Temporada de desalojos en la Laguna del Tigre
Temporada de desalojos en la Laguna del Tigre
El dos de junio pasado la comunidad de Laguna Larga fue desalojada por un contingente de dos mil policías y soldados. Esta población de 400 habitantes estaba asentada desde el año 2000 en un área protegida situada entre la frontera con México y el Parque Nacional Laguna del Tigre, en Petén. El Conap, que empezó a tramitar la expulsión en 2005, logró por fin su objetivo. No es el único. Poblaciones en condiciones similares temen también ser expulsadas de una zona que consideran su hogar, pero que es en realidad una reserva protegida.
Cuando la fuerza pública llegó a Laguna Larga encontró las casas, las iglesias y la escuela de la aldea desiertas. Todos sus habitantes habían huido, llevando lo que pudieron para instalar un campamento de fortuna sobre la misma línea que separa México y Guatemala, a la altura del ejido mexicano de El Desengaño. Sus condiciones de vida allí son “infrahumanas” según el comisionado presidencial de diálogo, Rokael Cardona, uno de los pocos funcionarios guatemaltecos que ha visitado el campamento.
Según un comunicado firmado por cuatro organizaciones mexicanas, las personas desalojadas se encuentran en situación de “emergencia humanitaria que pone en riesgo la vida y la integridad de niñas y niños”. Servelio González, habitante de Laguna Larga, dice que todas las casas de la comunidad fueron destruidas por la fuerza pública. “Quemaron casas, todo. Mataron perros, caballos, coches, gallinas. Se comieron las vacas que teníamos. Llegaron a destruir todo”, narra desconsolado. La destrucción de la comunidad también fue constatada por las organizaciones mexicanas.
El de Laguna Larga podría ser solo el primero de una serie de desalojos. La destrucción de La Mestiza está programada para el 21 de junio. Esta comunidad reúne a 50 familias en la parte suroriental del Parque Nacional Laguna del Tigre. Otras tres comunidades tienen orden de desalojo tramitada en los juzgados de Petén, según Pilar Montejo, directora jurídica de la oficina del Consejo Nacional de Áreas Protegidas (Conap) en Petén.
Con estas acciones, el conflicto permanente entre pobladores y autoridades ambientales toma un nuevo giro dramático.
Potrero Nacional Laguna del Tigre
Entre 15 mil y 30 mil personas viven hoy en día en los 3,350 kilómetros cuadrados del Parque Nacional Laguna del Tigre. Esto es como si el aforo del estadio Mateo Flores estuviera disperso en un área un poco mayor al departamento de Jutiapa. Viven allí ya sea de forma ilegal, ya sea en un extraño limbo de tolerancia administrativa creado por Conap.
Las condiciones de vida de la mayoría son precarias. En esta zona sin ley, deben convivir con el crimen organizado y grandes ganaderos que buscan expandir sus fincas ilegales. Habitar en un área protegida les veda el acceso al agua potable, al saneamiento, a la electricidad, a la señal telefónica. La única atención médica consiste en la visita mensual de médicos de la petrolera Perenco. Salvo la carretera principal que mantiene la empresa, las demás son trochas intransitables en invierno. Las escuelas son insuficientes y no hay acceso a la educación secundaria.
Las 37 comunidades del parque sufren además el acoso de las autoridades ambientales. “Es una zona militarizada. En los retenes no nos permiten llevar materiales para construir una vivienda digna. La gente es desalojada de sus trabajaderos. Llega la PNC y los captura”, lamenta Raúl Ruano, campesino de La Mestiza. Plaza Pública pudo ver cómo los campesinos son cateados en los retenes que mantienen Conap y el Ejército a la entrada del parque y a las puertas de Perenco.
El Conap, cuya misión es la conservación ambiental del área, lamenta la existencia de estos “asentamientos humanos”. “La mayoría de estos deberían de ser desalojados o reubicados, si se desea conservar la integridad ecológica de los ecosistemas de dichas áreas protegidas”, reza el Plan Maestro de la Reserva de la Biosfera Maya, el documento técnico, publicado en 2015, que rige los 21 mil kilómetros cuadrados de la reserva.
