Ni bien se supo de la propuesta, las reacciones no se hicieron esperar. Hubo de todo un poco: desde la plena aceptación, pasando por dudas razonables, hasta el rechazo abierto. El presente texto no deja de expresar también una opinión; pero para no quedarnos en lo meramente visceral −tan típico cuando se abordan estos problemas− tratamos de fundamentarla en conceptos de las ciencias sociales (de la sociología, de la politología, de la psicología).
El tema de las maras es sumamente complejo. ¿Por qué existen? No hay causa única; interviene ahí una intrincada sumatoria de factores: pobreza crónica, exclusión, problemas familiares, cultura de violencia dominante y heredada de siglos, impunidad, machismo, ausencia de satisfactores sociales básicos. También inciden razones subjetivas: no todo joven de sectores humildes se hace marero. Dentro de una misma familia incluso, no todos los hijos se hacen mareros. Hay, por cierto, variables personales. Ver las barriadas populares como “nido de maras”, tal como comúnmente hace cierto discurso dominante, es un bochornoso prejuicio: la gran mayoría de jóvenes no se integran en una pandilla. ¿Por qué no hay maras en, por ejemplo, Suecia o Dinamarca? Por un mejor nivel de vida, se dirá. Sin dudas, eso pesa, es definitorio. Lo que llamamos “mara” en Guatemala no surge en zona 14 o en Carretera a El Salvador. Si allí hay delincuencia −¡y la hay!, por cierto− tiene otras características. Pero recordemos que tampoco se dan las maras en Cuba, pese a la crónica estrechez económica que allí se vive. Sin dudas, las causas de su surgimiento y mantenimiento son enmarañadas y variadas. Nicaragua, por ejemplo, con una pobreza generalizada no muy distinta a la guatemalteca, no afronta el problema de las maras con la virulencia que se da en nuestro país. Sin dudas, estos procesos no pueden entenderse si no es a la luz de una matriz histórica.
En estos candentes temas sociales es más fácil ver lo superficial, la porción del iceberg que sobresale del agua, que las causas profundas. Como acertadamente dijo Eduardo Galeano: “Se condena al criminal y no la máquina que lo fabrica, así se exonera de responsabilidad a un orden social que arroja cada vez más gente a las calles y a las cárceles y que genera cada vez más desesperanza y desesperación”.
Hoy por hoy, sin con esto quitarle responsabilidad −delito es delito, por supuesto−, las maras pasaron a ser el nuevo demonio en nuestra sociedad post guerra. Una visión predominante del problema, que en buena medida transmiten los medios masivos de comunicación, ve en el joven tatuado y morenito la consumación final de todos los males. Pero los jóvenes mareros no salieron del aire, y si se profundiza en el estudio de este complejo fenómeno, son más las dudas que se abren que las respuestas: ¿cómo hacen jovencitos casi analfabetas, sin ningún proyecto político que los nuclee, para tener una aceitada organización entre empresarial y militar? ¿Cómo tienen acceso a armas de guerra? ¿Dónde para todo el dinero que mueven?
Buscar una tregua entre las maras ahora no deja de ser una buena noticia. De hecho, como sucedió en la experiencia salvadoreña, puede ayudar a bajar la tasa de homicidios del país. Eso, en sí mismo, es encomiable. Pero “la máquina que fabrica mareros” no se detiene. Es allí donde hay que apuntar. Si no, se corre el riesgo de no pasar del parche coyuntural. La “mano dura” está demostrado que no es la solución para estos problemas. La “buena onda” de una tregua… quizá ayude a parar algo la violencia. Pero faltan soluciones de fondo: inversión social.
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