La desconexión eterna
La desconexión eterna
- Por ser parte de un área protegida, en Uaxactún están prohibidos los postes con cableado: ni para telefonía e internet, ni para energía eléctrica. Ni los tienen, ni los tendrán.
- Desde 1999, a Organización de Manejo y Conservación (OMYC) gestiona en nombre de los vecinos de Uaxactún 83,558 hectáreas de selva. A cambio los mil habitantes pueden residir en la Reserva de la Biósfera Maya.
- La concesión mejoró la economía del lugar y permitió sustituir las candelas en casas con generadores eléctricos y paneles. Pero si no sale el sol o el generador no funciona, están desconectados.
- Uaxactún fue uno de los veinticuatro pueblos de Petén seleccionados en el programa Eurosolar para recibir servicio temporal de internet, tres paneles solares y cinco computadoras para los alumnos de su escuela primaria.
- En 2009, la aldea hizo crecer el modelo de Eurosolar: la Organización de Manejo implantó el proyecto también en la secundaria y convirtió el espacio de computación en una academia.
- El servicio subvencionado de Internet fue temporal y luego la comunidad pagó solo por seis meses más: el costo era muy alto.
- En la academia, los alumnos estudian hoy computación básica sin internet. Cualquiera puede llegar a usar una de las tres computadoras si paga Q5, a pesar de que es ilegal comercializar un equipo instalado en una escuela.
Inmerso en la Reserva de la Biósfera Maya, el millar de habitantes de Uaxactún está condicionado a vivir sin conexión a la red eléctrica ni postes de telefonía. En esta aldea de Petén tienen dinero para paneles solares y generadores, pero su energía está racionada.
De noche, la habilidad está en reconocer la sombra. En Uaxactún, Petén, una aldea en la que jamás ha habido postes de luz ni de telefonía por prohibición estatal, los vecinos se reconocen por las siluetas y por su forma de caminar. Se conocen de siempre. En la oscuridad, solo los residentes que no son oriundos carecen de ese don.
A Viviana Centeno, por ejemplo, tras siete años en el pueblo, le cuesta identificar una sombra.
Un mediodía de diciembre de 2018, la tormenta arrecia mientras Viviana Centeno abre la puerta. Lleva shorts y el pelo recogido en un chongo que le acentúa sus marcados pómulos. Tiene 23 años. Es de Flores, Petén, el departamento más grande y despoblado del país. Pero vive en esta selvática aldea de la Reserva de la Biósfera Maya, un área protegida.
Uaxactún no está asfaltada. Los accesos son de terracería obligatoria. Tampoco puede tener postes ni para teléfonía ni para internet ni para luz eléctrica. Hay tres teléfonos fijos satelitales.
El celular aquí es inservible pero muchos tienen uno. Para gozar de señal recorren 23 kilómetros. Toman la única camioneta que llega a diario a la aldea por un camino de lodo, pasan por Tikal, cruzan la garita del parque arqueológico más famoso de Guatemala, y así salen de la reserva más grande de Centroamérica.
Centeno conoció en Flores a su pareja, un universitario de Uaxactún que rentaba un cuarto en la ciudad, y se mudó al pueblo tras graduarse como maestra de párvulos. No halló empleo aquí porque solo hay dos plazas para educadores, y ambas están ya ocupadas. Tiene siete años de vivir feliz sin celular. Para electricidad depende del panel solar de su casa, que es la de sus suegros, y de un generador, como la mayoría de vecinos.
Viviana no sabrá reconocer sombras, pero sí conoce una palabra técnica que todos los vecinos usan: concesión. Por concesión forestal. En 1999 se creó la Organización de Manejo y Conservación (OMYC), en la que está representada la mayoría de vecinos. La OMYC sirve para gestionar el pedazo de selva que les corresponde.
Por los Acuerdos de Paz, en enero de 2000, la OMYC recibió del Estado la concesión forestal por 25 años: una serie de derechos y deberes de explotación sobre 83,558 hectáreas de selva que autorizaba que los vecinos residieran dentro de la reserva. La economía del bosque permitió a la gente sustituir las candelas en casas y en la escuela por paneles solares donados, y comprar generadores eléctricos. Pero aquel año que les dio autonomía también les negó la infraestructura: a cambio de la concesión forestal, quedaron expulsados para siempre de la red nacional de electricidad y vetado cualquier otro servicio que implique construir.
«Bajó la venta de candelas: antes de los paneles las vendíamos a Q1.5 y ahora, a 50 centavos», dice Anger Adriel Fajardo, cuya nariz de esfinge egipcia es casi tan llamativa como su nombre. «Anger», en inglés, significa enojo y este tendero de 24 años lo sabe. Nació en San Benito, cerca de Flores, pero creció en Uaxactún, y pasa los días apostado en la ventana de la tienda familiar.
