¿Cómo es posible entender, desde una visión sin propiedad privada, que el petróleo se llame «Texaco», o que el maíz se llame «Monsanto»? ¿Cómo poder entender, no siendo un representante de la cultura capitalista, que una flor esté patentada como «Johnson & Johnson» o que una mariposa sea «marca Bayer»?
El pensamiento occidental capitalista de la modernidad se impuso ya largamente por todo el globo; quien no entra en sus parámetros es un «primitivo». Pero estas nociones son construcciones históricas, no naturales, no son eternas y pueden cambiar.
Con el aluvión capitalista en estos últimos siglos el mundo se transformó dramáticamente. A lo largo de la historia muchos fabricantes pusieron sus nombres a las cosas que producían; así se fueron inventando símbolos o ilustraciones para identificar y distinguir las obras elaboradas. Cerámica china, vinos europeos, tapices persas, tejidos asiáticos, fueron marcados con símbolos identificatorios para que, quien los comprara, pudiera reconocerlos.
Antes del siglo XIX las «marcas registradas» eran usualmente ilustraciones y no palabras, pues mayoritariamente la población era analfabeta. Con el aumento del comercio capitalista se comenzaron a reconocer los derechos legales de los dueños de las «marcas registradas», estableciéndose leyes que previnieran el uso indiscriminado de las mismas desde una óptica de defensa de la propiedad privada.
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Las primeras leyes que intentan regular este campo de la propiedad privada en la producción aparecen en Estados Unidos hacia 1790. Más tarde, en 1883, un grupo de naciones industrializadas, todas occidentales, creó la Convención de París, organización de tratados internacionales que requería que los países miembros reconocieran los derechos de marca registrada de los productores extranjeros. La noción de propiedad privada en la producción –«marca registrada», «patente» o «derechos de autor»– había llegado para quedarse en el mundo moderno.
Enseñan las escuelas de mercadotecnia –gran invento de las tecnologías manipuladoras de las sociedades de masa para promover el consumo– que la marca constituye el nexo central de comunicación entre la empresa y los consumidores. Se trata en las estrategias comerciales de «posicionar la marca»; es decir, lograr imponer en los consumidores un esquema que relacione automáticamente un emblema con el producto ofrecido (léase: reflejo condicionado, según el ya clásico esquema de los perros de Pavlov). No importa qué se ofrece, si es un producto prescindible, si llena una necesidad creada artificialmente, si es dañino incluso; la cuestión del mercadeo es lograr hacer que la gente compre. Las «marcas registradas» –con toda la parafernalia que le acompaña: «mezcla de elementos tangibles e intangibles: el nombre, el diseño, el logotipo, la presentación comercial, el concepto, la imagen y la reputación que transmiten esos elementos respecto de los productos o servicios ofrecidos»– están para eso. Y por cierto, ¡lo logran!
Hoy ya estamos totalmente acostumbrados, invadidos, naturalizados por las «marcas registradas». No pedimos una bebida gaseosa sino una Coca-Cola, no usamos hojas de afeitar sino Gillette, y pasaron a ser parte de nuestra vida cotidiana tanto Nestlé como Nike, Toyota o Shell, Apple, Windows o Sony. A nadie sorprende ver los símbolos ® o © en cualquier producto: un libro o un televisor, un vibromasajeador o un bisturí. Las marcas que se impusieron en el mercado hacen parte fundamental de nuestra vida, por lo que todo está preparado para que nadie reaccione el día que las encontremos en el agua potable de cualquier grifo público, la carne que comamos o el aire que respiremos, así como hoy la frase «Me encanta» (en los idiomas más hablados…) es propiedad de McDonald's. El mundo del capitalismo es el de las marcas comerciales que manejan a la humanidad. ¿Nos beneficia eso? ¿Deberá cambiarse?
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