La agonía de una aldea tragada por el mar
La agonía de una aldea tragada por el mar
A la aldea Cedeño en Honduras se la está comiendo el mar. La agricultura extensiva, la tala irracional de los bosques de manglar y las granjas de camarón, junto al cambio climático, están provocando la migración masiva de sus habitantes. La comunidad se enfrenta a la voracidad de grandes empresas que anteponen el lucro a la sostenibilidad ambiental y a una institucionalidad pública debilitada y cooptada, de la que no obtienen respuestas.
Tegucigalpa no tiene mar. El más cercano es el Pacífico, 165 kilómetros al sur de la capital. Para miles de capitalinos que ansían bañarse en el agua salada y comer mariscos, una de las rutas cortas es Cedeño, una playa de arenas oscuras y champas con comida y hamacas. Pero esa estampa es casi el recuerdo de una comunidad condenada a desaparecer.
María de la Cruz Hernández tiene presente los viejos tiempos. «Tengo 66 años de vivir en las playas de Cedeño, cuando los mariscos y todo era abundante, hoy ya no hay camarones, ni curiles o pescado, ha cambiado bastante», dice esta mujer que sobrevive con la venta de pescado frito a los escasos compradores que acuden al lugar.
«Era muy hermoso y lo visitaba bastante gente. Era una playa preciosa, pero ahora que el mar ha venido se ha ido perdiendo todo Cedeño. Las marejadas nos han sacado de las casas. Yo ya he perdido cuatro casitas, la última me dejó así, sentada en esta silla, sin nada».
Su silla no descansa sobre arena, ni tierra. El suelo es lo que ella denomina «ñanga», lodo del fondo del manglar y del estero. Está sentada en lo que alguna vez fue parte de un manglar. Enfrente, el rumor del mar ahoga su voz.
A su edad, María de la Cruz Hernández no sabe si lo que ocurre en su aldea es algo natural o provocado por el ser humano, de lo único que tiene certeza es que «el mar es seguro que seguirá viniéndose año con año y yo retrocediendo».
Su duda tampoco la aclaran las autoridades consultadas para este reportaje. La documentación oficial atribuye lo que está ocurriendo a Cedeño a varias razones naturales y humanas, pero respecto de estas últimas no señala responsabilidades claras. Quizá porque la reconstrucción de los hechos en la zona apunta a intereses económicos-empresariales y políticos muy fuertes.
German Chirinos sí tiene una opinión y es crítica. Él es el Coordinador General del Movimiento Ambientalista Social del Sur (MASS-Vida), una plataforma de organizaciones ciudadanas que acompaña y fortalece a las comunidades de la región sur de Honduras en la defensa de su territorio y patrimonio.
A Cedeño se la está comiendo el mar. Chirinos identifica causas medioambientales provocadas por la explotación intensiva y extensiva de la zona. Como en muchos otros casos, la riqueza que posee un lugar se convierte en un imán que atrae su propia destrucción.
El dirigente ambientalista es muy severo en su pronóstico. Calcula que en 10 años más se extinguirá Cedeño y afirma que en la actualidad el 50% de la comunidad urbana ha desaparecido.
¿Qué es lo que está desapareciendo?
Cedeño es una de las 21 aldeas del municipio de Marcovia, en el departamento sureño de Choluteca. Tiene unos 3,800 habitantes y una extensión de 27.6 kilómetros cuadrados. Está ubicada a orillas del Golfo de Fonseca, una guarida natural donde el mar Pacífico baña costas de Honduras, El Salvador y Nicaragua.
La pesca y la captura de camarones, que se realiza en la aldea de manera artesanal, ha tenido como hábitat 2,055 hectáreas de área protegida de manglares, ubicados en tres de sus caseríos: 3 de Febrero, José Inés Carranza y Pueblo Nuevo.
