Uno de los factores que configuran en buena medida al Estado guatemalteco está constituido por quienes dirigen las principales y estratégicas instituciones y políticas públicas. Esto es así en el marco de una Constitución Política que no se concreta en un aparato institucional capaz de atender los problemas que afectan a las mayorías y minorías que lo componen. Como se ha dicho repetidamente, es un hecho que el marco constitucional ha demostrado sus límites en asegurar el aparato y las políticas que garanticen como mínimo sus propios principios, relacionados con la consecución del bien común y la garantía de derechos.
Como se dice usualmente, el papel aguanta con todo. Efectivamente, lo planteado en la Constitución no impide que el Estado haya seguido siendo capturado por élites de poder económico, incluidas algunas que tienen su origen en el período histórico de la Colonia. Y esta captura es aún más grave cuando es perpetrada por un conjunto de grupos coludidos contra el interés público: grupos corporativos empresariales, militares en activo y en retiro, una clase política rentista y estructuras del narcotráfico y de otro tipo de actividades ilícitas. La Constitución tampoco impide la aplicación de políticas neoliberales que impidan contar con un Estado fuerte, capaz de regir la economía y de garantizar, entre otros satisfactores esenciales, la nutrición, la salud, la educación y la vivienda para las mayorías.
Más allá de lo anterior, la Constitución que formalmente rige al Estado guatemalteco resulta insuficiente para reconocer, por ejemplo, la existencia de pueblos originarios con sus propios derechos, sistemas políticos y sistemas jurídicos. Lo mismo ocurre si se piensa en la clase mayoritaria, constituida por los grandes conglomerados de trabajadoras y de trabajadores y por las mujeres, que integran la mayoría social. En ninguno de estos casos la Constitución determina un marco que permita enfrentar y avanzar en la supresión de los sistemas de opresión de los cuales siguen siendo objeto dichos sujetos: la opresión de clase, étnica y patriarcal.
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Esto es aún más decidor cuando, en un momento específico como el actual, se constata que la conducción política del Estado está en manos de grupos y de redes que orientan la institucionalidad hacia sus propios y particulares intereses. Para fundamentar la anterior afirmación, quizá baste con poner a consideración algunos elementos.
En el ámbito del Organismo Ejecutivo, estamos ante una conducción con signos de autoritarismo, nepotismo e incompetencia para dar solución a problemas sociales fundamentales como la nutrición y para enfrentar con condiciones básicas los desafíos presentados por la pandemia de covid-19 y por los huracanes que han impactado el territorio nacional. Por ejemplo, no se ha tenido la capacidad siquiera para concluir obras esenciales como el hospital de Villa Nueva, especializado en atender casos de coronavirus.
En el Organismo Legislativo hemos visto cómo se aprobó un presupuesto de Estado para el año 2021 en buena medida alejado de los problemas urgentes e históricos. Un ejemplo es el del Ministerio de Salud y Asistencia Social, fundamental para enfrentar la pandemia por covid-19 y el conjunto de las enfermedades endémicas, al cual se le disminuyó en 12 % el presupuesto requerido. Contrariamente, el Congreso se autorrecetó sustanciales incrementos, lo mismo que hizo con otros rubros que suelen ser objeto de transacciones ilegítimas e ilegales.
Para concluir, en el Organismo Judicial siguen constatándose el goce de privilegios y la condonación de sanciones para élites de cuello blanco mientras se continúa aplicando una política de judicialización contra defensores y defensoras de derechos humanos, en especial aquellas y aquellos que pertenecen a pueblos originarios, organizaciones campesinas, sindicales y de mujeres.
En este marco, es entendible que buena parte de la ciudadanía mantenga una crítica constante y que su indignación crezca al punto de movilizarse contra estas condiciones políticas y ejecutivas. Es previsible, asimismo, que la actual protesta social se vea incrementada en esta coyuntura de crisis y que más temprano que tarde vuelva a encenderse para exigir transformaciones profundas, como la creación de un Estado que garantice el bien común.
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