Primeros ritos
La Tiqui no quiso entrar y esperó en la puerta.
–Te busca La Tiqui, díjome my mother, y yo hice gesto de enfado: echadote en el sillón, frente a la tele. Salí a ver.
–¿Qué querés?– le pregunté.
–Nada, ¿venís?
–¿A dónde?
–A la casa.
–¿Qué hay?
–Nada, por venir.
–Vamos pues.
Entré y apagué la tele. Aí vengo, dije. ¿Dónde vas?, me preguntaron. Donde la Tiqui, contesté. Aí venís temprano me dijeron. Vaya está bueno, dije y salí.
–¿Te gusta la Tierra Rara?
–Sí.
–Mi hermana compró el disco.
– Ah.
Para entrar a su casa había que empujar un portón antiquísimo que al abrirse hacía ruido como de camión. En el zaguán La Tiqui me hizo señas para que la esperara y asomó la cabeza al corredor, espiando. No se oía nada. Me dio la impresión de estar en una casa deshabitada. Volvió al portón, me pidió que la ayudara a abrirlo, luego lo somatamos. Se oyó una especie de retumbo. La Tiqui corrió y asomó nuevamente la cabeza al corredor.
–Tiqui, ¿Sos vos?– gritó lejísimos una voz de mujer.
–Sí, contestó La Tiqui, gritando también.
–¿Dónde andabas?
–Por aí.
Esperó un momento, luego, llevándose el dedo a la boca, me indicó que la siguiera en silencio. Era un corredor interminable, oscurecido por la sombra de unas colas que caían hasta el piso. Me sentí incómodo y comencé a preguntarme qué hacía ahí, siguiendo a la Tiqui como idiota. Nos introdujimos a un cuarto que olía a viejo y el verlo todo tan ordenado me dio malestar. La Tiqui se detuvo y se quedó como estatua. El silencio empezó a irritarme y me pareció que oscurecía cada vez más. Iba a preguntarle a la Tiqui qué onda, cuando oí el primer bombazo/
/Seguido de un fuerte y rápido toque al redoblante, para caer en los platos, luego el bajo y la primera y el órgano siguiéndoles. Un escalofrío me recorrió la espalda y el corazón se me quedó haciendo peor que los tamborazos del mariguano ese que se deshacía en el estéreo. La Tiqui me hizo una seña para que nos tiráramos al piso y luego nos arrastramos hasta una cortina que cubría una puerta entreabierta.
En la otra habitación una chava descalza y en minifaldita se movía como poseída, agitando su cabello como las bailarinas de la época en la tele. El cantante gritaba algo en inglés, que yo oía como guau–guau, seguido de una convulsión de bajo, requinto y batería que me hacía sentir un vacío en el estómago. La Tiqui se había acomodado y miraba atentamente, como aprendiéndose de memoria los movimientos de su sister. Conocía a la Ximena de antes, la había visto en el parque rodeada de unos cuates que se mantenían sentados en una banca, oyendo un radio de transistores. Si no, en el cine con los mismos cuates o con sus cuatas haciéndose ver en el intermedio. Me parecía loca, pero no así de esquizofrénica. El bajista se quedó solo de repente, apagando un poco la cosa. Yo sentía que los pom–pom agitaban más y más mi respiración. La Tiqui seguía como hipnotizada. La Xime calmó el ritmo, apretó los brazos a su pecho, ladeó la cabeza hasta recostarla en su hombro y empezó a acariciarse la espalda, moviéndose suavemente. Un saxofonista apareció entonces dando unas notas que me electrizaron, me parecieron un grito. Pensé en gaviotas y en letanías, en las tardes de lluvia después de las clases. Ella deslizó sus manos hasta sus nalgas y se las acarició detenidamente. La Tiqui me apretó el brazo con las uñas, tensa, a la espera de algo. Sus manos bajaron más hasta detenerse en los bordes de la minifaldita. Las notas del saxo se me atoraron en la garganta. Tragué saliva y sentí que todo se me confundía en la cabeza. La Tiqui hundió sus uñas en mi brazo. El saxofonista se unió en una sola nota con el requintista y empezó otra vez el desmadre de bajo, batería, gritos que sentí que me estallaban en la cabeza. Cerré los ojos, le di un jalón a la Tiqui que le provocó un gritito apagado y la abracé fuerte, fuerte/
/–¿Qué están haciendo?– oí y fue como que si el mundo me hubiera caído en el estómago, solté a la Tiqui, sentí el piso frío bajo mis espaldas, vi un pie descalzo a mi lado, levanté la vista y entonces vi la cara de la Ximena al final de unas piernas larguísimas. La Tiqui estaba pálida de repente, como si en lugar de su hermana se nos hubieran aparecido los marcianos. Lo único que se me ocurrió fue preguntarle a qué hora se había acabado la música, a qué hora había abierto la puerta: no lo hice. Miré a la Tiqui que seguía como piedra, los ojotes de la Ximena hasta arriba, volví a sentir el silencio y que el cuarto olía a viejo. La chava se encuclilló, nos miró detenidamente la cara de tarados que teníamos, se llevó la mano a la boca y soltó una carcajada que me retumbó en la cabeza. La Tiqui suspiró y soltó a llorar. Me levanté de un solo y salí corriendo: el corredor estaba oscuro y el zaguán era un túnel negro. Mientras abría el portón oí que la Ximena seguía riendo y la Tiqui llorando a gritos. Locas de mierda, pensé, y corrí y corrí por las calles hasta llegar a mi casa.