¿Por qué caen o son acorralados todos estos gobiernos? Dos causas: 1) el capitalismo global, liderado por Estados Unidos, no tolera experimentos político-sociales que puedan irse de sus manos; y 2) son procesos políticos muy débiles, con poco arraigo popular. En realidad, son de una izquierda reformista.
En estos momentos, caídos el bloque soviético y el socialismo chino, el capital entona su himno de gloria. El fin de la guerra fría —ganada por el campo capitalista— y la derechización uta de la vida cotidiana pusieron a los trabajadores del mundo en situación de enorme desventaja. La desmovilización actual, montada en el miedo y en la despolitización que dejaron las dictaduras en toda Latinoamérica, nos tiene paralizados. Pero eso no significa que las injusticias terminaron, ni remotamente. Las causas profundas de los pesares de todo el continente continúan.
En ese marco de contención de toda protesta popular, el hecho de que aparezcan gobiernos no completamente alineados a la lógica del capital dominante ya es un peligro (peligro para el capital, obviamente). Ninguno de los gobiernos progresistas que recorrieron Latinoamérica en estas últimas décadas con proyectos nacionalistas se propuso cambios estructurales profundos. Pero el solo hecho de hablar un lenguaje algo alternativo constituye una afrenta para la lógica de dominación.
Estados Unidos, liderando la globalización neoliberal, impide por todos los medios cualquier iniciativa que pueda cuestionar su hegemonía. Ello es así porque aquí sigue saqueando recursos vitales para su proyecto: petróleo, agua dulce, biodiversidad, minerales estratégicos. Las oligarquías vernáculas, articuladas a ese proyecto capitalista, hacen las veces de aliados tácticos en esa dominación. De ahí que todas reaccionan por igual ante estos gobiernos molestos, con perfil populista. Y en ese combate la corrupción ha pasado a ser el caballito de batalla.
El capitalismo como sistema y su principal exponente, Estados Unidos, no descansan un instante en su lucha contra cualquier elemento que los cuestione. De ahí que siguen manejando los destinos de nuestros países con mano férrea, impidiendo a toda costa la organización del pobrerío y las propuestas de cambio. La supuesta lucha contra la corrupción sirve a esos intereses.
Pero estas propuestas también caen por otro motivo: son procesos políticos muy débiles, populistas, con poco arraigo popular real más allá del amor amarrado al clientelismo en juego o a un líder carismático.
Todos estos países progresistas (Argentina, Brasil, Chile, Uruguay, Paraguay, Venezuela, Ecuador y, quizá en menor medida, Bolivia) siguieron rigiéndose por modelos de mercado capitalista, con oligarquías nacionales dueñas de buena parte de la riqueza, con inversiones privadas multinacionales y con Estados que siguieron defendiendo la propiedad privada de los grandes medios de producción. Lo que pudo apreciarse en estos años son procesos de redistribución con algo más de sentido social, pero no más. Administraciones que tuvieron algo más de conciencia social, pero que no pasaron de un capitalismo con rostro humano.
En todos los casos, con diferencias de detalles, pero con denominadores comunes, no fueron procesos de revolución popular. Todos estos gobiernos llegaron a la casa presidencial a través de elecciones dentro de los cánones capitalistas, respetando la institucionalidad. Esto abre la pregunta sobre cómo construir formas alternativas reales a los marcos capitalistas: está claro —la experiencia de todos estos procesos lo demuestra, incluida la Revolución Bolivariana, supuestamente la más radical de estas iniciativas— que en esos moldes es imposible cambiar algo en la estructura, en lo profundo.
Ahora bien: ¿es posible construir alternativas reales de cambio con estas propuestas? ¿Se puede cuestionar el sistema desde dentro de él mismo navegando en su institucionalidad? Pareciera que no porque, cuando se intenta ir más allá de lo permitido, la represión aparece. El caso de Salvador Allende en Chile nos lo recuerda patéticamente. Pero ejemplos hay numerosos: Jean-Bertrand Aristide en Haití, Maurice Bishop en Granada o Manuel Zelaya en Honduras. Si se pretende ir un poco más allá de lo que el sistema tolera, el sistema se encarga de recordar que no es posible.
Está claro que ninguno de estos procesos cuestionó de raíz a las oligarquías de sus países o a la cabeza imperial. ¿Por qué ahora van cayendo o pueden estar próximos a caer los planteos redistributivos? Porque la bonanza económica de algunos se agotó años atrás (la crisis capitalista mundial no perdona) y ahora hay menos para repartir. Van cayendo porque, desde que nacen, estas iniciativas reformistas tienen sus días contados más allá de la pasión que puedan mover, de las esperanzas que puedan abrir. O se radicalizan o caen. La experiencia lo demuestra. El único experimento socialista que se mantuvo y se amplió en Latinoamérica, porque realmente se radicalizó, fue Cuba.
Estos gobiernos de centroizquierda caen, en definitiva, porque no tienen la más mínima posibilidad de imponerse y más temprano que tarde el sistema tiene cómo sacudírselos. Antes, con golpes militares. Ahora, con este nuevo ardid de la lucha contra la corrupción.
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