Anger es bajito, estrecho y de lentísima habla. Le costó sacarse la primaria. Pero no por dinero. O lo hacía de día o usaba hasta tres candelas para las tareas. En su infancia ya había paneles solares pero su familia economizaba su uso. Ahora estudia perito contador los fines de semana en Flores. Se queda en un apartamento de su papá, con computadora.
—Aquí no somos tan pobres, pero no somos tan ricos —dice.
Los vecinos viven de la cosecha del chicle, de la semilla de la pimienta, de la del árbol de ramón, de una planta ornamental llamada xate, y de la tala de maderas preciosas como el cedro o la caoba. Casi todos los jóvenes alcanzan la secundaria y muchos, como el marido de Viviana, van a Flores a la universidad.
Aviones como carros
Uaxactún es una antigua ciudad maya. Conserva parte de sus ruinas arqueológicas como reclamo turístico. Desde finales del siglo XIX y hasta mediados del siglo pasado fue un campamento de extracción de la resina del árbol chicozapote, el chicle. Los lugareños recuerdan que la comunidad actual se fundó en 1909.
Como la frontera casi no tiene vigilancia, ya entonces llegaban muchos mexicanos a la temporada del chicle. También guatemaltecos de otros departamentos. Los vecinos de más de sesenta años viajaron antes en avioneta que en carro: no había carretera. Por décadas, aterrizaron las que venían de Estados Unidos, el principal importador.
Durante años, María Amparo Núñez salió de la selva volando. «Dilataba todo el día ir en carro» hasta Flores, recuerda mujer flaquísima de corto pelo colocho. Es la suegra de Viviana Centeno y viven en la misma casa. En su infancia no había tienda en la aldea y el pasaje de avión a Flores costaba Q5. «En los aviones dejaban espacio para víveres y para la gente», dice esta hija de chiclero mexicano, mientras su marido Élfido Aldana, cortador de xate, se sienta a su lado en su sala.
Afuera llovizna de nuevo. Élfido acaba de entrar: alcalde auxiliar, versión escuálida de Pepe Mujica, bigote fino. Viene de revisar una de las calles del pueblo. Como está prohibido asfaltar, los operarios solo remueven la tierra.
«Me encontré a esta compañera y ella me conquistó», dice, recordando su llegada a la aldea hace cincuenta años. Se mudó desde Izabal para talar árboles y recoger chicle: «La vida le mueve a uno igual que el agua a las piedras».
Élfido coquetea con María Amparo en broma mientras la lluvia amaina. Por el clima tropical, y por su remota ubicación, el Ministerio de Energía donó 76 paneles solares en 1999 a Uaxactún. Este matrimonio recibió su panel y, como la mayoría de familias, empezaron a usar esa energía para ver la televisión.
Hace años que nadie paga la cuota a la OMYC para las baterías. Dejaron de pagar porque les pareció que no era obligatorio, sino una donación. El dinero recaudado quedó en una cuenta a plazo fijo. Según Élfido, hay más de Q47,000, llega para unos sesenta repuestos de batería.
Su esposa extraña las noches con candelas. Antes, en la pista de aterrizaje, las mujeres jugaban tenta y los hombres a los naipes.
En 2018, el gobierno de Guatemala priorizó a Uaxactún como destino turístico por primera vez. Élfido usa su patio como el área de camping de la aldea. Compró un generador de electricidad para iluminarlo. La mayoría de vecinos tienen generadores en sus casas. Les sale caro: gastan más de Q20 en combustible para cuatro horas de electricidad.
La gente de Uaxactún es celosa de su pedazo de selva. Es difícil que permitan nuevos vecinos de otros lugares. La concesión no es para siempre. Nadie aquí tiene documentos de propiedad ni seguridad futura, pues tendrán que negociar su permanencia dentro de seis años o perder su hogar. Así que reconocen las sombras en las noches porque hay poca gente nueva: algún turista que llega a dormir al único hospedaje con camas, el modesto Hostal Chiclero, cuyo generador se apaga a las ocho.
Los pocos turistas comen en el comedor del pueblo, el Uaxactún, propiedad de Mirna España. Suele estar vacío.
Computación sin internet
Parsimonioso, Anger Adriel Fajardo, el joven al que le costó sacarse la primaria porque necesitaba tres candelas cada noche, abre con cuidado la verja de la escuela secundaria. Tiene llaves porque vive y tiene su tienda en la casa de al lado, donde ya casi no venden candelas. La escuela está cerrada: los estudiantes están en las vacaciones de medio año.
Cuando su mamá no está, él cuida la academia de computación, en la que se sacó un diplomado en informática sin internet. El salón se ve abandonado. De las cinco computadoras, funcionan dos. Hay que formatear el resto.
