Los huesos que buscan su nombre (Parte II)
Los huesos que buscan su nombre (Parte II)
“Vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza”, podría ser la frase escrita
sobre el arco neobarroco que abre el cementerio de La Verbena. Algo dantesco tiene este recinto: forma un largo promontorio sembrado de tumbas, rodeado por los barrancos más vertiginosos de ciudad de Guatemala. Aquí, un grupo de científicos remueve miles de osamentas, en un tortuoso intento por devolver a las familias de los desaparecidos, los restos de sus parientes.
A lo lejos, viendo hacia el norte, el puente del Incienso y los asentamientos marginales, Trinidad, Buena Vista, 4 de febrero, aferrados a las abruptas laderas de un abismo; al sureste, tras otro despeñadero, el Cementerio General y el basurero de la Zona 3. Al fondo del barranco, un río de aguas negras en donde una legión de parias entre los parias, vive buscando desechos. El día anterior, un niño que buscaba chatarra fue arrastrado por un deslave.
En la entrada del cementerio de La Verbena, unas pocas tumbas ostentosas bordean una avenida empedrada. A un lado están las construcciones para nichos, versiones pequeñas de edificios de vivienda popular. Más allá, empieza un largo descampado salpicado de cruces. Es donde están enterrados los XX, los cuerpos sin nombre ni apellido, los que nadie reclama. Por disposición administrativa y sanitaria, siete años permanecen en tierra antes de ser exhumados y echados a uno de los tres gigantescos osarios del cementerio.
Este es el nuevo campo de investigaciones de la FAFG. En su búsqueda de los desaparecidos del conflicto armado, la Fundación se ha dado a la tarea de vaciar los osarios con la esperanza de identificar, entre 20 mil osamentas, a las que pertenecen a víctimas de la represión estatal. Un improvisado laboratorio forense se ha levantado por encima de los osarios. Dieciocho expertos analizan una a una, las osamentas exhumadas.
Actualmente, sólo el osario número tres está destapado. Asomarse es caer dentro de una visión digna del Apocalipsis de Juan. Un amplio pozo en el fondo del cual yacen cientos de esqueletos revueltos con basura. La mayoría son osamentas que nunca fueron identificadas. Otros terminaron allí al vencer su derecho a un lote o a una tumba.
Este osario tiene unos cuatro metros de diámetro y diez de profundidad. Hace pocos meses, estaba lleno hasta el borde. Tres ventiladores han sido fijados sobre las paredes para que a los arqueólogos encargados de la exhumación no les falte el oxígeno allá abajo.
El osario n°1, es el más antiguo y el primero en haber sido investigado, tenía ocho metros de profundidad. El n°2, de 25 metros de profundidad, servía además de basurero para deshechos médicos. Se encontraron también cuerpos saponificados: fueron tirados frescos, y, por las condiciones de frío y humedad, las grasas se convirtieron en jabón y los tejidos nunca acabaron de descomponerse.
Una vez vaciados de los restos de personas que pudieron haber sido víctimas del conflicto armado, estos osarios son utilizados de nuevo para depositar a los XX recientes y a los esqueletos desalojados. Según un trabajador de la FAFG, se están llenando a una velocidad vertiginosa.
La cruel esperanza de las familias
Maria Col, traductora español-q’eqchi’ que apoya a la fundación en Cobán, es una de las miles de personas que busca, desde hace ya 30 años, a su marido y a su cuñado, secuestrados por hombres armados y llevados a la zona militar n°21, hoy rebautizada Creompaz, en donde este año, la FAFG ha exhumado casi 500 osamentas. Ella tiene la esperanza de que sus familiares estén entre las osamentas. “Queremos que aparezcan y darles un entierro digno, y no que estén amontonados como animales muertos. Según nuestra cosmovisión, no pueden estar enterrados así. Tienen que estar enterrados como Dios manda”, explica.