El parque Laguna del Tigre tiene una importancia ecológica única. Sus humedales son los más extensos de Mesoamérica y constituyen un refugio vital para las aves migratorias. El área posee el mosaico de hábitats más rico de toda la Reserva de la Biosfera Maya: bosque alto, bosque medio, encinales, sabanas inundables hacen que la diversidad de especies sea insuperable.
“Eso debería ser una reserva estratégica”, opina Francisco Castañeda Moya, director del Centro de Estudios Conservacionistas de la Universidad de San Carlos, institución que administra un área del parque, el biotopo Laguna del Tigre-Río Escondido. “Con el calentamiento global, el clima del Petén va a cambiar y va a ser más seco. Tener una reserva con tantos cuerpos de agua debería ser una cuestión de seguridad nacional”.
Desde la creación del parque el área se ha ido degradando a una velocidad alarmante. “Las tasas de deforestación son terribles: cinco mil hectáreas perdidas en 2015”, lamenta Castañeda Moya. De la misma forma, los incendios se han cebado con el parque año con año. En 2016, uno de los peores años, ardieron 45 mil hectáreas de bosques, sabanas y humedales. Esto, sin tomar en cuenta los fuegos en las zonas agrícolas y ganaderas del área protegida.
Pero surge la pregunta: ¿son realmente las 37 comunidades de la Laguna del Tigre las mayores responsables de esta catástrofe ecológica?
A finales de abril, en plena temporada de incendios, Plaza Pública participó en un sobrevuelo de monitoreo de fuegos junto a la organización Wildlife Conservacy Society y el aeroclub de Guatemala. Desde el aire, la degradación del parque se reveló en toda su magnitud. Toda la zona central es un interminable potrero: fincas suceden a otras fincas hasta el horizonte. Cada una cercada con alambre de púas. En vez de parque podría llamarse Potrero Nacional Laguna del Tigre.
Además de los potreros, pudimos ver mansiones lujosas, narcopistas, carreteras internas a las fincas. En el campo Xan las chimeneas de Perenco desprendían un olor a aceite quemado que llegaba hasta la avioneta. En este panorama, las comunidades parecían casi irrelevantes. Los cultivos de maíz ocupaban espacios reducidos alrededor de las zonas de habitación. Roan Balas McNab, director de WIldlife Conservacy Society, estima que alrededor del 95% del área depredada del parque está ocupada por potreros, mientras que el 5% está constituida por cultivos de subsistencia.
En declaraciones a la prensa los funcionarios de Conap y las organizaciones ambientalistas suelen culpar de la degradación del parque a las comunidades. El propio secretario ejecutivo de la institución, Elder Figueroa, declaró a Prensa Libre que la Laguna del Tigre se “encuentra usurpada por 33 comunidades”. Sin embargo, los estudios de Conap dan una versión más matizada de la situación.
El Plan Maestro de la Reserva de la Biosfera Maya, por ejemplo, indica que las mayores amenazas a la integridad del parque son la ganadería, la explotación petrolera y los incendios. La colonización del parque por campesinos sigue siendo una amenaza, asegura el informe, pero “ha sido desplazada en importancia por el avance de la frontera ganadera, que no deja prácticamente nada, ni siquiera los parches de bosques y guamiles, propios de la agricultura de tumba y quema de los bosques tropicales húmedos”.
Según un censo realizado en 2006 por Conap, dependiendo de las comunidades, entre el 75% y el 84% de los habitantes del parque son agricultores o jornaleros. Viven de cultivo del maíz, frijol y pepitoria. Entre el 15% y el 24% se dedica a la ganadería, aunque la mayoría tiene pocos animales. Los ganaderos grandes, los que son capaces de cercar fincas de centenares o miles de hectáreas, no viven en el área protegida.