Los mangles en Cedeño son receptores de una rica y diversa fauna marina, aérea y terrestre que se traduce en la presencia de garzas, halcones, almejas, camarones, curiles, jaibas, ostiones, ostras, cangrejos, boas, garrobos, lagartos, tortugas, guatusas, coyotes, mapaches y murciélagos, entre muchos otros.
Los bosques de mangle forman parte de un grupo especializado de árboles y arbustos sobre suelos fangosos saturados de agua, que constituyen por si mismos un fenómeno biológico capaz de sobrevivir a las inundaciones, a la salinidad, a los excesos de humedad y a los vientos huracanados.
Los manglares son barreras de protección frente a este tipo de fenómenos, que ocurren cada vez con mayor frecuencia e intensidad. Protegen a las comunidades, al suelo, a la biodiversidad y reducen la vulnerabilidad.
Como parte de un ecosistema diverso y complejo, son un recurso explotado para satisfacer las necesidades básicas de las familias que viven en las zonas costeras, ya sea porque sus raíces atrapan los alimentos marinos que les dan sustento, o porque son un recurso forestal para construir viviendas. Sin embargo, los técnicos consideran que la conversión de las áreas de manglar para otros usos es una de las principales causas de su deterioro y de la pérdida del equilibrio ambiental.
El principal enemigo de estos protectores naturales ha sido el ser humano y la voracidad de grandes empresas que anteponen el lucro a la sostenibilidad ambiental. En el caso de Cedeño y otras aldeas circunvecinas se trata de la cría de camarón, la agricultura extensiva, la explotación maderera, la extracción de sal, el desarrollo urbano, el desarrollo turístico y toda la contaminación que arrastra desde Tegucigalpa el río Choluteca. Sobresale, sin embargo, el establecimiento de las granjas camaroneras como la causa principal de su pérdida durante los últimos 40 años.
El atributo de los manglares como reservorio natural de larvas de camarones fue también su sentencia de muerte. Los capitales trasnacionales, en particular de Estados Unidos, encontraron asocio con empresarios y políticos locales para reorientar la vocación de la tierra y de las aguas, desde 1972.
Entre 1973 y 1991, más de 15,000 hectáreas de manglares fueron convertidas a la acuicultura en la parte hondureña del Golfo de Fonseca. Esa es una de las principales causas de su extinción, según cita una investigación sobre la reforestación de mangle en la zona, elaborada por la ingeniera Sandra Canales, actual jefa de Protección Forestal del Instituto de Conservación Forestal (ICF). Con el bosque vulnerado, diversos fenómenos naturales le han dado el tiro de gracia.
Las comunidades costeras se vieron arrastradas por una ola que no miraban: el apetito mundial por el camarón. Este crustáceo es el cuarto producto de exportación de Honduras; y Taiwán y Japón sus principales consumidores. En 2019 se comercializaron US$ 69.9 millones a ambos países.
Con el auge del negocio, gran parte de los humedales -que debieran ser de propiedad estatal para garantizar su conservación- pasaron a manos privadas, comunitarias o empresariales al servicio de fincas camaroneras, salineras, meloneras y desarrolladores de bienes raíces. No hay un catastro oficial que precise las relaciones de propiedad de este tipo de terrenos.
Lo que sí es visible es que el impacto ecológico de la expansión camaronera afectó rápidamente a pobladores de la zona. Las fincas utilizaron el agua dulce de los humedales para las pilas gigantes donde se crían los camarones de exportación, y a poblaciones como Cedeño les quedó como única alternativa el consumo del agua contaminada y salina.
El coordinador de MASS-Vida subrayó que no solo se trata del camarón. La zona vive una expansión de los monocultivos de melón, sandía, caña de azúcar, ocra y proyectos fotovoltaicos que causan muchos escombros. Por ejemplo, la Secretaría de Recursos Naturales y Ambiente le otorgó a la Azucarera La Grecia «el permiso para el corte de 311 árboles y la empresa, de manera ilegal, cortó casi 10,000. Los daños en este municipio y en la zona costera son enormes», señaló Chirinos.
