Estos miles de niños, muchos menores de 10 años, hicieron un recorrido de más de 1,500 kilómetros enfrentando riesgos tan graves como secuestros, robos, extorsiones, violaciones y asesinatos. Pese a los peligros del trayecto y a la incertidumbre de la llegada, la migración de menores no acompañados ha aumentado significativamente en los últimos años y en 2014 ha llegado a cuadruplicar el promedio de 16,000 niños capturados en la frontera sur estadounidense cada año entre 2010 y 2013.
Es cierto que durante las últimas semanas, estos flujos parecen haber disminuido –al igual que la intensidad de la cobertura mediática sobre el fenómeno. Pero sería equivocado pensar que esta disminución se debe a que los factores que empujan a los menores a migrar han desaparecido. Más probablemente ha sido producto de una mayor coordinación en la acción fronteriza entre Estados Unidos y México.
Hoy por hoy, en el Triángulo Norte de Guatemala, Honduras y El Salvador hay cinco millones de niños que viven bajo el umbral de pobreza (usando una línea de pobreza de cuatro dólares por persona al día). Es más, no solo hablamos de altas tasas de pobreza, sino de pobreza altamente persistente. De acuerdo a estimaciones del Banco Mundial, la pobreza ha bajado relativamente poco en el Istmo centroamericano en los últimos quince años: mientras que la pobreza en Latinoamérica en conjunto registró desde 2000 una reducción del 40 por ciento, esa disminución solo fue del 9 por ciento en Centroamérica. En la actualidad, casi la mitad de los centroamericanos (el 46 por ciento) todavía vive en condiciones de pobreza; un porcentaje muy aproximado al que había en 2007, justo antes de la crisis.
Si bien la región ha conseguido avances importantes en sus indicadores de desarrollo humano, con esfuerzos sostenidos para ampliar la cobertura de los servicios de salud y educación, todavía persisten altos índices de deserción escolar. Por ejemplo, cuatro de cada cinco jóvenes guatemaltecos que se inscriben en secundaria no llegan a graduarse. En Honduras y El Salvador, solo la mitad o menos de los jóvenes inscritos terminan la secundaria.
Si a esta situación social le añadimos los niveles de crimen y violencia de la región (los tres países del Triángulo Norte típicamente aparecen en las clasificaciones en el grupo de los cinco más violentos del mundo) no es difícil entender que una gran parte de menores y adultos centroamericanos tengan como objetivo emigrar.
Es justo reconocer que los países de la región están haciendo grandes esfuerzos para mitigar estos factores. Pero es complejo romper el círculo vicioso entre violencia, escaso crecimiento e inversión, pobres oportunidades para la juventud e incentivos para entrar en actividades delictivas y así generar más violencia. Es más, cuando tenemos en cuenta el punto de partida en términos sociales, y que gran parte del problema de la violencia está vinculado con un tráfico de drogas que mueve cifras astronómicas (de acuerdo a estimaciones del Banco Mundial, el valor de la cocaína que circula por Centroamérica equivale al cinco por ciento del Producto Interno Bruto regional), es fácil entender la labor casi quijotesca que deben afrontar las autoridades centroamericanas.
En el Banco Mundial estamos trabajando muy de cerca tanto con los gobiernos de El Salvador, Honduras y Guatemala como con instituciones multilaterales y entidades centroamericanas para identificar posibles soluciones y un plan de acción a mediano y largo plazo.
Pero es obvio que un plan que aborde las raíces del problema requerirá del apoyo de toda la comunidad internacional. Porque si el tema ha desaparecido por ahora de los titulares, el problema persiste y requerirá de un esfuerzo mancomunado y de largo aliento para resolverlo. Solo así podremos brindar finalmente mayores esperanzas y oportunidades a las niñas y niños centroamericanos.
* Humberto López es el director del Banco Mundial para Centroamérica
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