Cada aniversario del asesinato de Myrna Mack, 11 de septiembre, yo le enviaba un poema que escribí sobre su madre, y ella a veces lo compartía en sus redes y me lo agradecía. Era claro que en común teníamos una posición y actividad política, pero más que eso, nos unía la relación por medio de Helen, que implicaba un cariño incontestable. Luego de esa última llamada, fuimos a comer con Helen un plato vietnamita; de hecho yo salía de estar meditando por 10 días y ella, formada en el catolicismo, me preguntaba detalles sobre los alcances de la reencarnación, dónde, cuándo, en quién. Más que responderle, la llamaba a aprovechar estos momentos y a considerar la impermanencia de la vida, cuestión tan misteriosa e irracional, más para nosotros los occidentales que nos aferramos a todo.
Luego de estar enferma buen tiempo, Lucrecia murió con Bernardo Arévalo a punto de ser entronado en la silla presidencial. Me contaba Helen que su sobrina, a diferencia de muchos, sí creyó desde el inicio que Semilla tendría un chance real de ganar. Y por eso le entregó buena parte de su última energía al proyecto político; fue su decisión, su convicción y su ejemplo, su forma de servir. Es un arte poder compaginar la mística y la espiritualidad dentro de una práctica política, pues el poder en sí mismo destruye usualmente al espíritu. Nos lo dice puntualmente Mateo: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde la vida?».
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Estos dilemas resonaban en la vida de Lucrecia, quien supo darle un giro consciente a su tiempo en este mundo. Médica, como su papá, buscó la vocación pública sin vacilación. De ministra a diputada, y antes acusó directamente (hay fotos muy elocuentes de ese juicio donde se le ve jovencita) a agentes militares de ejecutar extrajudicialmente a su madre, Myrna Mack, el gran símbolo de la justicia y del renacer en Guatemala.
Hoy, a pocos días del aniversario de la muerte de su madre, pido que los mantras y el tiempo en el cojín de meditación estén dando un espacio sereno para el viaje de Lucrecia. Muy gratamente, los amigos de Casa Tíbet acompañaron este transcurso final con oraciones y meditaciones. Nos deja un mensaje de amalgamiento del espíritu y el ejercicio del poder, que espero pueda ser recibido. No es poca cosa. Ahora que lo pienso, mi abuelo también vivió 50 años y dejó un vendaval de bendiciones. Lo mismo hiciste tú, Lucky, como te nombraría Helen. Un mantra en tu honor. Om Ami dewa hri
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