El abandono del centro va un poco más lejos. En 2007, Uaxactún fue uno de los veinticuatro pueblos de Petén seleccionados en el proyecto Eurosolar de la Unión Europea, que funcionó hasta 2015 y pretendía facilitar el acceso a internet: la señal de internet, tres paneles solares y cinco computadoras para los alumnos de su escuela primaria.
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También recibió una refrigeradora, un teléfono satelital, un purificador de agua y un panel para el personal del centro de salud. En 2009, cuando el proyecto echó a andar, en la aldea extendieron el proyecto a la secundaria y convirtieron el espacio de computación en una academia para que los estudiantes como Anger se graduaran de técnicos.
Eurosolar buscaba dar electricidad a aldeas de ocho países de Latinoamérica. A cambio, las aldeas tenían que crear un comité para cuidar el equipo, dar buen uso y cobrar una cuota de mantenimiento. En la práctica, el mecanismo para financiar el mantenimiento apenas duró seis meses.
Cuando Eurosolar empezó a funcionar, la mamá de Anger, tesorera del comité Eurosolar, recolectó durante seis meses Q100 mensuales por familia de estudiante. Compró repuestos y tres computadoras más, pero para ese momento algunas de las cinco originales ya no funcionaban. El sistema decayó porque los padres de los alumnos acordaron pagar sólo Q25. Así funciona Uaxactún en general: si la OMYC, -la asociación que representa a la mayoría de vecinos-, no está de acuerdo con algo, queda desechado.
En Guatemala, el Ministerio de Energía se encargó de coordinar todo. Pero el seguimiento no impidió que se robaran tres computadoras o que la refrigeradora del centro de salud acabara en la academia de computación para vender bolsas de agua. Tampoco que el purificador, que también tenía que estar en la clínica, esté hoy descompuesto junto a la refrigeradora.
A partir de 2013, al Ministerio de Educación le correspondió pagar el servicio de internet durante quince meses. En 2015, el coste quedó en manos de los comités y Uaxactún pagó solo seis más: les parecía muy caro.
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Por eso, cuando Anger estudió computación básica hace cuatro años, lo tuvo que hacer sin internet. Ahora, cada fin de semana, una maestra llega a la aldea -pagada por la OMYC- para dar clases. Pero cualquiera puede usar una de las tres computadoras si paga Q5, a pesar de que es ilegal comercializar un equipo instalado en una escuela, que es un espacio público.
Agua para Eurosolar
Junto a la pista de aterrizaje, los grillos grillan porque a las siete es noche cerrada. Pero el sonido de los insectos lo aplaca la grabación de la alabanza alborotada de un pastor. Al lado, antes de sentarse a la mesa, Erwin Max Peralta golpea con un bastón el foco dos veces para encenderlo, como una maña aprendida. Peralta preside el Consejo Comunitario de Desarrollo (Cocode).
Arruga la nariz y se sienta. «No es un cobro, es un apoyo. No se puede lucrar con el equipo, justifica sobre el pago de la clase de computación, en medio de la penumbra de su casa. Peralta, o «Chomo», es un líder comunitario, defensor absoluto de la adaptación local de Eurosolar. «Empezamos a vender agua purificada y eso ha ido manteniendo el proyecto. Y ya estamos viendo resultados: hay unos veinte alumnos y pagamos Q1,500 a la maestra».
En un autocrítico informe de cierre de Eurosolar en 2015, Claudia Barillas, oficial de programa para la Unión Europea, cuestionó el proyecto. En el resto del país, hubo casos de éxito, como una escuela privada que replicó el modelo. Pero Uaxactún no fue un fracaso aislado. Otras aldeas usaron la refrigeradora para vender helados o el centro de cómputo como café internet. Y hubo tantos robos de equipo, que un comité llegó a recurrir a un adivino para buscarlo. En varios casos, los centros permanecen cerrados y no hay cuota para el mantenimiento de las baterías de los paneles ni del resto del equipo.
Hoy Barillas mantiene su autocrítica: «Fue un proyecto regional hecho desde Bruselas para varios países». Estas cosas funcionan mejor cuando son proyectos propuestos desde el terreno, con un conocimiento mucho más concreto de la situación. Para no repetir errores, la solución que encuentra pasa por diseñar proyectos basándose en políticas públicas existentes. «Para saber si a la aldea le interesa la energía o si primero necesita comer», continúa esta funcionaria, que cree que el gobierno debería pagar el internet.
La idea, tras siete años de trabajo, era que las comunidades financiaran el proyecto por su cuenta, pero en muchos casos no sucedió. «En Eurosolar perdimos parcialmente, porque qué opciones tienen en Uaxactún si nunca va a tener electricidad».
En Uaxactún podría aplicar esa frase que decía Anger Adriel Fajardo, el que de niño gastaba tres candelas para estudiar en las noches: no son tan pobres, ni tampoco son tan ricos.