Prosigue el Plan Maestro: “La flagrante ocupación del parque por campesinos, pero sobre todo por ganaderos, muchos con conexiones políticas y puestos públicos, es un insulto a la institucionalidad del país”. Por lo tanto, “la política de Estado deberá de ir encaminada a desalojar a los grandes usurpadores de tierras, y buscar opciones de reubicación en aquellos casos donde se demuestre la necesidad extrema de campesinos desplazados.”
Esta idea es compartida por Francisco Castañeda Moya. “Hay que empezar con tomar acciones contra los grandes finqueros. Hay gente que no tiene justificación para estar allí: no están en condiciones de pobreza, ni están huyendo, ni tienen necesidad”, opina el director de Cecon. Para el ambientalista, luchando contra los grandes invasores se reduciría la economía sumergida del parque, lo cual obligaría a todos los que dependen de ella a salir del área.
Luchar contra los grandes
Las comunidades se quejan del doble rasero del Estado. “A nosotros el Estado nos presenta como una población de criminales, de asesinos, para justificar que nos saquen del área”, reclama Noé Amador, portavoz de un movimiento campesino de la zona. Y mientras tanto “los grandes finqueros no sufren nada. Están tranquilos”.
Un recorrido al área muestra que sus quejas tienen fundamento. A lo largo de la carretera principal, entre los puestos de registro a la entrada del parque y a las puertas de Perenco, pueden verse ilícitos a cada paso: grandes fincas cercadas, camiones cargados de ganado, mansiones con pórticos ostentosos, picopadas de madera de tinto cruzando sin obstáculos el río San Pedro, fuegos ganaderos en toda el área. En el camino, a pocos kilómetros del primer puesto de control, puede verse una finca llamada “La Invasión”, que según los habitantes, pertenece a la familia Mendoza, reconocidos narcotraficantes y usurpadores de tierras. A 25 metros de un pozo petrolero de Perenco, Plaza Pública descubrió una pista de aterrizaje clandestina, que el ejército destruyó solo después de la publicación de la nota.
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La presencia de la petrolera apuntala las protestas de las comunidades. “A las comunidades se les desaloja de forma violenta y se les niega una opción de vida, mientras que a Perenco se le prolonga el contrato ilegalmente”, acusa Ramón Cadena, director de la Comisión Internacional de Juristas que apoya a los movimientos campesinos de la Laguna del Tigre. En 2010, el presidente Álvaro Colom, otorgó una prórroga de 15 años a la empresa franco-británica para proseguir con la extracción de petróleo, a pesar de que el Conap considera que esta actividad es una de las mayores amenazas a la integridad del parque.
Sin embargo, la comunidad ambientalista de Petén asegura que, tras años de pasividad, las autoridades ya están tomando medidas en contra de los grandes terratenientes ilegales. En Conap y en WCS, citan, para demostrarlo, algunos casos de impacto que lleva la fiscalía de Medio Ambiente de Petén.
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El fiscal Williamson López es quien conduce estas investigaciones. Este año, comenta, se identificaron a dos grandes usurpadores del área protegida. El primero tenía 20 caballerías y el segundo una casa grande en un terreno de una caballería. El dueño de esta casa fue capturado, pero solo porque cargaba con él la cabeza de un venado. Fue puesto en libertad de inmediato por un juzgado de turno.
También se recuperó una finca de 5,400 hectáreas cerca de la frontera con México, sin que esto llevara a ninguna captura.
Más allá de los esfuerzos de la fiscalía de Williamson López, no hay indicios de una verdadera política nacional para arrebatar la Laguna del Tigre de las manos de los grandes terratenientes y narcotraficantes. La mínima capacidad operativa de Diprona, cuerpo policial encargado de velar por el medio ambiente, da testimonio de ello: una patrulla y 30 hombres por turno deben cubrir todo Petén. El escaso financiamiento a Conap también pone en duda la voluntad del Estado por velar por los recursos naturales. Con apenas Q100 millones, 0.13% del presupuesto nacional, Conap debe administrar el 33% del territorio guatemalteco que corresponde a las áreas protegidas.