La desaparición forzada es uno de los crímenes que más daño hace a las familias: cuesta dar por muerta a una persona de la que no se sabe su paradero. En esos casos, la esperanza absurda pero inevitable, de que aún estén vivos, se convierte en una tortura feroz y permanente.
Fredy Peccerelli, director de la FAFG, propone una analogía para imaginar lo que viven las familias de desaparecidos: “Todos hemos tenido un momento en que un familiar, por unas horas o unos minutos, no sabemos dónde está. Y se vuelve una crisis absoluta hasta que aparece. El nivel de estrés cuando piensas que algo pasó, pero que a lo mejor no pasó nada, es terrible. Imagina 30 años así”.
Peccerelli prosigue, explicando la reacción de las familias cuando se les anuncia que un familiar desaparecido ha sido encontrado: “Para muchas personas, significa descansar. Algunos se sienten felices, y muy tristes, y enojados al mismo tiempo. Unos lloran inmediatamente, otros no. A unos, les da la fuerza para seguir en la lucha por la justicia, a otros les permite dejarla”.
Por otra parte, los informes de la FAFG han servido para apuntalar acusaciones en contra de perpetradores de masacres. Este año, los peritos de la Fundación han dado testimonio en dos casos relevantes: el de la masacre de Dos Erres, ocurrida en 1982 en esta aldea petenera, y en la que al menos 162 personas fueron asesinadas. Cinco militares fueron condenados por este hecho. El otro caso es el de la masacre del Plan de Sánchez, Baja Verapaz, ocurrida también en 1982, y en la que 256 personas de etnia achi’ fueron asesinadas. El 14 de marzo de este año, cinco integrantes de las Patrullas de Autodefensa Civil fueron condenados a un total de 7,710 años de prisión.
“Las evidencias que se presentan muestran, según los casos, la brutalidad, la sistematización, la estrategia de la violencia. Esta evidencia física interpretada a través de la ciencia es muy fuerte. Si se le suman cientos de testimonios, resulta determinante para los jueces”, explica Peccerelli.
Los informes de la FAFG también han servido internacionalmente, en instancias como la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Por su parte, la Audiencia Nacional Española solicitó a la Fundación un informe sobre los perfiles biológicos de las víctimas y los tipos de trauma, para sustentar la acusación por genocidio en contra del general Efraín Ríos Montt.
Los XX excedentes
Las paredes del laboratorio forense del cementerio de La Verbena están tapizadas con fotos de desaparecidos. Una manera, quizá, de recordarle a los antropólogos que las osamentas que manipulan con la misma soltura con la que un mecánico manipula las piezas de un motor, representan un drama humano del cual ya son parte.
El trabajo en el cementerio se inició en febrero del 2010, con el vaciado del osario n°1. “Este osario tuvo una temporalidad que va de 1977 al 1983. Por lo tanto, es donde hay mayor posibilidad de encontrar a víctimas de desaparición forzada”, indica Jorge Barrios, director técnico en el proyecto La Verbena.
La investigación se inició a partir de un estudio estadístico en base a los registros de personas no identificadas que ingresaron al cementerio de La Verbena. Este arrojó que entre 1979 y 1983, el número de entierros de XX aumentó considerablemente. Comparando con los años anteriores a la intensificación del conflicto, en esos cuatro años hubo un exceso de casi mil entierros XX, que correspondían, en su mayoría a hombres jóvenes con heridas de arma de fuego. Ese aumento también se pudo observar en los cementerios de Escuintla y Antigua Guatemala, en donde la FAFG ha realizado el mismo trabajo de exhumación.
Las víctimas eran abandonadas en cunetas, barrancos o terrenos baldíos, no sin antes sustraerles sus documentos de identidad. Eran luego recogidas, llevadas a La Verbena, y después de un paso rápido por la morgue, eran enterradas como XX.
Hoy, entre las 20 mil osamentas que la FAFG ha extraído de los osarios, los arqueólogos y antropólogos forenses buscan a esos casi mil cuerpos excedentes, los que estarían allí, no por la pobreza o el olvido, sino porque esos cuerpos fueron asesinados.