El poder expansivo de esas industrias sobre los humedales y las riquezas costeras del área es casi indetenible para sus habitantes que, por una parte, se ven obligados a trabajar para ellas y, por la otra, a lidiar con las consecuencias del daño ecológico que provocan.
Cedeño es un punto pequeño en el mapa, pero no un punto perdido. Es un eslabón roto en la cadena de la biodiversidad. Lo que otros han decidido sobre su territorio, marca un antes y un después para sus familias mayoritariamente pescadoras.
Quedarse o migrar
Tres playas de la aldea de Cedeño son devoradas cada año por el Océano Pacífico en un promedio de 120 centímetros. En 33 años (1982-2015) el mar consumió de manera irreversible 42.55 metros en Los Delgaditos, 40.62 en Cedeño Centro y 27.55 en El Edén, cita un estudio de la Facultad de Ciencias Espaciales de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras realizado en 2015 por Juan Ángel del Cid Gómez y José David Cáceres.
Unos 800 habitantes de Cedeño son afectados anualmente de manera directa con las marejadas, tanto en invierno como en verano. La entrada del mar a las costas ocasiona la pérdida irreversible de tierra y de bienes.
Fabián Ordóñez es presidente del patronato de Cedeño y tiene muy presente la madrugada del 2 de mayo de 2015 cuando ocurrió «la marejada más trágica que hemos tenido. Nuestra comunidad fue abatida a lo largo de su zona costera, desde Punta Ratón hasta el otro extremo, allí vimos cómo el mar devoraba nuestros pueblos».
Ordóñez reconoce que el mar nunca ha sido pacífico en esa zona pero que algo ha ocurrido en los últimos años, incluyendo el impacto del huracán Mitch en 1998: «En los años siguientes, el mar devoró cinco veces más territorio de lo que habíamos presenciado antes».
«Las pérdidas que hemos acumulado son enormes. Los pocos hoteles que había, desaparecieron y de los restaurantes no queda nada, y eso no es posible siendo la nuestra una zona turística. Los dueños de los negocios ya no pudieron recuperarse», agregó.
El dirigente apuntó que la pesca también se ha perjudicado. De unas 2,350 familias que dependían artesanalmente de esa actividad, ahora quedan menos y las que continúan pescan para su propio sustento; la contaminación ha afectado comercialmente el negocio y la gente tiene que buscar salidas para sobrevivir. La alternativa más inmediata para la mayoría de las personas desplazadas por el mar es la búsqueda de empleo en la zona y la migración dentro de Honduras o fuera del país.
Se trata de una migración climática que se encubre en condiciones sociales de pobreza como el desempleo, la deserción escolar y la inseguridad alimentaria, pero que se desencadena por la vulnerabilidad natural de la zona propensa a los movimientos sísmicos, marejadas e inundaciones.
El municipio de Marcovia registró después del Mitch la migración de 742 personas a Estados Unidos, Canadá, México y al resto de Centroamérica, de las que 66 % eran hombres y 33 % mujeres, según datos oficiales citados en el «Estudio de ordenamiento territorial particularizado para la playa de Cedeño», de 2008. En el caso de Cedeño se calcula que entre 1998 y 2008 salieron a los Estados Unidos alrededor de 200 personas, en su mayoría hombres jefes de hogar y jóvenes. Desde entonces, el goteo migratorio no cesa.
En Cedeño ha sido también común la emigración temporal durante los cortes de café y de caña entre los meses de noviembre y mayo. Se estima que Choluteca es el segundo departamento con más emigraciones, esencialmente de mujeres, a otros departamentos del país. Un porcentaje no registrado es el de quienes salen a realizar tareas de «un rato» pero no regresan.