Por su parte, el Ejército no ha mostrado una férrea voluntad de lucha contra las pistas clandestinas. De las 65 que se conocen en el parque solo 23 han sido destruidas. Documentos del MP obtenidos por Plaza Pública muestran que para destruir una narcopista, el Ejército exige que el MP le proporcione los explosivos y el combustible necesario.
Poblaciones en un limbo legal
En 1989, año de la fundación de la Reserva de la Biosfera Maya, el Parque Laguna del Tigre estaba casi vacío. La presencia humana se limitaba al campamento petrolero Xan y a algunos incipientes caseríos.
Pero la colonización del área era solo cuestión de tiempo. Durante las décadas anteriores, los gobiernos militares repartieron las tierras de Petén a ganaderos y campesinos. A los ganaderos, les entregaban fincas de cinco caballerías, a los campesinos ladinos, parcelas de hasta dos caballerías, y a los campesinos q'eqchi's, terrenos de media caballería.
A principios de los años 90 se inició un proceso sistemático de concentración de tierras. Empresas como Repsa en Sayaxché, o grandes familias ganaderas, empezaron a comprar masivamente las parcelas de los campesinos. El informe Tierra e Igualdad, publicado por el Banco Mundial, describe por qué estos tuvieron que vender: la precariedad económica de los productores, urgencias ocasionadas por enfermedades o accidentes, vencimiento de hipotecas, migración de los parcelarios a otras partes de Petén o a Estados Unidos, presiones por parte de narcotraficantes, ganaderos y agentes de la agroindustria, la necesidad de financiar el estudio de los hijos.
Mientras tanto, la pobreza seguía empujando a más gente de todos los departamentos hacia el Petén. Para muchos de ellos la última esperanza de encontrar una parcela estaba en las áreas protegidas. Pululaban en Petén los “coyotes” que les vendían ilegalmente parcelas en áreas protegidas. La carretera abierta por la petrolera y la absoluta pasividad de las instituciones permitió que la Laguna del Tigre fuera agarrada tajada a tajada. Dentro del parque, la misma dinámica que en el resto del Petén perduró: los poderosos acapararon tierras cada vez más grandes, desplazaron a los más débiles hacia los márgenes del parque o los convirtieron en sus mozos colonos.
Según el Estudio Técnico Integral de la Laguna del Tigre de Conap, en 1999, diez años después de la creación del parque, existían 16 asentamientos humanos en el área. Entre 1999 y 2003, la colonización se disparó y los asentamientos llegaron a 33. De 2003 al presente, este número se ha estabilizado. A 2017, según la fuente consultada, se habla de 33, 37 o 39 comunidades en el parque y sus zonas circunvecinas.
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En 1997 el Conap intentó regular la presencia humana en el área. Para esto firmó con cuatro comunidades de recién llegados un “acuerdo de cooperación”. Este era el trato: el Conap reconocía su existencia y les otorgaba un polígono en donde realizar sus actividades de subsistencia. A cambio, las comunidades se comprometían a colaborar con Conap en labores de control y vigilancia, a eliminar la ganadería y a evitar el ingreso de nuevas personas en el área protegida.
Según el Estudio Técnico mencionado, estos acuerdos “carecen de fundamento legal”. En efecto, Conap solo puede firmarlos con comunidades presentes en el área antes de 1990, año de la creación del parque. Y Conap solo reconoce la presencia de un asentamiento antes de 1990. Pero al menos, los acuerdos eran un ejemplo de realismo: con estos, la institución trató de resolver un problema social que la ley sola no permitía abordar.
Sin embargo, en el largo plazo, los acuerdos fracasaron: “la falta de seguimiento al cumplimiento de los Acuerdos de Cooperación por parte del Conap y el abandono financiero de los procesos técnicos de acompañamiento fue el detonante para el crecimiento poblacional e incursión de la actividad ganadera extensiva en la parte central del Parque”, indica el Plan Maestro. Hoy en día las comunidades que firmaron acuerdos se mantienen en un limbo legal: son reconocidas por Conap, pero siguen siendo ilegales si se lee de forma estricta la ley de áreas protegidas. Pueden acceder a ciertos servicios, como mejores caminos, pero su población sigue siendo presionada en los retenes.