A esto se agrega una nueva tarea. En octubre de este año, en el extremo norte del cementerio, una zona reservada a los infantes, se descubrieron dos misteriosas fosas comunes. Están a menos de dos metros del barranco, en un área batida por los vientos. Son clandestinas: no están registradas por la administración de La Verbena, y por su naturaleza, violan todas las reglas del cementerio. Los huesos están completamente desarticulados y revueltos, por lo que los arqueólogos sólo numeran los cráneos. Veinte han sido exhumados ya. No se puede entrever la profundidad de las fosas, ni el “número mínimo de individuos”, como se cuenta cuando las osamentas están amontonadas. Jorge Barrios piensa que podrían contener víctimas de la represión, pero, tras un mes de excavación, nada permite confirmarlo. Aún así, arqueólogos y antropólogos forenses prosiguen el análisis.
Reconocer a las víctimas: la aguja en el pajar
Una de las tareas más delicadas de los investigadores es determinar a qué osamenta se le extraerá una muestra genética. La FAFG no cuenta con los recursos financieros para realizar una prueba de ADN a todas las osamentas del osario. Es por eso que se han establecido criterios de prioridad. “El grupo de máxima prioridad, la categoría A, corresponde a heridas de arma de fuego en el cráneo. La categoría B son los traumas contusos punzocortantes o cortantes en el cráneo o postcráneo. La categoría C corresponde a las heridas en otras partes del cuerpo”, explica Jorge Barrios.
Estas categorías se basan en los registros de la morgue y en los patrones de ejecución que se vieron en esa época. “Les disparaban a las personas en el rostro. Durante el conflicto se buscaba desfigurarles el rostro. Hay muchos casos también en que la entrada está en la parte posterior de la cabeza, un disparo cuando la persona ya estaba tendida en el suelo”, describe el director técnico del proyecto.
Sin embargo, la categorización puede no ser infalible. “Si no tiene trauma, no significa que no sea una víctima. Sergio Linares y Amancio Villatoro no tenían lesión circunmorten. Y sin embargo, eran desaparecidos”, explica Barrios, haciendo referencia a dos osamentas identificadas por la FAFG en el destacamento militar de Comalapa. Los antropólogos llaman lesiones circunmorten a las que fueron hechas en el momento de la muerte y que pudieron causarla.
Hasta la fecha, se han analizado 12 mil osamentas y realizado 800 pruebas de ADN. Aún no se ha oficializado ninguna identificación.
Fuera del galpón-laboratorio, la vida del cementerio sigue su rutina diaria. Un músico desdentado canta canciones de amor a los policías de turno. A esa hora mañanera, pocos visitan el cementerio, y no hay clientes que soliciten la voz y la guitarra del hombre para complacer a sus difuntos. Se acerca una anciana enjuta. Su rostro demacrado parece ya una calaverita. A su llamado, los antropólogos acuden, y, después de quitarse los guantes de látex con los que han manipulado esqueletos toda la mañana, le compran tamales, chuchitos y chiles rellenos.
Genética: Lo más íntimo de la identidad
Una luz cruda de neones inunda el laboratorio de genética situado en la sede de la FAFG en la Zona 2 de Guatemala. El color dominante es el blanco: las batas, los instrumentos, el mobiliario. Pesa un ambiente aséptico, clínico, a mil leguas del torbellino de vida y muerte del cementerio de La Verbena. De las ciencias llamadas “blandas”, ciencias humanas, arqueología, antropología social, pasamos a las ciencias “duras”. De las arcaicas herramientas de los arqueólogos, brochas y palillos, entramos a un recinto lleno de tecnología de punta, pantallas, analizadores genéticos, nitrógeno líquido y equipo de PCR. El equipo PCR (Polymerase Chain Reaction) permite tomar una secuencia de ADN en una muestra y multiplicarla millones de veces para así poder analizarla.