En una evaluación de impacto ambiental realizada en 2015 por una de las plantas camaroneras, dirigentes comunitarios de Cedeño dijeron que la ruta principal de la migración interna son las ciudades de Tegucigalpa y San Pedro Sula, en el centro y norte del país; y a nivel externo, Estados Unidos, México y El Salvador. Las razones que justifican el éxodo son la búsqueda de empleo, de mejores salarios y de mejor calidad de vida.
«Bastante gente ha emigrado a los Estados Unidos porque perdió sus locales y sus casas. Yo me quedé acá porque me hice de deudas y nunca me ha gustado quedar mal», afirmó Prudencio Auceda que tiene 22 años de residir en Cedeño. Su testimonio es el de un sobreviviente. «Mi primer negocio se llamó ‘Rancho Marinero’. Ya no recuerdo cuándo se lo llevó el mar, si 10 o 12 años…me lo terminó de una manera triste, sin poder salvarlo. Yo quedé en la calle con compromisos bancarios porque nadie nos apoyó, ni la alcaldía ni nadie, pero volví a levantar otro negocio de comida del que vivimos», narró.
Su situación se agravó a partir del 2020 con el impacto de la pandemia. «Estuve como 5 meses sin vender un solo plato de pescado y recibíamos bolsas con comida de la alcaldía, esa fue toda la ayuda», sostuvo.
Como remate a un año fatal, a fines de 2020 dos huracanes -Eta y Iota- agravaron la situación económica y social en todo el país. Los habitantes del Golfo de Fonseca siempre llevan la de perder. Si los huracanes se originan en el Pacífico, los golpean directamente y si ocurren en el Atlántico, las inundaciones son seguras con la llena del río Choluteca y su desembocadura natural próxima a Cedeño.
El efecto dominó de la contaminación del río Choluteca
El río Choluteca, también nombrado río Grande, recorre tres departamentos. Nace en el departamento de Francisco Morazán (en la zona central), fluye a través de El Paraíso (zona oriental) y concluye su trazo en Choluteca para desembocar en el Golfo de Fonseca, al sur del país, en el Océano Pacífico. Son 210 kilómetros de recorrido en cuyas márgenes se encuentran numerosos pueblos y ciudades como Tegucigalpa, la capital con 1.1 millones de habitantes, que tiene en el cauce del río uno de sus vertederos principales de desechos sólidos y químicos.
El río, cantado por poetas, no tiene nada de idílico. Los informes técnicos revelan que es un ecosistema colapsado por la fuerte presión ambiental a la que está sometido. La calidad del agua está contaminada por las descargas directas de aguas negras o la escorrentía de aguas lluvias sobre la superficie de los suelos.
Poco pueden hacer quienes habitan en el Golfo, que es la estación final de arribo para toneladas incesantes de contaminantes de las cuales no son causantes, sino víctimas. Los habitantes de Cedeño saben que el agua que reciben es contaminada.
Los recursos marinos artesanales, que han dado fama gastronómica al litoral costero, son un reservorio de patógenos letales, no sólo para los seres humanos sino para todo el ecosistema. Es un efecto dominó cuyas consecuencias empiezan a apreciarse en el horizonte.
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La resiliencia infinita
El «sálvese quien pueda» parece ser el destino de las personas afectadas. Auceda y otras personas entrevistadas hablan de cómo muchas familias sobreviven con las remesas de los parientes que emigraron. Si no fuera por eso, todo sería peor. Se estima que entre el 45 y 50 % de las familias en Cedeño reciben remesas y las destinan principalmente para alimentación, medicamentos, útiles escolares, ropa y zapatos. Muy pocas logran ahorrar.
La economía de la comunidad se completa con los ingresos que generan los trabajadores empleados en la industria extractiva, el comercio de mariscos a pequeña escala y las visitas -cada vez más ocasionales- de turistas.
«Todo lo que pasa con las marejadas y con otros daños ambientales se vuelven problemas graves que nos afectan económicamente. Acá todos somos afectados y ojalá el gobierno nos facilitara préstamos a bajo interés para abrir nuevas champas y negocios, pero hasta ahora nada», relató Auceda.