Los acuerdos traen dramáticas paradojas. Un recién llegado que obtenga una parcela en Santa Amelia, comunidad que firmó un acuerdo de cooperación, puede vivir sin miedo a ser desalojado. A la inversa, un joven de 18 años nacido en una comunidad sin acuerdo como La Mestiza, que no conoce otro lugar en Guatemala, podría ser desalojado e incluso ser encarcelado por usurpador de tierras.
Mario Fiandri, el obispo de Petén, pide por eso que se mire a los habitantes de la Laguna del Tigre bajo otra óptica que la del crimen. “Le voy a hacer una comparación que todo el mundo entiende en Guatemala: Un migrante es ilegal. Pero el hecho de ser ilegal no lo convierte en delincuente. No le quita ningún derecho humano. La situación de la gente de las áreas protegidas es la misma que la de los migrantes”, argumenta este hombre de iglesia de origen italiano. “Además no son perros. Si son ilegales porque entraron después de 1989, pues son ilegales. Pero no son perros. ¿Qué solución les podemos ofrecer? ¿Qué realojo les ofrecemos?”, se pregunta el obispo.
Lucha por la tierra en áreas protegidas
El 28 de septiembre de 2016 una delegación de campesinos de Laguna del Tigre y Sierra Lacandón llegó a la ciudad capital. Su objetivo era entregar al Congreso de la República una propuesta que, en su opinión, permitiría resolver de forma consensuada los problemas sociales de las comunidades de los dos parques nacionales.
Esta “propuesta alternativa de desarrollo integral” culminaba un proceso organizativo iniciado hace más de ocho años. Según Víctor López Ramírez, uno de los portavoces de la propuesta, 38 comunidades de ambos parques forman parte del movimiento campesino. En el camino, el movimiento ha recibido apoyo y asesoría del Bufete de Derechos Humanos, de la Comisión Internacional de Juristas y, a través de estos, financiamiento de Caritas Suiza.
Con la propuesta en mano, las comunidades lograron la apertura de una mesa de dialogo con las instituciones del Estado, dentro del Sistema Nacional de Diálogo.
La reivindicación más importante de las comunidades es que se les otorgue títulos de propiedad colectivos que les garanticen la permanencia perpetua en las áreas protegidas. El que sean títulos colectivos permitiría, según ellos, evitar que campesinos, de forma individual, puedan vender sus tierras a finqueros poderosos.
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Pero la idea de dar títulos en un área protegida es, para las autoridades ambientales, una blasfemia. Según Diana Monroy, abogada ambientalista del Cecon, esto no solo requeriría modificar la Ley de Áreas Protegidas, sino además, modificar la Constitución, que declara inalienables los parques nacionales.
Las comunidades proponen también que el Estado les de participación en labores de conservación y les permita desarrollarse. En Petén, poblaciones como Paso Caballos, Carmelita o Uaxactún han logrado desarrollar modelos que conjugan desarrollo y protección del medio ambiente. También piden la desmilitarización del área y el retiro de los retenes.
La propuesta, que adopta más la forma de una lista de exigencias al Estado que la de un verdadero plan de recuperación social y ambiental de las áreas protegidas, no aborda varias aristas cruciales del problema. Por ejemplo, no resuelve aspectos como la presencia de ganado, la desigualdad en la tenencia de la tierra dentro de las mismas comunidades o la llegada de nuevos habitantes al área protegida.
“La propuesta sobresimplifica la realidad. Dice que repartiendo las tierras del parque se va a resolver el problema. No es cierto: no te alcanza toda la Reserva de la Biosfera Maya para darle tierra a todos.”, opina Francisco Castañeda Moya, de Cecon.