La tarea del laboratorio consiste en comparar las muestras referenciales de ADN, entregadas por los familiares de desaparecidos, con las muestras extraídas en las osamentas. El ADN es una molécula presente en el núcleo de todas las células. Los genes que son, en cierta forma, las instrucciones que permiten el desarrollo y funcionamiento de todo ser vivo, están formados de ADN. El patrimonio genético es único en cada uno de nosotros, y heredamos la mitad de este de cada uno de nuestros padres.
Lo que se busca son 16 regiones específicas del ADN, cuya variabilidad, entre la población general es bastante grande. Juntos, estos 16 marcadores forman una especie de combinación única para cada individuo. Puede compararse con un código de barras personal. Puesto que el ADN se hereda de los padres, quienes a su vez lo heredaron de sus padres, se puede evaluar la probabilidad de que un individuo con determinado perfil genético sea hijo, padre, hermano, tío o primo de otro individuo. Entre más cercanos son los parientes, más seguro es el resultado.
El laboratorio empezó a funcionar a finales del 2007. Desde esa fecha, 5,197 muestras provenientes de familiares de desaparecidos han sido comparadas con 5,416 muestras extraídas de osamentas. Todas las muestras de ADN de osamentas son confrontadas con todas las muestras referenciales. Esto es posible gracias a un programa informático llamado M-FISys (pronúnciese “émfasis”), el cual sirvió para la identificación de las víctimas del ataque a las torres gemelas y de los atentados de Londres. Hasta la fecha, este proceso ha permitido identificar a 139 desaparecidos en Comalapa, Rabinal, el área ixil y otros lugares.
Obtener los marcadores del ADN de las osamentas no tiene nada de sencillo. Nada sucede como en los laboratorios forenses de las series de televisión americanas, en donde, diez minutos después de ingresada la muestra de ADN, aparece en la pantalla el rostro del asesino o la víctima.
“El proceso consiste en una serie de lavados y lisis (rotura de la membrana de las células) para recuperar el ADN. Una vez preparadas las muestras, las pulverizamos con hidrógeno líquido para convertirlas en un polvo fino. Se saca el ADN de la célula y se eliminan los demás componentes”, explica Mishel Stephenson, directora del laboratorio. Las muestras suelen ser un diente o un trozo de un hueso largo y denso, la tibia, por ejemplo.
Sin embargo, no siempre se consigue el preciado ADN. “Más o menos la mitad de las muestras nos fallan, aunque eso depende de los casos trabajados. A veces las condiciones en que están enterrados los huesos no son las óptimas y el ADN se puede degradar o quedar en muy poca cantidad. Otro problema es que en el suelo a veces hay reactivos que pueden inhibir la reacción, y entonces no podemos obtener el perfil genético” añade la bioquímica.
Si en los casos difíciles como los cementerios municipales o los destacamentos militares, la genética es la única forma de obtener una identificación, esto no significa que permitirá identificar a todos los desaparecidos. Tomando el ejemplo de La Verbena, puede verse hasta qué punto lograr una identificación es cuestión de suerte. Las probabilidades no juegan a favor de los investigadores.
Primero, los antropólogos forenses tienen que identificar entre las 20 mil osamentas halladas, a las mil que se supone provienen del conflicto armado. Ya de por sí, las probabilidades no son altas. De los que se logren encontrar, sólo el 50 por ciento superará la prueba del ADN, y sin el perfil genético, la identificación es impensable. Pero, aún si se consigue el perfil, este no será de ninguna ayuda si los familiares de ese individuo no han llegado a la FAFG a entregar su propio ADN. “Hay que tener a los familiares cercanos, tener las osamentas, y tener un perfil de la osamenta. Se tienen que alinear todas estas variables para obtener una identificación”, indica Stephenson.
