Acostumbrado a trepar las inmundas paredes de los desagües, donde habita en las tinieblas para resguardar su vergüenza, emerge solo para infectar la luz que habita este territorio. Invade la cotidianidad de la vida hasta en los resquicios más íntimos de convivencia en el barrio. Hace esparcir el miedo. Ha venido a incorporarse a la superficie, y aquí nos hunde como un yunque hacia su inmundicia. Es sordo, arrogante, egoísta como la bestia.
Es un ser de apariencia zarrapastrosa. En cinco cabezas pentaedro, con 25 rostros se nos presenta. Se llama Javier, Felipe, Orlando, Santiago, Alejandra, Andrés, Delia, Ángel, Ricardo, Anahí, Álvaro, Edwin, Luis, Pedro, Efraín, Edgar, Jimmy. Para sobrevivir en su hábitat ha perdido el pelaje de las criaturas tiernas. Su piel es cuero grueso cubierto de ligas. Sus cinco pequeñas cabezas están unidas a su cuerpo de lombriz por un largo cuello. Por cola lleva una fusta larga, que azota con más crueldad donde se vive con muy poco.
El vecino nuestro, por su extrema fealdad, está en constante mutación. En su fase diurna se pasea en corbatas de colores: naranja, azul, morado, amarillo, verde y rojo son sus preferidos. Sus zapatos los combina con carteras rococó. Está siempre a la última, en ropajes baratos de empresario multimillonario. Tira tarjetas de presentación verde olivo con el título de coronel, general y capitán. En sus manos suele llevar, a manera de escudo, una vieja Biblia empolvada y una Constitución que nunca ha leído. Entre su maleta, la llave a las gremiales empresariales y un fajo de billetes mal habidos.
Por mucho que intenta esconderse, su actuar lo delata. Desde la curul, el despacho o la oficina de gerencia irradia su virus fluorescente para adquirir voluntades. Constantemente cultiva sus poderes subhumanos: el hurto y la usurpación. El primero lo aprendió en sus travesuras pueriles como ratero de medicinas y atoles, como cobrador de bonos militares. Cuando viste trajes de tisú, perfecciona sus malabares. Se apropia de lo que no le corresponde. Usurpa el planeta, el Gobierno y la libertad. Desvía ríos hacia sus plantaciones ecocidas, derrumba cerros para extraer piedras doradas, se apropia del trabajo ajeno. Tiene secuestradas la educación, la salud, las alcaldías, la justicia. Luego de devorarlo todo evacúa fuego, reparte miedo y condena a la pobreza.
Al monstruo lo hemos desollado de su hipócrita piel de oveja blanca. Pero, cuando se lo señala, siente miedo, pierde la razón y su mayor debilidad aflora: la bestialidad. Lo hemos visto incendiar la juventud, cerrar la puerta y alejarse cobardemente entre el humo de la vida que se consume. Conocemos el sonido de su cola hostigando a quienes en buen derecho entonan la serenata de la esperanza, mientras espera la noche para lanzarles sus gases mortales. Cuando la fuerza de la paz lo llama por su nombre, se ofende, lloriquea, grita, se vuelve sordo. Para protegerse llama a sus huestes, ratas jureras ignorantes, que vociferan disociadas realidades.
Se reproduce como las lombrices prehistóricas de las que proviene su linaje. Ha crecido tanto que ni sus tutores del norte lo aguantan ya. Mientras lo vemos tan cobarde, le vamos perdiendo miedo. Nos contagiamos de esta fiebre, síntoma de la infección que nos ha producido. La quinina no servirá. Estamos erradicándolo de nuestras venas. Nos sometemos a la cuarentena de esta rabia justa con suero de paciencia impaciente.
De los desagües emana el fétido olor de la muerte, y la retreta llama al monstruo a su fin. Este se resiste. Es sospecha general que morirá inconfeso en la negación de lo que verdaderamente es. Muta nuevamente, ahora en forma de buitre. Llama a la mesa del vano diálogo a los zamuros, a los zopilotes y a los gallinazos. Estos asisten, vestidos en mesianismos falsos, para proteger la institucionalidad de su avaricia. Del aire respiran su eterna intolerancia al cambio. Se deleitan en sus alianzas, se alimentan del racismo, beben el fascismo y concluyen en nuevos pactos de corruptos. En esa mesa el espacio es reducido. Con el monstruo no caben ni siquiera veinte por doscientos.
Envidia las aulas, las calles, las plazas, las veredas tomadas. Cuenta este monstruo, aunque siente que no sabe contar. Multiplica cuarenta veces mil por aquí y otras cien mil por allá. Concluye y tiembla. La serenata de la justicia y la dignidad en más de doscientas mil voces irrumpe su régimen y lo sepultará en la tierra misma de la que surge la vida. Guatemala, el monstruo no detendrá el florecimiento de nuestra primavera.
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