En septiembre de 2012, el presidente Porfirio Lobo Sosa hizo una visita a Cedeño y se reunió con los pescadores. En esa ocasión, le solicitaron al funcionario alimentos por trabajo para limpiar playas, esteros y calles, reforestar los manglares, bonos escolares, la venta de combustible a precio de mercado y no de especulación, siembra de larva de camarón para repoblar los manglares y la veda temporal de ciertos recursos marinos en riesgo de extinción.
El mandatario, por su parte, les ofreció como político: seguridad en el Golfo de Fonseca, 20 millones de lempiras en ayudas, lanchas de gran calado -entre 30 y 48 pies- decomisadas al narcotráfico; terrenos para la población afectada por marejadas; construcción de más de 250 viviendas; empleos y energía eólica obtenida de la brisa del mar.
Las promesas fueron demagogia, excepto los 20 millones de lempiras -en aquel momento alrededor de US$ 1 millón-, que aparecieron en el siguiente gobierno, pero no para el destino previsto. En una entrevista que cuatro años después realizaron 2 consultores al jefe del Departamento de Pesca Artesanal, Miguel Suazo, el funcionario afirmó: «Por ahí surgió, en tiempos del presidente Lobo un fideicomiso, el fideicomiso ahí está en BANADESA (Banco Nacional de Desarrollo Agrícola). Lamentablemente, el pescador artesanal no reúne las condiciones para acceder a esa plata, porque se trata de un préstamo fiduciario».
Un préstamo de ese tipo requiere, entre otros requisitos, el aval de una o dos personas que se comprometan a pagar la deuda en caso que el beneficiario no pueda afrontar el compromiso, o la hipoteca de las propiedades que posea, como respaldo.
«En todo caso, si se les otorgara el préstamo ¿para qué serviría?», le preguntó la consultora al funcionario que respondió: «Beneficiarlos a ellos en este periodo de veda, darles un dinero para que ellos se dediquen, por ejemplo, a cultivar, a buscar una actividad alterna; debería de ser de esta manera... Pero yo no te puedo dar la plata así no más, tenés que hipotecar... son las reglas del banco».
Aparentemente los 20 millones de lempiras fueron depositados en su momento, pero no llegaron a su destino. Los pescadores se preguntan: «¿Con qué responder al préstamo? ¿Quién acepta hipotecar terrenos que se los lleva el mar?».
Las promesas sin resultados se acumulan como el sedimento del río Choluteca en las playas de Cedeño, en una espera infinita de la ayuda ofrecida que jamás se concreta. Nunca se construyó un rompeolas de 500 metros que alguna institución llegó a medir y a planear, según recuerda Prudencio Auceda. Tampoco el dragado del río Choluteca para contrarrestar las inundaciones; la aprobación de una ley para prohibir la apertura de más camaroneras; el cese del corte ilegal del bosque manglar; la construcción del malecón turístico que las autoridades municipales, la cooperación española y el Instituto Hondureño de Turismo recomendaron construir hace más de diez años; o la ejecución de planes de manejo y mitigación que, si acaso existen, pocos conocen y nadie desarrolla.
«Lo que nos han permitido las autoridades es que sigamos reculando ante la fuerza del mar, pero los terrenos donde volvemos a construir las casas los compramos nosotros, nadie nos los regala», sostuvo María de la Cruz Hernández, viuda desde hace 36 años y acostumbrada a esperar la llegada del mar a su casa más que las ayudas.
Ante la falta de respuestas, las comunidades están preparadas para sobrevivir a cada tragedia, pero no para superarla. «Tenemos prácticas de evacuación por tsunamis e inundaciones, los comités de desarrollo local y municipal organizan a la gente para esto, para enfrentar la emergencia en el momento, no para los efectos a largo plazo. En esto participan todas las organizaciones de base social, la municipalidad y la cooperación internacional con planes de emergencia y estratégicos», sostuvo Aníbal Hernández, quien coordina la Oficina de Turismo de Marcovia.
