La Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) recientemente notificó la sentencia en la que condenó al Estado de Guatemala por incumplir sus obligaciones internacionales de respetar y garantizar el derecho al debido proceso de los ejecutados. Primero, debo aclarar que, independientemente de si se debía aplicar o no la pena de muerte, lo cierto del caso es que el Estado no estaba impedido de utilizarla en aquel momento. La Corte IDH reconoce esto en la sentencia, aunque señala que los Estados pueden ejercitar esa prerrogativa bajo ciertos requisitos.
El tribunal interamericano condenó al Estado de Guatemala porque la defensa técnica de los condenados fue ejercida por estudiantes de derecho, porque hubo diversas diligencias dentro del proceso en las que no había un abogado defensor presente y porque la ejecución fue televisada. Por lo anterior, la corte ordenó el pago de una indemnización a favor de familiares de los ejecutados.
Comprensiblemente, algunas personas mostraron su descontento en contra de la decisión de la corte. «¿Cómo es posible que esta ordene pagarles a violadores asesinos?». Ciertamente es, cuando menos, frustrante el hecho de que el Estado se encuentre en la obligación de indemnizar a los perpetradores de algo tan aborrecible. Me gustaría hacer algunas observaciones para que, quizá, se pueda reconducir la indignación adonde corresponde: a los funcionarios públicos guatemaltecos que permitieron que esto ocurriera.
Las ejecuciones públicas fueron proscritas en la mayor parte del mundo occidental allá por el siglo XIX. Durante la segunda mitad del siglo XX, aquellos Estados que aún permitían la aplicación de la pena de muerte dejaron de hacerlo por medio de fusilamiento. Lo que la Corte IDH analizó es si en 1996 un fusilamiento televisado a plena luz del día era compatible con el derecho internacional. Confío en que no es necesario explicar por qué no se requieren argumentos de una alta complejidad jurídica para concluir que el Estado incumplió normas internacionales. De este modo, el escarnio público debería estar dirigido a los funcionarios públicos que en aquel momento pensaron que era una buena idea replicar prácticas del siglo XIX.
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Por otro lado, la corte también estimó que el Estado de Guatemala incumplió con el artículo 8 del Pacto de San José por las infracciones al debido proceso a las que ya hice referencia. En un caso de alto perfil e impacto social, lo mínimo que la ciudadanía habría de esperar de sus autoridades es que estas dediquen la atención y los recursos necesarios para sustanciar el proceso en observancia de las garantías judiciales mínimas. Una de ellas es que las personas acusadas cuenten al menos con un abogado defensor. Una vez más la interpelación pública debe ir dirigida a los funcionarios encargados del proceso penal que permitieron errores de ese calibre. Se me ocurre, por ejemplo, el procurador general de aquella época.
Por último, como especialista en derecho internacional público, considero obligatorio señalar algunas de las deficiencias en la representación del Estado que ocurrieron durante el proceso internacional. Por ejemplo, se presentó una excepción preliminar totalmente infundada y no se opusieron las defensas adecuadas respecto de la identificación de los posibles beneficiarios de la indemnización. Para plantear esto último era necesaria la simple lectura del reglamento de la Corte IDH.
Es razonable que la sentencia de la corte les cause incomodidad y disgusto a muchas personas. Sin embargo, en lugar de culpar a los derechos humanos por defender a delincuentes, hay que reflexionar y dirigir la vista a quienes merecen en realidad el escarnio público, es decir, a los funcionarios públicos que en 1996 condujeron un caso tan importante para la sociedad guatemalteca cual república bananera. Casi 25 años más tarde, más de lo mismo en instancias internacionales.
Este caso es un ejemplo de los costos asociados a tener un servicio civil débil y no profesional. Ojalá el gobierno entrante decida privilegiar la capacidad de sus cuadros técnicos por encima de los favores y los compadrazgos. Los intereses del país así lo exigen. La memoria de Marisol así lo exige.
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