Derrumbamiento
No había hecho tanto calor como aquel día, cuando un tinte granate intenso se derramó sobre la campiña.
En los patios de las casas, las gallinas abrían el pico como clamándole al cielo que desatara un poco de lluvia, los perros jadeaban exhaustos recostados sobre sus lomos y con las lenguas secas sobre la tierra suelta. Los cerdos eran acechados por centenares de moscas verdes que sobrevolaban con torpeza sus barrigas desnudas. Cada ser se aferraba a su pedazo de infierno, como si de ese acto dependieran sus ínfimas y asfixiadas sobrevivencias.
El viento freía los cuerpos que se tambaleaban por la plaza como en un caldo dantesco de sudor y polvo.
Raquel caminó hasta la casa de Dominga con una cantimplora llena de agua tibia. Dos veces se la acercó a los labios pero no pudo sorber ni un trago porque la boquilla despedía un vapor con aroma a manzanilla vieja que no la dejaba respirar.
Llevaba el vestido empapado y el cuerpo grasoso. El pañuelo que había envuelto en su cabeza antes de salir de casa a penas la protegía de las laceraciones microscópicas de los rayos solares. La piel empezaba a darle punzadas debajo de su indumentaria negra.
“Ya debe estar muerta esta pobre mujer”, se decía como justificando el color de su ropa bajo el creciente sol dominical. Dibujó la señal de la cruz sobre sus labios y apresuró el paso hasta la casa de Dominga, su amiga de toda la vida.
–¿Cómo siguió Dominguita doña Minga?
–Mal Raquelita, mal.
–¿Y por qué no le da un su tecito de tilo bien cargado, pues?
–Ya le di. Si lleva todo el día tomando tilo pero no le hace nada, está ida la pobre. Me da miedo que se me muera.
–¡Dios guarde doña Minga, no diga eso! –Se persignó.
–¿Ya la vio el doctor?
–Tres veces ha venido a verme a mi muchachita...
–¿Y qué tiene?
–Locura. Eso ya no tiene remedio...
Dominga estaba sobre la cama con la barbilla hundida en sus rodillas y con un espejo entre su pecho y sus muslos. De vez en cuando se acariciaba los empeines con las manos sudorosas y desacertadas. Parpadeaba con la lentitud del día y escuchaba entre nebulosas
las conversaciones de su madre y Raquel dentro de la habitación inundada por una falsa luz crepuscular.
–¿Será que una se vuelve loca así de repente, pues, doña Minga? –preguntó Raquel mientras se abanicaba el rostro con la palma de la mano.
–Claro que sí Raquelita, mire a mi hija cómo está.
–Tenga fe doña Minguita, va a ver que se pondrá buena.
–Primero Dios Raquelita.
La casa fue invadida por el repicar de las campanas que anunciaban la misa de las tres de la tarde. Doña Dominga reparó en que su hija llevaba tres días sin dormir. Dos días recostada sobre la misma cama, sin comer, bebiendo muy poca agua, hablando en voz muy baja y aferrada a su pequeño espejo.
I
“¡Es un varoncito, es un varoncito!”, gritaba Felipa para consolar a Dominga después del parto.
Dominga escuchaba su júbilo, tirada en la cama, exhausta y temblorosa. Lo único que agradecía era haber terminado de dar a luz. Jamás se sintió tan convulsionada y débil como aquella tarde.
“¡Es varoncito! ¡Que bendición!”, gritaba Felipa por todo el cuarto mientras limpiaba a la criatura y la envolvía entre sábanas blancas.
Doña Dominga le embebía la frente con agua tibia a su hija mientras susurraba una oración de agradecimiento: “El Ángel del Señor anunció a María y concibió por obra del Espíritu Santo... Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra...”
La madre peinaba, con los dedos, el cabello de su hija, cuando un repentino oleaje de recuerdos la invadió hasta el desaliento: fue en esa misma habitación, en la misma cama, bajo la mirada de los mismos cuadros, rodeada de los mismos muebles y probablemente arropada por las mismas sábanas, que Dominga tuvo a la hija que en ese momento consolaba. Quién diría que diecisiete años pasarían tan rápido.
Doña Dominga bautizó a su hija con el mismo nombre que había llevado su madre, su abuela y su bisabuela, quienes murieron cuando era una niña.
La Dominga adulta, de treinta y cuatro años, había dado a luz a su hija única a la misma edad que su madre la había alumbrado a ella y a la misma que su hija acababa de alumbrar a un varón. “Grandes son los enigmas de mi Señor”, rezaba.
Conocía muy bien esa modorra que invadía a su hija y esa sensación de desdoblamiento que sentía después del parto.
Había otras recreaciones de la memoria en aquel acontecimiento: Felipa había sido quien atendió a doña Dominga en el parto, lo único distinto fue el entusiasmo con el que anunció el nacimiento de la nueva criatura que habitaría la vieja casa de su bisabuela: “Es una niña”, decía Felipa, diecisiete años atrás, entre prolongados silencios.
El padre de aquella niña que Dominga adormecía entre sus brazos le había jurado desde el inicio de su embarazo que la dejaría si no paría un varón. Aún en la convalecencia del postparto, lo vio hacer un movimiento negativo de cabeza y cerrar la puerta tras de sí. Aquel fue el día en el que lo vio por última vez.
La calma chicha que invadía a Dominga y la mantenía abstraída de aquella morada húmeda e inestable en la que su madre le desenredaba el pelo con los dedos, fue repentinamente truncada cuando una fina boca de piraña le mordió el vientre.