Pero para los portavoces del movimiento campesino la propuesta es un punto de partida y no de llegada. Aseguran estar dispuestos a escuchar cualquier contra propuesta, con tal de que se les garantice el acceso perpetuo a la tierra. “La propuesta no es completa. El que no aborde ciertos temas no significa que no se puedan discutir. Es una negociación y lo peor que puede hacer el Estado es cerrar el espacio de negociación”, explica Ramón Cadena.
Según Rokael Cardona las discusiones entre autoridades ambientales y comunidades han sido difíciles y lo achaca en parte a la “posición ortodoxa de Conap con respecto a la ley”. El Conap no solo no ha accedido a congelar los desalojos mientras duren las conversaciones, como pedían las comunidades, sino que los ha reactivado. Para Pilar Montejo, directora jurídica de Conap en Petén, pedir un cese de los desalojos es sencillamente ilegal. “La ley nos manda, nos ordena. Si no presentamos denuncia caemos en incumplimiento de deberes. Voy a parar a la cárcel si no pongo la denuncia”.
La mayoría de los actores de la conservación considera que el movimiento detrás de la propuesta no es legítimo. Detrás de los campesinos, afirman varias fuentes consultadas, están los ganaderos, los narcotraficantes y sus apoyos políticos. Aseguran que lo que buscan estos poderes, a través de los campesinos, es obtener la titulación de sus enormes fincas ilegales o modificaciones a la Ley de Áreas Protegidas que los favorezcan.
Leocadio Juracán, diputado de Convergencia que apoya a los campesinos, rechaza esta idea. “Yo no veo ese vínculo. Esos son los argumentos que usan para justificar la presencia del Ejército y los desalojos”.
Pero la realidad puede ser un poco más compleja en el terreno. Campesinos y terratenientes comparten el mismo territorio, y en todo el país los poderes fácticos han tratado siempre de cooptar líderes comunitarios. Sin olvidar que muchos pobladores del área trabajan para los finqueros. Los propios habitantes reconocen que, en ciertas comunidades como La Verde, muchos tienen nexos claros con el narcotráfico. Nexos que deben verse más como una relación feudal, o de patrono a peón, que como una relación de complicidad en el delito.
Noé Amador, otro de los portavoces del movimiento, declara: “si hay una investigación seria que demuestre que un líder está involucrado en tráficos ilícitos, nosotros no lo vamos a defender”.
Pero otra cosa muy distinta es exigir a las comunidades que denuncien los tráficos ilícitos en los parques nacionales. En una tierra sin ley campesinos y guarda-recursos de Conap saben muy bien cuáles riesgos no pueden asumir. “En Petén matan a la gente como si fueran insectos. Aquí la vida no vale nada”, dice Noé Amador.
¿Un dialogo imposible?
Cuando Conap firmó los malogrados acuerdos de cooperación a finales de los años 90, todavía existía la posibilidad de un dialogo entre comunidades y defensores de la naturaleza. Era un tiempo en que organizaciones ambientalistas como ProPetén podían recorrer sin miedo toda la Laguna del Tigre. “Teníamos buena relación con las comunidades. Las podíamos visitar, dormíamos allá”, recuerda Óscar Obando, de ProPetén.
Ese momento se perdió: los patrullajes, las capturas, la destrucción de cosechas, las declaraciones que amalgaman comunidades y crimen organizado, han levantado un muro de hostilidad. Hoy, Conap y las organizaciones ambientalistas como WCS no dan un paso en el parque sin escolta militar por el miedo fundado a ser retenidos y golpeados. En frente, varios líderes del movimiento campesino no salen del parque para no sufrir la misma suerte que Jovel Tovar, exalcalde auxiliar de La Mestiza, arrestado justo después de dar una conferencia a favor del movimiento. La situación ha llegado al colmo de que el último censo poblacional realizado en la Laguna del Tigre, se hizo desde el aire, contando las casas desde una avioneta.
Hoy, con el desalojo de Laguna Larga, el muro es más alto que nunca.
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