En un mes la pequeña casa de Ernesto se ha convertido en un lugar inmenso, no porque haya crecido el espacio y le sobren metros, sino porque le falta vida, la de sus diez compañeros desaparecidos y la de los cinco que salieron de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa y se fueron a casa por miedo.
Pese a que tiene poco más de 50 metros cuadrados y en ella vivían 20 personas, a Ernesto cada día de este último mes se le hace más y más grande. Por eso trata de pasar el menor tiempo posible dentro.
Diez de sus compañeros son parte de los 43 que permanecen desaparecidos desde la violenta noche del 26 de septiembre en Iguala, México, cuando policías mataron a tiros a seis personas, entre ellas tres estudiantes.
En una entrevista con Efe, el joven de 23 años y de gesto duro, cuenta que los cinco que quedan se están poco en la casa, primero, porque están muy ocupados participando en las actividades de protesta y, segundo, "intencionalmente", para evitar sentir que ya nada volverá a ser como antes.
"Al menos yo paso el menor tiempo posible aquí. Ahora estoy solo en esta casa (en el momento de la entrevista). ¿Cuándo la pasaba así?, se pregunta. Los veinte compañeros íbamos al mismo tiempo a comer, nos parábamos al mismo tiempo de la mesa, íbamos a jugar al fútbol, íbamos a bañarnos al río", recuerda.
Ernesto y sus 19 compañeros pertenecen a una sección aparte del internado de la Normal, a la Casa del Activista, un lugar en el que "se te prepara política e ideológicamente", cuenta, y además se enseña "cómo dar argumentos ante quien sea con base y fundamento". "A no agachar la cabeza ante nadie, y a defenderte verbalmente", explica.
Los estudiantes que pertenecen a esta casa estudian las asignaturas de la escuela y además otra temática particular que Ernesto no quiere contar por sus reglas, pero que se intuye por la fachada roja y negra y las pinturas que la decoran: el puño en alto, Lenin, Ernesto Che Guevara y la frase "A nuestros compañeros caídos no los enterramos, los sembramos para que florezca la libertad".
En torno a estas temáticas hacen lecturas, ven películas y las analizan, absorben información y luego la comparten y la discuten todos juntos en esa pequeña casa del internado de Ayotzinapa en la que también duermen, formando una familia de soñadores luchadores.
Aquella noche fatídica del 26 de septiembre los 20 compañeros de la Casa del Activista estaban en Iguala y viajaban en un autobús cuando les cerraron el paso en la carretera y les comenzaron a disparar sin ningún motivo.
La mitad logró escapar, la otra mitad (y otros tantos más) fue llevada por patrullas de la policía local. Ernesto lo vio con sus propios ojos, escondido debajo del autobús.
Y también le tocó ir a la comisaría con la fiscalía de Guerrero y escuchar de la boca del secretario de Seguridad Pública de Iguala, Felipe Flores, que ahí no había llegado nadie y que no tenía constancia de que hubiera habido una tiroteo.
"Uno va con la ilusión de que le van a entregar a sus compañeros" y vuelve a su escuela y casa teniéndole que decir a las madres de sus amigos que sus hijos han desaparecido.
"Que lleguemos aquí y los padres de tus compañeros te vayan preguntando '¿y mi hijo?' y yo decirles 'está bien, viene en el autobús'. Pero que te llegue la mamá de Luis Ángel, de Marco Antonio, de Jorge... y te digan '¿y mi hijo?', ¿qué les digo?. Pues simplemente les dije 'tu hijo fue arrestado'”.
Felipe Flores se fugó horas después de aquel 26 de septiembre.
Según se ha podido conocer gracias a los testimonios de algunos de los 52 detenidos hasta ahora, él orquestó la matanza y la desaparición aquella noche, por órdenes del alcalde José Luis Abarca y su esposa.
Después de estos hechos que han conmocionado al país, cinco de los compañeros de Ernesto que habían sobrevivido "se fueron a su casa porque sus papás no quieren que estén aquí", cuenta indignado.
"Mis padres no quieren que esté aquí y aquí sigo. A mí me preguntas ¿tienes miedo? y yo también tengo miedo, soy persona. Pero ese miedo hay que enfocarlo a otra cosa, en hacer actividades, en una dirección y con una intención de lograr algo, obviamente una mejoría", señala.
Ernesto está convencido de que por ellos, por la educación, es por donde tiene que empezar el cambio, ya que ellos son los que después enseñarán a los niños en sus comunidades.
Él les piensa enseñar "a ser analíticos y críticos, a que sean capaces de cuestionar a las otras personas porque eso es lo que no hacen las personas. ¿Qué persona se atreve a cuestionar a quien le está dando una orden? Dan respuestas mecánicas que no te dejan ni pensar. Eso es lo que quiere el Gobierno, mantener gente dormida para que al rato no lo cuestionen".
Ernesto cree en el símbolo de su escuela, la tortuga, adoptado por el barrio de Ayotzinapa (esta palabra viene del náhuatl 'ayotl', que significa tortuga). El avance será lento, pero hay que caminar firme para poder llegar a algún lugar.
*Texto por Paula Escalada