¿Dónde están los planes de mitigación?
Para este reportaje fue solicitada información pública a varias instituciones del Estado: a la Alcaldía de Marcovia, a la Comisión Permanente de Contingencias (COPECO) a cargo del Sistema Nacional de Gestión del Riesgo (SINAGER); a la Secretaría de Recursos Naturales y Ambiente (SERNA) y al Instituto de la Propiedad.
Todas respondieron a medias. COPECO adujo que «no cuenta con Ia información solicitada». A la entidad se le pidieron los planes de gestión de riesgos para atender las consecuencias sociales de la entrada del mar en las playas de la aldea de Cedeño, y los logros alcanzados en esta tarea.
La SERNA envió fotografías y algunos documentos que se encuentran en línea. Pero sobre la petición de la caracterización ambiental que ha desarrollado esa secretaría de Estado en la zona, dijo: «no caracterizamos ambientalmente a las Municipales, nada más somos un apoyo técnico».
La Alcaldía de Marcovia señaló que tiene un plan de emergencia para reducir el riesgo, pero no lo entregó.
Ninguna institución dio cuenta de planes de mitigación en Cedeño.
No solo es Cedeño
A casi 300 kilómetros de distancia, el profesor Edy Ramón Tosta cuida de un bosque seco latifoliado - en este caso, una comunidad de árboles de hoja ancha que pierden sus hojas en la época seca- ubicado en el municipio de Jesús de Otoro, departamento de Intibucá, al suroccidente de Honduras, donde no hay mar, pero las comunidades conviven con problemas similares a los de Cedeño.
Ubicado en el Valle de Otoro, donde predomina la etnia lenca, el bosque ha estado sometido por años a presiones de cambio por el uso de la tierra, a daños provocados por incendios forestales, a procesos erosivos por la exposición de los suelos de ladera a las lluvias, entre otros factores que contribuyen a sedimentar y azolvar el lecho de los ríos durante la estación lluviosa, y a daños y pérdidas de cultivos por sequías anuales recurrentes.
«Una de las cosas que más preocupa es que no existen políticas públicas para la protección del medio ambiente, el modelo extractivista que se impone en Honduras, mucha tala sin que la administración forestal del Estado haga algo, se concesiona el territorio y se encarcela a los defensores del ambiente. Los ríos se entregan sin importar el impacto del daño ambiental que se causará», apuntó este pedagogo de profesión y ambientalista de oficio.
Efectivamente, lo que ocurre en Cedeño no es único en el país. Se repite en otras latitudes costeras del Caribe hondureño con la destrucción de los bosques y las cuencas hidrográficas y con la instalación de proyectos turísticos y extractivistas a gran escala que arrasan con los recursos naturales.
La erosión de las costas está afectando ciudades como La Ceiba, Omoa o Tela, varias de ellas habitadas por el pueblo garífuna desde hace 224 años. De las 46 comunidades garífunas ubicadas a lo largo del Litoral Atlántico del país, destacan Batalla y Pueblo Nuevo en Gracias a Dios, el departamento más oriental, donde la destrucción en la Biosfera del Río Plátano ha arrasado con casas y ha desplazado -al menos- a medio centenar de familias, según el relato de Luther Castillo, miembro asesor de la Organización Fraternal Negra de Honduras (OFRANEH).
Castillo destacó que en el departamento de Colón, al nororiente del país, han sido desplazadas por la destrucción que provoca el cultivo de palma africana las comunidades garífunas de los municipios de Iriona y Limón; lo mismo que en la zona de Tocamacho donde el río y el mar han ocupado el territorio de las comunidades. «La gente ha tenido que irse porque entre la laguna y el mar solo hay unos 15 metros», explicó.