El teléfono comunitario
El teléfono satelital emite un intenso pitido en la casa de Daniela Quixán.
Aturde.
Hoy es uno de los días en que no funciona. Cuando está nublado, el panel no genera tanta energía como para activar el aparato. Tras la ventana, en la pista de aterrizaje, pastan caballos, gallinas y cerdos. A las diez de la mañana, una moto con tres personas encima cruza por delante del ventanal de Daniela, la hermana del director de las escuelas. El de la casa de Daniela es el único teléfono satelital propiedad de una familia en Uaxactún. Hay otros dos, pero están en la oficina de la OMYC, del otro lado de la pista. «Pero el nuestro igual es comunitario», dice esta estudiante de profesorado en enseñanza media de 28 años, mientras muestra el cuaderno de llamadas. Las entrantes cuestan Q1 el minuto y las salientes, Q2.
En Uaxactún hay muchos maestros y muchos recuerdos. Casi todos los vecinos tienen una forma romántica de hablar de su aldea. Rodeada de todos los títulos de magisterio de su familia en las paredes, Daniela Quixán evoca el tiempo en el que pasaba las horas del otro lado de la ventana: «Las mujeres jugábamos tenta a oscuras, era muy bonito cuando había luna llena».
Hoy las niñas -dicen los vecinos- salen poco. Ven la televisión. Los jóvenes varones, como Anger -vecino de enfrente de Daniela- juegan aún a los naipes. Hacen apuestas de Q0.25.
La mamá de Daniela fue la directora de la escuela primaria durante 35 años. Hoy su hermano Víctor Emilio es el director de las dos escuelas, la primaria y la secundaria. Víctor Emilio Quixán, de 42 años, representa el impacto de las concesiones en su aldea: estudió magisterio en Flores, hizo una licenciatura en educación ambiental en La Habana y una maestría en Ciudad de Guatemala.
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Vestido de pants, sentado en una estrecha varanda en la pista de aterrizaje, frente a la secundaria, dice que regresó por la vida saludable, por poder interactuar -y usa ese verbo- con la selva. Entre las dos escuelas, tiene a más de 250 niños a su cargo. «Normalmente, aquí estudian hasta diversificado», afirma este profesor que opina por qué Eurosolar no funcionó, aunque existiera un comité: «El servicio de internet era muy costoso», dice sobre los Q100 que tuvo que pagar cada familia durante seis meses.
La economía de la selva
A finales de los noventa, las concesiones en Uaxactún significaron sustento económico a cambio del manejo controlado del bosque para detener la enorme deforestación de la Reserva de la Biósfera Maya, hoy el área protegida más grande de Centroamérica. La deforestación venía de la tala descontrolada de árboles y el corte de plantas autóctonas: vivían más de cien mil personas en ella.
La Reserva quedó dividida en tres áreas: zona núcleo (35% de la reserva), donde queda Tikal; zona de amortiguamiento (24%), donde se permite la agricultura, y la Zona de Uso Múltiple (40%), donde viven concesionarios como los de Uaxactún, y donde pueden hacer actividades de bajo impacto, como tener un aserradero y carpinterías. El Estado condicionó la vida de Uaxactún, pero el aumento de poder adquisitivo fue efecto de las concesiones. Sin embargo, la comunidad tiene su criterio para definir qué, cuándo y por cuánto tiempo es importante.
La economía de la selva creó una generación de profesionales, pero para Élfido Aldana, el escuálido Mujica, hay un doble filo en esta idea de aparente porvenir: «Hay más gente que se ha recibido y tiene empleo, pero si se van, habrá menos población y menos impacto para lograr una nueva concesión».
«No hay escapatoria, no hay escapatoria, no hay escapatoria. Yo no estoy para espantarte, no estoy para esooooo…». Esta frase es parte de la grabación que, cada noche, procede de la iglesia evangélica, a un costado de la pista de aterrizaje. El pastor deja encendida la luz de su templo, como si tratara de llamar a los fieles, aunque él no está. El sonido de la alabanza suena altísimo en la pista y en las casas aledañas.
A Anger Adriel Fajardo, católico devoto, que tiene a sus «santitos» en el cuarto, es esa comunidad religiosa la única que le hace fruncir el ceño. «El evangélico alborota y Dios no es sordo», dice a la mañana siguiente de la grabación en la que el pastor gritaba que no hay escapatoria. Anger, que camina para su iglesia, no cae en la cuenta de que la electricidad que tanto dice que le cambió la vida para bien, es la misma que enciende el equipo de sonido del pastor alborotador.
Este reportaje forma parte del proyecto periodístico Centroamérica Desconectada producido por El Intercambio para verlo completo puede ingresar al siguiente enlace: www.elintercamb.io/centroamericadesconectada
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