“¡Todavía tengo algo adentro!”, le gritaba a Felipa en busca de auxilio. Doña Dominga le aseguraba que era un efecto normal después de dar a luz, pero ella insistía con creciente intensidad: “¡Les juro que hay otra persona aquí adentro! ¡Felipa, ayúdeme!”.
Felipa le palpó el abdomen con las dos manos y lo confirmó. “Hay que sacarlo cuanto antes o se va a morir”, le auguró.
Aquella tarde calurosa de mayo, Dominga parió gemelos. Ella no sabía que llevaba consigo a dos criaturas. Todos los cuidados de su embarazo estuvieron a cargo de Felipa, quien jamás se lo advirtió.
“Al que nació primero lo llamaré Miguel, como el Arcángel que lidera los ejércitos celestiales. El segundo se llamará Remiel, guardián de los resucitados”, dijo Dominga moribunda.
III
Pasadas dos semanas desde el nacimiento de los gemelos, el padre David llegó a la casa para bautizarlos. La abuela Dominga limpió la casa durante dos días y mató cuatro pollos para celebrar la ceremonia.
A las diez de la mañana inició la misa de acción de gracias en el atrio de la casa. Felipa y Dominga cargaron a los gemelos durante la eucaristía. Cerca del altar, la madre de los niños esperaba sentada el final de los rituales con un trapo amarrado a su cabeza.
El padre David bendijo el agua que llenaba dos cántaros de barro y pidió que le acercaran a los incircuncisos. Felipa y Dominga los cargaron hasta el altar improvisado y les descubrieron las cabezas para consumar el bautizo. El sacerdote elevó una oración y preguntó:
–¿Cómo se van a llamar estos angelitos?
–¡Domingos! –dijo la abuela de forma precipitada y anticipándose a la respuesta de la madre de los gemelos– ¡Los dos se llamarán Domingo!
IV
La abuela convivió con los gemelos hasta los cinco años. Después de ese tiempo Dominga se marchó de la casa de su madre para criar a sus hijos sola.
“No seas necia, aquí no les va a faltar nada”, le dijo su mamá antes que Dominga cerrara la puerta de la casa que la había visto crecer y que no vería hacer lo mismo a sus dos hijos.
Los gemelos crecieron con la idea de tener dos nombres: La abuela llamaba “Domingo” a Miguel y Dominguito a Remiel. Su madre, por su parte, los llamaba por sus nombres. Ambos respondían indistintamente a cada llamado. La disputa por fijar un nombre diferente a cada uno era cotidiana entre madre e hija; ninguna de las dos cedía.
Dominga se mudó a una casa pequeña que se alejaba tres horas a pie de la vivienda de su madre. Era un pueblo tranquilo y desconectado de los caseríos que abundaban en el municipio. Ahí crecieron los gemelos, en un ambiente calmo, rupestre y casi desértico.
Con una máquina de coser, Dominga confeccionaba vestidos para venderlos y sufragar los gastos de su nuevo hogar. Educó a sus hijos hasta los ocho años, cuando consideró que era tiempo de inscribirlos en la escuela. La más cercana quedaba a una hora de ahí y solo se podía llegar a pie.
–Voy a enviarlos a la escuela. Debieron ir hace dos años pero sentí que no estaban listos. –¿Qué es la escuela? –preguntó Remiel mientras su hermano parecía no prestar atención a lo que su madre explicaba.
–Es un lugar donde van a aprender a leer, a escribir y también van a jugar.
–Aquí hacemos eso.
–Pero no les sirve de nada –increpó Dominga olvidando que sostenía una conversación con dos niños de ocho años.
–A mí sí me sirve –intentó explicar Remiel. Su hermano prestaba más atención al sonido generado por el choque de dos piedras.
Los tres se fueron a dormir con la sensación de haber dejado algo inconcluso. Dominga escuchó murmurar a Remiel toda la noche. Miguel solo respondía que “sí” esporádicamente.
A la mañana siguiente, Dominga sirvió el desayuno y observó un sospechoso intercambio de miradas entre los hermanos. Ninguno de los tres habló hasta que acabaron sus platos de avena.
–Hemos tomado una decisión. Creemos que es lo más justo para los tres –rompió el silencio Miguel.
–¿Sí? Díganme cuál es.
–Solo uno de los dos irá a la escuela y el otro se quedará a hacerte compañía –dijeron al mismo tiempo los gemelos.
–¿Y por qué creen que pueden tomar una decisión sin consultármela antes a mí? –Porque tú nos necesitas y nosotros a ti –se anticipó Miguel a su hermano.
–Eso es verdad, pero no puedo aceptar esa decisión.
–Lo sentimos, pero ya está tomada –respondió Remiel frunciendo el ceño y mirando decididamente a su madre.
Dominga soltó una carcajada.
–Los dos deben ir a la escuela, no puede ir solo uno –les explicó Dominga entre risas. –Los dos iremos a la escuela –le insistió Miguel con seriedad.
–Me acaban de decir que solo uno irá y el otro se quedará conmigo.
–Nos turnaremos –volvieron a pronunciar al mismo tiempo.
Miguel le hizo una mueca a su hermano y este asintió lentamente y con seguridad. Inmediatamente después le explicó a Dominga el plan que habían ideado toda la noche:
–Somos hermanos, somos iguales y nos llamamos igual. Nadie notará la diferencia. Un día irá él a la escuela y yo me quedaré contigo; al día siguiente iré yo y él se quedará contigo. ¿Es tan difícil de entender?
–Sí son hermanos, sí se parecen, pero ¡no se llaman igual! –dijo Dominga un poco exaltada.
–La abuela dice que sí –le riñó Remiel a su madre.