Resulta que con Cerati, Soda Stereo en realidad, tuvimos algo muy especial. Esto pasó en una época en que la piel, la psique, el alma acababan de dejar el cascarón de la niñez y yo andaba buscando todo tipo de experiencias y emociones que dejaran una impronta en mí. Quería, quizá sin saberlo, quizá por el pánico que causa la hoja en blanco en nosotros los que escribimos, llenar cuanto antes la página de lo que iba a ser mi vida.
Quería hacer ese surco que es como las rayas de un disco, esa serie de diminutas crestas y valles en la superficie de mi yo, una huella gramofónica que, para quien te conoce y tiene la paciencia de leerla, puede producir la más dulce de las músicas. Eso quería.
Y en esas estaba y quería saber y conocer y probar.
El domingo pasado, hastiados del enclaustramiento hogareño un fin de semana largo en el que no pude salir de la ciudad porque a alguien se le ocurrió inventar la historia de que ISIS anda en Juárez, aquel y yo fuimos a comernos un brownie –yo me tomé dos jarras de cerveza además– en el Applebee´s de al lado de casa.
En el restaurant, videos de música ochentera llegaban a la pantalla desde alguna estación central en un lugar a miles de kilómetros de distancia, quizá cercano al punto de procedencia del brownie que nos sirvieron. (Todo viene de tan lejos hoy en día.)
Y en ese sopor que ocurre entre la primera y la segunda jarra, perdí momentáneamente el hilo de la conversación con mi interlocutor. Mi vista pasó del brownie, a la hostess, a un tatuado total que estaba en la mesa de enfrente, a la pantalla. Era un video musical dolorosamente convencional. La historia, más o menos era la misma que la de We´re Not Gonna Take It, un montón de gente convencional alarmada por los peludos en mallas apretadas de Ratt mientras cantaban Round and Round.
Una de esas canciones que sabés de quien son y más o menos sabes cómo va la letra pero no alcanzás a recordar cuándo la escuchaste por primera vez, que significó para vos, menos aún entender por qué la ponen con una inexplicable frecuencia en la radio de rock clásico de El Paso (sospecho que, salvo los anuncios que vienen de Juárez, el contenido de la radio viene de distantes lugares).
El mesero me saca de mis abstracciones y mientras, él, el otro, mi acompañante, insiste en que quiere ser soldado. Es una idea nueva y no me termina de convencer pero en esos saltos al vacío que doy –que tantas veces vi dar a mi madre– le digo que si eso quiere, le voy a apoyar.
Más que la posibilidad de que se vuelva militar, de que termine luchando en la próxima guerra nuclear o tenga que tomar decisiones sobre la vida y la muerte de otros, me aterra lo mucho que se parece a mí. Cosas obvias como la idea de que algo se puede aprender en el ejército y cosas tan sutiles como unas leves angustias por cosas que podrían o no suceder muchos años más tarde.
Y me veo allí, frente a mí mismo, comiendo brownie con helado. Hablando de mis cosas. Yo no tuve con quien hablar de esas cosas. Pero me veo en él.
Me veo a esa edad, con el mundo por descubrir y la hoja por llenar.
Fue más o menos a mediados, finales de los ochenta que escuché por primera vez a Soda Stereo. Eso habrá sido unos dos años después de Round and Round (acabo de googlear en que año salió la canción de Ratt porque, salvo Marcelo Frachelli, no conozco a nadie que guarde memoria de esas mierdas). Recuerdo que Cerati contaba que a veces sentía temor, a veces vergüenza. Me hablaba de la desilusión de un planeta y de un temblor que en ese entonces no terminaba yo de abarcar con mi mente.
Ya después de que me contara de la grieta en su corazón, vinieron otras canciones. Algunas son surcos fundamentales en mi disco personal, casi como de esas cosas que querés y actuás para que tu vida replique la poesía. Porque de seguro yo en más de alguna ocasión planeé hacerle todo el daño de una vez a alguien. Y confieso haberme aferrado a la noción que si algo está enfermo, está con vida.
Y hoy que me enteré que Cerati murió, que había muerto hace cuatro años, no lo quise creer. Porque a mí me consta que murió hace una década, o más. Para mí, al menos. Murió Cerati el que dejó la impronta en ese que yo fui una vez. Murió ese que yo fui una vez, ese que se parecía tanto a este chavo que pide otro vaso de limonada. A este que tiene la hoja en blanco.
La tristeza, esa tristeza insustancial, inasible, que me asalta es por la muerte de Cerati, de Soda Stereo, que murió justo cuando murió ese muchacho sobre quien dejó su huella con su música, con su poesía que usaba nuestras cabezas como revólveres. Porque al final de cuentas morimos todos los días y lo único que nos queda para recordarnos de nosotros como éramos es alguna raya sobre la piel, alguna mella en la mente, una impronta en el alma.
Y él aún no sabe estas cosas, porque su hoja apenas está en los primeros renglones y sus angustias son aún menos concretas que las mías y por lo tanto más aterradoras.
En la pantalla está Sammy Haggar. Dice que ya no puede manejar a 55 millas por hora.
Lo miro y pienso que es hora de irnos. Apuro la segunda jarra de un trago. Volvemos a casa a terminar de matar el fin de semana largo.
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