Pero las dificultades no acaban allí. No todas las coincidencias entre dos perfiles genéticos son determinantes. Como se vio, un perfil genético está conformado por 16 marcadores. Pero en ocasiones, el ADN de las osamentas está degradado, y los genetistas sólo logran leer unos cuantos de estos marcadores. Cuando una coincidencia de perfiles se observa, pero sólo a partir de unos pocos marcadores, hay que tener mucho cuidado: el match, como dicen los genetistas, podría ser fruto del azar y no de un grado de parentesco. “El ADN es una cosa increíble, pero tampoco es magia. Cometer el error de sobreinterpretar los resultados es fatal”, advierte Fredy Peccerelli.
De las osamentas de La Verbena, ya se han obtenido algunos positivos que resultaron ser falsos. Es por eso que, cuando se logra una coincidencia entre una muestra referencial y una muestra proveniente de una osamenta, un equipo de la FAFG se encarga de cruzar todas las informaciones disponibles sobre el desaparecido. Se debe andar de nuevo todo el recorrido científico, antropología social, arqueología, antropología forense y genética.
Cazadores de errores
En el cementerio general de Santiago de Chile, había una parcela llamada Patio 29. Es donde eran enterradas las personas no identificadas, las NN, dicen allá. También sirvió para ocultar a las víctimas de la dictadura militar de Augusto Pinochet. En los años noventa, el Servicio Médico Legal, una institución pública chilena, exhumó las osamentas del Patio 29 y afirmó haber identificado a 96 víctimas de la guerra sucia. Los cuerpos fueron entregados a sus familias. Casi quince años más tarde, nuevos análisis realizados en Texas, demostraron que la mitad de estas identificaciones eran erróneas. Cuarenta y ocho familias, que habían velado y enterrado a su pariente desaparecido, sufrieron una nueva tragedia: tener que devolver el cuerpo que les habían atribuido equivocadamente. Algunas se negaron, y la exhumación tuvo que hacerse mediante orden judicial.
Que un caso como este ocurra en Guatemala, es lo que busca evitar a toda costa la Dirección de Investigaciones de la FAFG, dirigida por Omar Bertoni.
Frente a un match genético, este equipo reconsidera cada detalle. Primero, se cuestiona la calidad de la coincidencia genética: si se obtuvo a partir de los 16 marcadores genéticos, la probabilidad de un error es insignificante. Si se obtuvo a partir de siete o nueve, hay que ser mucho más precavidos. Luego, se pregunta si la datación de la fosa donde fue encontrada la osamenta es consistente con la fecha de desaparición que mencionan los familiares. Se mira también si el perfil biológico, edad, sexo, estatura, odontología de la osamenta coincide con lo registrado en la entrevista antemortem realizada por los antropólogos sociales. “La idea es que cualquier científico del mundo, analizando las evidencias que tenemos, pueda decir: correcto, esta es la persona”, explica Omar Bertoni.
Una vez cruzados todos los datos disponibles, puede oficializarse la identificación. Puede también que deba descartarse definitivamente, en cuyo caso, habrá que admitir que la ciencia, con todos sus instrumentos y métodos, ha hecho lo posible, pero ha fracasado. ¿Cuántos de los 40 mil desaparecidos que dejó la guerra podrán ser localizados? ¿Por cuánto tiempo habrá familiares que los busquen?
Las heridas de una guerra no se cierran con la muerte de sus protagonistas. Lo demuestra el caso de la guerra civil española: más de 70 años después, nuevas generaciones, nietos o bisnietos de desaparecidos, aún promueven exhumaciones, buscan osamentas desaparecidas como la del poeta Federico García Lorca, y exigen conocer la verdad.
Mientras, en Guatemala, miles de familias esperan poder velar un día a sus muertos perdidos en los osarios, el cementerio de La Verbena se convierte en un símbolo de la historia reciente de Guatemala. Un arco neobarroco, un largo promontorio sembrado de tumbas, rodeado por los barrancos más vertiginosos de ciudad.
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