Yo vivo, tú vives, él/ella vive
Yo vivo, tú vives, él/ella vive
El 14 de enero de 2010, dos días después del terremoto, llegamos a Haití como parte de una pequeña misión de asistencia humanitaria; yo era la única que había vivido en el país.
La primera noche nos quedamos, junto a 500 personas más, en la pista del aeropuerto en la que aterrizaban aviones monstruosos que llevaban camiones, grúas, comida, equipos de rescate...
Una de las cosas más fastidiosas después de un desastre es lo complicado que se vuelve todo, por ejemplo, el trámite para alquilar un automóvil conlleva un mínimo de seis horas; los teléfonos y los bancos no funcionan; siempre hay un colado que conoce al encargado; para pagar en efectivo hay que hacer otra cola. Después vienen las colas para revisión y entrega de vehículos y llenado de tanque... Además la gente está traumatizada y deja de atender para llorar, consolar, recordar o contar.
Después de todo esto, logré ir a traer a mis compañeros y cargar las maletas, kits de sobrevivencia, equipos, teléfonos satelitales… y entonces, a buscar posada. Los televisores no habían sido fieles testigos del espectáculo porque no cabía en una pantalla. Ninguno de mis puntos de referencia se encontraba; la ciudad estaba totalmente destruida. Yo estaba perdida en una ciudad que había recorrido miles de veces y que creía conocer con los ojos cerrados. Me paraba a preguntar dónde estábamos, y las respuestas que recibía: “está es la iglesia del Cristo Rey” o “usted está enfrente del colegio Sagrado Corazón” me dejaban perpleja. En los próximos días, la carga emocional fue tremenda: tener que evidenciar que ya no existía nada tangible a lo cual aferrarse y que todos los recuerdos de aquí en adelante serían parecidos a sueños, sin nada concreto para sustentarlos.
Me impresionaba el mar de gente caminando por las calles, buscando dónde quedarse, un familiar desaparecido, noticias, agua, en fin. La gente caminaba sin nunca parar: como zombis, viendo nada más al que estaba en frente y siguiendo su ritmo.
Fácilmente, uno se dejaría llevar por contar los horrores vividos durante esos días, pero no sería rendir justicia a la nobleza y heroísmo del pueblo haitiano frente a una tragedia de una magnitud insospechada hasta que ocurrió. Me recuerdo cómo, en la noche, sentada en la terraza de la casa donde nos hospedábamos, el único lugar donde había una bombilla de luz y una conexión para la computadora, agitada y alterada por todo lo vivido y visto durante el día, oía a la gente en el barranco cantar, tocar tambores, bailar y celebrar la vida antes de regresar a sus carpas de fortuna. Suelo pensar que soy demasiado exigente con la vida y que nunca tendré tal optimismo y valor.
El 12 de marzo, dos meses más tarde, fuimos con un colega y una voluntaria al barrio popular “Fort National”, situado en una colina con una vísta increíble de la bahía del caribeño Puerto Príncipe. Destrucción total; ni un muro parado, las calles eran montículos de tierra y concreto. La gente nos recibía muy agradecida y nos llevaba por escombros, desafiando todas las normas de seguridad. Para tolerar la pestilencia de los cuerpos descompuestos y jamás recogidos, dos meses después del terremoto, encienden papeles mojados en sustancias desconocidas que nos emboban.
Cuando les pregunto donde viven, me contestan que muchos se han ido, pero ellos no, ya que no hay donde ir. ¿Pero dónde viven?, insisto. Encima de lo que parece inaccesible, una montaña de ripio, sobre un pedazo de lo que fue un techo. Un niño de unos 9 años, en un short kaki y una playera verde neón –impecable- tiene un bebé dormido sobre sus piernas y en sus manos, lee un viejo libro de gramática. El niño, indiferente a su entorno, repite sus tablas de conjugación: “J’aimerai, Tu aimeras, Il/Elle aimera” (yo amaré, tu amarás…).
Hace cinco años, íbamos con un colega rumbo a Chiquimula y al pasar El Progreso Guastatoya me dijo una frase que no olvidaré: “Hoy hace 30 años fue el terremoto en Guatemala. Esa noche nos acostamos siete en la casa y amanecimos dos”. “¿Cómo así? ¿Qué me estás diciendo?”, le pregunté perpleja.
Mi compañero me explicó cómo la casa de adobe donde él vivía con su familia no había resistido al temblor y murieron sus padres, su hermana, su hermanito y la empleada. Por suerte, un ropero había caído en un ángulo sobre las camas suya y de su tía y los protegió.
Por una ventana lograron salir al patio y momentos después se dieron cuenta que iban a ser los únicos sobrevivientes de la casa. Él se pasó a vivir a la capital con unos familiares; su tía no resistió mucho tiempo las emociones y las tristezas provocadas por el terremoto y murió a pocos meses. Me conmovieron la historia y el tono ligero y apacible con la que me lo contó mi compañero. Sin embargo, hoy entiendo que la vida que vale es la de los sobrevivientes y por ello existen niños y niñas que en situaciones paradójicas repiten sus conjugaciones: Yo vivo – Tú vives – Él/Ella/Usted Vive – Nosotros vivimos.
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