Las aves migratorias del Palo Volador de Cubulco
Las aves migratorias del Palo Volador de Cubulco
En Cubulco hay hombres que bailan con el viento y el tiempo. Son como aves migratorias, cada julio hacen la danza del Palo Volador y muchos de ellos, además, retornaron después de apostar por la migración.
Son las dos de la tarde, en Cubulco, un pueblo maya achi del norte de Guatemala. Hace calor y las calles se convierten en un espejo para el sol. No hay una gota de humedad en el aire y las calles se extienden hacia la plaza principal, llenas de cortes y huipiles para la venta. También abundan los puestos de comida callejera, signo inequívoco de que hay una feria.
El termómetro marca 32 grados y las notas de marimba circulan dispersas a lo largo de la plaza, guiando el baile de figuras humanas vestidas de colores. Son danzantes del Baile del Torito, que usan máscaras y plumas sobre la cabeza. Están inmersos en su propia danza.
Más al centro, un grupo con trajes brillantes y máscaras se incorpora a la plaza y se dirige hacia una estructura en la que destaca un tronco de madera erguido en el centro. Son ocho bailarines. Seis llevan trajes rojos y máscaras pintadas con rostros de cabello rubio y piel blanca, dos visten de negro, representando monos. Caminan todo el trayecto hasta llegar frente a la iglesia católica. Son los danzantes del Palo Volador.
A su lado, hay un grupo de ancianos. Fueron bailarines en su juventud y se han convertido en acompañantes y consejeros de la danza. Llevan agua pura y gaseosas, ayudan a llevar lo que se necesite o simplemente acompañan.
«Todo esto tiene historia», dice Gaspar López Alvarez, de 74 años. Su grupo le conoce como «el encargado» porque es quien dirige los preparativos de la danza del Palo Volador. Es el cargo de más importancia entre los danzantes y lo asumió por herencia familiar.
En el primer día de danza, el hijo de Gaspar se encargó de las sogas. Gaspar lo observa desde la plaza y afirma: «cuando mi papá murió, yo me quedé encargado (...). Cuando yo muera, mi hijo debe seguir».
Gaspar fue danzante cuando su papá estaba a cargo, pero antes de eso, su abuelo organizaba la actividad. Así funciona en Cubulco, municipio ubicado a 200 kilómetros de la ciudad de Guatemala, donde habitan 54,869 según el Censo de 2018. La danza quedó en manos de algunas familias, de generación en generación.
La migración y el retorno de los jóvenes voladores
Es jueves 18 de julio y como cada mañana de la feria, los danzantes llegan a la casa de Gaspar para prepararse. Ahí tienen una habitación en la que guardan trajes, máscaras, chinchines y plumas. Antes de vestirse, toman atol. Luego, uno de los ancianos quemará una bomba frente a la casa, anunciando la salida del grupo, que dejan para último ponerse las máscaras.
En el corredor de la entrada está Fidel López. Ya no viste traje de danzante, ahora organiza lo que llevarán a la plaza. Fidel bailó durante 15 años, de los 12 a los 27, cuando decidió irse a Estados Unidos.
«En ningún tiempo se ha dejado de bailar», dice, afirmando que aunque él no esté, otros continúan la tradición, como pasó en sus años de migrante.
«Cuando viene el mes de julio, peor cuando llega el 24, sí que extraña uno», afirma y el rostro se torna serio cuando recuerda los días en que no pudo bailar porque estaba en otro país.
Las responsabilidades crecieron junto a Fidel, que antes bailaba con sus primos. Eso los hizo optar por la migración. De los ocho danzantes de ese momento, cuatro migraron a Estados Unidos y ahora están de vuelta.
Esta es una realidad constante en Cubulco, el segundo municipio de Baja Verapaz, con más personas retornadas. De enero a mayo de 2024, 220 personas fueron deportadas por vía aérea y terrestre. Salamá es el municipio con más deportados (260).
Las calles del pueblo cuentan retazos de esas historias de migración. En hoteles y restaurantes es frecuente observar la bandera estadounidense, un recordatorio de la comunidad migrante en su lugar de origen.
Esta también es la historia de Santos Alonzo, uno de los danzantes actuales. «Tengo el gusto y el honor de estar hasta arriba», dice. Su papel es representar a uno de los monos.
Santos tiene 46 años y desde muy joven empezó en la danza. Sin embargo, la búsqueda de oportunidades lo llevó a Estados Unidos. Hace 10 años fue deportado y volvió entonces a bailar.
