y después se retiró. Entonces Inés todavía temblaba al toparse con él.
[frasepzp1]
Cinco años más tarde, Inés acudió puntualmente a la citación del MP. No obstante, lejos de recibir novedades del avance del caso, constató que el agresor nunca fue notificado y que este no se enteró de nuestros testimonios. Al fiscal José Antonio Prado Portillo, de la Fiscalía Liquidadora, solo lo movía el interés de que nuestra amiga desistiera de la denuncia.
«Solo queremos saber si usted está anuente a que cerremos el caso», le dijo. Inés, indignada, le preguntó bajo qué argumentos lo pretendían cerrar. Ninguno. El fiscal no pudo explicar las razones, no conocía el caso ni había leído el expediente. Sin embargo, oficiosamente le explicó las razones por las cuales le convenía dar su anuencia: «Usted está bien, ¿o no? Él ya no la ha molestado. Tal vez incluso ya cambió. Pasado un tiempo, la mayoría de las mujeres desisten de la denuncia».
En la cabeza de Inés se arremolinaron la indignación y un sinfín de preguntas que le vomitó al fiscal: «¿Y se ha preguntado usted por qué desisten las mujeres de la denuncia? ¿Por qué la Fiscalía tiene interés en cerrar los casos sin resolverlos? ¿Qué seguimiento se hace de la situación de las mujeres denunciantes? ¿Cómo puede instarme a que desista si usted ni siquiera conoce mi caso, si ni se ha molestado en leer el expediente?». «Probablemente son demasiados —se dijo Inés— y quieren presentar números abultados de casos cerrados. ¡Un índice de mora a la baja en el MP!».
Pues no. Inés, indignada, se armó de valor y se negó a aceptar el cierre de su caso. Le exigió al fiscal que tomara nota y que asentara en su declaración que él, el fiscal José Antonio Prado Portillo, ni siquiera había leído el expediente y que no aceptaba que su denuncia se sumara a la impunidad. No aceptaba convertirse en una mujer violentada más sin justicia.
Como el caso de Inés hay miles, y cada uno representa una herida abierta, una historia de angustia, miedo y peligro para las mujeres agredidas y violentadas.
Al escribir esta historia quiero poner en evidencia una forma más de violencia ejercida en contra de algunas mujeres, y de Inés en concreto. Quiero hacer aún más larga la lista de las formas en que las mujeres somos violentadas y abusadas en las universidades, en la academia y en los espacios profesionales.
[frasepzp2]
Durante años Inés fue auxiliar de Investigación. En varios proyectos donde el agresor fue contratado como consultor y considerado brillante, ella realizó un trabajo metódico y disciplinado, serio y riguroso, de alto valor científico, sin ser justamente reconocido o retribuido por el agresor.
Es más: el agresor le robó a Inés de forma sistemática sus aportes, su trabajo y sus productos intelectuales. Nunca le retribuyó el valor económico ni le dio créditos profesionales en los informes, publicaciones o estudios realizados. Él se llevó las palmas y los reconocimientos, cobró puntual los honorarios y algunas veces le dio migajas a ella. Todo esto puede tipificarse como explotación laboral y robo intelectual.
Este catedrático y reconocido intelectual ha sido contratado muchas veces para realizar consultorías. Los productos fueron firmados por él como único autor y recibió el pago, contante y sonante. Pero, mientras él crecía en su calidad intelectual y de referente en el tema ante las instituciones públicas, los organismos multilaterales y la cooperación internacional, Inés realizaba la mayor parte del trabajo gris, alejada de las luces.
Ella recababa información primaria, sistematizaba, navegaba en Internet para buscar datos secundarios requeridos, daba estructura a los hallazgos y redactaba informes. Si el agresor escribía alguna parte de los documentos, ella lo corregía, le sugería cambios, le decía cómo reordenar el contenido para darles fuerza probatoria a los argumentos y hallazgos, le reestructuraba el trabajo para nutrirlo de lógica y de coherencia.
Ninguno de los estudios e informes presentados a título del investigador y catedrático universitario le fue reconocido a Inés por el medio profesional o académico ni mucho menos remunerado de manera justa.
Así lo expuso Inés en el MP, junto con el delito de acoso sexual, y así lo refrendamos mi colega y yo en la Fiscalía de la Mujer. ¿No debe investigar más esta fiscalía? Si mandó hacer el peritaje psicológico al Inacif y los resultados refrendan el testimonio y la afectación de la víctima, ¿no debería seguir el caso hasta llegar a una sentencia contra el agresor y a una reparación para la víctima? ¿O se trataba de despilfarrar los recursos del Inacif para hacer un examen que, se sabía de antemano, sería desechado o archivado? ¿Bajo qué argumentos o consideraciones la Fiscalía Liquidadora decide cerrar un caso, este caso?
Si bien Inés ha enfrentado sola, con sus medios y recursos (entre los cuales figuramos sus amigas), las secuelas del acoso sexual, de la explotación laboral y del robo intelectual, el MP no tiene argumentos para desestimar la denuncia. Este caso debe ser retomado y se debe seguir el debido proceso. Espero, como reparación a la víctima, que el tipo, el agresor, ese académico y profesional admirado, reconozca en los créditos académicos de los informes hechos, aunque sea a posteriori, la contribución de Inés y le retribuya en su justo valor económico el trabajo práctico e intelectual que ella hizo como contribución a las ciencias sociales.
Más de este autor