En la zona Atlántica, el sistema de cocoteros actúa como una barrera de contención, al igual que los manglares en el Pacífico. Sin embargo el «amarillamiento letal», una enfermedad que los destruye y que se asocia con la pérdida del equilibrio ecológico, los ha afectado.
La ruta sin salida de los pueblos que se resisten a morir
El abogado Omar Menjívar, defensor de comunidades que luchan contra la industria extractivista, enfatizó que el Estado no cuenta con una política pública que atienda el problema de los pueblos amenazados con desaparecer a causa del cambio climático y la voracidad del capital extractivo. Pese a que se ha creado la figura del Comisionado Presidencial para el Cambio Climático, «no se desarrollan acciones de cambio», sostuvo.
«No hay una estrategia legal para proteger a las personas que son afectadas por el cambio climático y para deducir responsabilidades a los causantes de la destrucción de los recursos naturales», afirmó el profesional del Derecho.
También destacó que las comunidades afrontan muchas dificultades para poder denunciar a funcionarios irresponsables. «El monopolio de la acción penal lo tiene el Ministerio Público, y eso significa que solo si este acciona se puede penalizar la función pública», explicó.
Las limitadas salidas jurídicas arrinconan a la ciudadanía a realizar acciones sociales y de incidencia para fortalecer el Estado de Derecho y que los funcionarios cumplan con sus obligaciones, dijo Menjívar.
«En un Estado de Derecho hay vías para proteger el bien común, como la figura penal de la acción ciudadana, pero las instituciones públicas son muy débiles y están secuestradas por poderes, por lo que casi nunca resultan eficaces cuando las comunidades defienden la vida y el ambiente», aseguró.
Otro recurso ciudadano es «la protesta social para defender sus derechos», que está amparada en la Constitución de la República y en los convenios internacionales. Pero en países como Honduras, advierte Menjívar, «defender derechos es criminalizado por una maquinaria estatal bien organizada que actúa contra quienes protestan».
Las organizaciones de la sociedad civil, que agotan los recursos internos para hacer valer sus derechos territoriales, pueden acudir al ámbito internacional, pero las denuncias para ser admitidas tardan más de dos años y siguen después un procedimiento antes de llegar a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), donde la condena se dicta al cabo de 6 o 7 años.
El Sistema Interamericano condena al Estado por no sancionar y cumplir con los plazos razonables de investigación, «pero este mismo sistema tiene plazos largos», objetó Menjívar, quien también advierte que la CIDH «no persigue a individuos sino al Estado». Y finalmente, cuando se dicta una sentencia, las autoridades del Estado de Honduras alargan su cumplimiento, detalló.
La escuela que se apaga sin un final feliz
En Cedeño hay un único Centro de Educación Básica que ofrece estudios hasta el noveno grado, la Escuela «Michel J. Hasbun». La mayor afluencia es la del primer ciclo de básica -de primero a sexto grados- que representa el 84.5 % del total de la matrícula, alrededor de 425 estudiantes.
La escuela es un termómetro social revelador. A medida que avanza el despojo de los recursos de la población, disminuye la asistencia de estudiantes de manera considerable. Las autoridades municipales calculan que la deserción es de un 66%. Quienes abandonan las aulas no lo hacen por voluntad propia, sino obligados por las circunstancias. Con la deserción se distancian sus niveles de conocimiento y sus oportunidades de vida con relación a otros estudiantes que sí concluyen el ciclo escolar.
Pareciera que a la juventud de Cedeño se le presentan solo dos caminos: ser mano de obra barata en la industria extractiva de la zona o migrar. Todos los años, las marejadas golpean la escuela y obligan a casi medio millar de estudiantes a desalojarla e interrumpir las clases por varios días. Todos los niños y las niñas conocen las rutas de evacuación, adónde seguir y adónde dirigirse, a eso le llaman resiliencia.
Este reportaje se realizó en el marco del Ciclo de Actualización para Periodistas (CAP) sobre emergencias sanitarias y cambio climático. Editado por Lucila Funes.
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