«Fui migrante y aquí estoy con ellos. Un sobrino fue migrante y ahora va a regresar», dice, aclarando que la migración es parte de la vida del pueblo. «Si usted tiene un su terrenito, ya no encuentra mozo», agrega, refiriéndose a que tampoco hay mano de obra para trabajar en el campo.
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El camino de la danza
Cada día de feria, el grupo baila dos veces, a las nueve de la mañana y hacen la última presentación a las dos de la tarde. Empiezan muy jóvenes, como Fidel, a los 12 años, y no hay edad para retirarse. Pueden hacerlo cuando lo deseen y entonces la agrupación se renueva. Sus abuelos y sus padres bailaron antes. Ellos lo hacen ahora y sus hijos lo harán después.
El camino para danzar en el Palo Volador empezó mucho antes de los días de feria, cuando los bailarines acompañaron las ceremonias para pedir permiso en el bosque, antes de cortar el árbol que se coloca en medio de la plaza y del que colgarán atados por cuerdas.
Cuarenta días antes también iniciaron una dieta ancestral de cuidado físico y espiritual y los días que bailan evitan las bebidas alcohólicas antes de la presentación, para reducir riesgos. «Hace 37 años se cayó uno, tomó trago y algo bolo subió y se resbaló. Él murió”, explica Gaspar.
Ya en la plaza, los danzantes de traje rojo bailan y los dos hombres vestidos de monos se acercan al tronco de pino de 22 metros de alto. Los monos lo golpean con un látigo dos veces. Así saludan y piden permiso para subir, ellos serán los primeros. De rodillas alzan los brazos hacia los cuatro puntos cardinales. Es una reverencia a Dios y al mismo tiempo a su patrono, «el santo de a caballo y el santo de a pie», Santiago Apóstol.
En el palo hay escaleras amarradas, totalmente verticales. De ellas se sujetan con pies y manos y, sin ver atrás, suben hasta la cima. Una canasta cuadrada, de madera, espera con sogas gruesas. Los monos aguardan ahí por sus compañeros, que subirán de dos en dos para iniciar su baile.
Pareja por pareja, los danzantes saludan al pino y abren los brazos a los puntos cardinales antes de subir. Arriba, los monos les ayudan. Llevarán la soga sujeta a una pierna, se sostendrán con una mano y con la otra tocarán un chinchín, mientras bajan del palo formando una espiral descendente, sin equipo de seguridad. El equilibrio se logra por la canasta en la cima que aporta estabilidad. Mientras las parejas bajan, los monos se acuestan de cabeza sobre la canasta.
Cada pareja es recibida en el suelo por los otros danzantes, que bailan con ellos guiándose por las notas de una marimba pequeña. El sonido se pierde entre otras más grandes que hay en la plaza, otras con más presupuesto.
Gaspar explica que la danza la financian ellos mismos y sus familias, así ha sido durante siglos.
El baile continúa, otra pareja sube mientras los monos giran la canasta para recuperar la soga y usarla otra vez. Quien decide participar debe estar consciente del peligro y tener valor, según Gaspar.
Los monos cierran la danza cuando todas las parejas ya han bailado. Abren los brazos y descienden de cabeza, dibujando la misma espiral solemne.
El baile también se conoce como «la danza de San Miguelito». Los hombres de máscaras blancas y trajes rojos representan ángeles y apóstoles. Tres tienen energía femenina y los otros tres, energía masculina. Los monos llevan pañuelos distintivos para el mono macho y el mono hembra, es la forma en que representan la dualidad.
Los guardianes de la danza
Gaspar no sabe cuándo empezó la danza pero afirma que es una costumbre que los antiguos hacían desde hace mucho tiempo.
El libro La danza del volador entre los indios de México y América Central permite conocer que los registros más recientes del baile datan de los siglos XVI y XVII, en varios pueblos de México y Guatemala.
Tiempo atrás se observó en pueblos tzutujiles y kaqchikeles. Además, se hizo en Totonicapán, Quetzaltenango, Santa María Chiquimula, Chiché, Nahualá, Escuintla y San Antonio Aguas Calientes. Ahora solo se observa en tres municipios: Cubulco en Baja Verapaz; y Joyabaj y Chichicastenango en Quiché.
El compromiso de mantener viva la danza como un retazo de memoria histórica del pueblo achi, es importante para Gaspar: «si mi familia ya no quiere seguir, alguien del grupo debe hacerlo», dice. Y quienes la mantienen viva son los jóvenes que, por ahora, viven en Cubulco, porque como acentúa: «sí, se van a Estados Unidos».
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