Quien delinque es un infractor grave, pero, según la cuota de poder que detente, esa infracción será más o menos tolerable o despreciable. En definitiva, ¿qué diferencia sustancial hay entre un ladrón de celulares y un funcionario público que estafa y se queda con varios millones? En términos de estructura psicológica: ninguna. La diferencia está dada por el lugar social que ambos ocupan. Uno tendrá más «alcurnia», quizá un doctorado (probablemente usurpado, incluso plagiando la tesis), mejor ropa, habrá viajado más por el mundo, más acceso a satisfactores, pero nada lo diferencia en sus raíces del ratero que roba por la calle, tal vez para la dosis de droga. Ambos, psicológicamente, son iguales.
Todas y todos saltamos algunas normas, hacemos travesuras. El ser humano es el único animal que miente; las otras especies, no. Podemos hacer esas «trampitas», pero siempre con un sentimiento de culpa asociado, temerosos de ser descubiertos. Hay algunos, sin embargo, que gozan plenamente sabiendo que saltan esas normativas sociales, amparados siempre en la impunidad, que sienten infaliblemente de su lado. La Psicopatología los llama «psicópatas». El sentido común y la cultura popular los llaman de otra manera, recordando a sus progenitoras. Quienes presentan estas características habitualmente terminan en las cárceles. O, muchas veces, dirigiendo los países: los llamados políticos «profesionales».
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En Guatemala hace ya varios años que un grupo político con esas características de mafia corrupta tomó las riendas del Estado, básicamente considerándolo un botín de guerra para sus apetencias personales o sectoriales. El Estado, en cualquier país capitalista, es el mecanismo de opresión de clase, el instrumento con el que la clase económicamente dominante sojuzga a las mayorías, haciendo pasar esa situación como «normal», como natural. Los verdaderos factores de poder del país en tierra guatemalteca –alto empresariado y embajada de Estados Unidos– han tolerado ese pacto mafioso actual por diversos motivos. En definitiva, porque hacen «buena letra» con los sectores dominantes, promulgan las leyes necesarias para mantener todo igual y reprimen al «pobrerío» si hay protesta popular. Y en el ámbito internacional garantizan el voto favorable a Taiwán e Israel en las votaciones de la ONU. Todo ello merece dejar robar un poco (o bastante), con lo que ambos ricos, los tradicionales y los advenedizos, pueden comprar el Ferrari. En definitiva: propietarios son propietarios, no importa cómo se amasó la fortuna. Por supuesto, nunca con el trabajo propio.
Ese grupo, conocido popularmente como «Pacto de corruptos», pensó que en las pasadas elecciones colocaba nuevamente a uno de sus operadores en la presidencia y continuaba el saqueo. Pero no fue así. La población, en un acto de hartazgo ante tanta corrupción desenfrenada, emitió un voto-castigo, con el que el Movimiento Semilla, en el balotaje, ganó sin objeciones el Ejecutivo con un 20 % de distancia sobre su contrincante. Por supuesto, ese pacto corrupto y mafioso no quería entregar el poder bajo ningún aspecto, por lo que hizo lo imposible para trabar la llegada al sillón presidencial de Bernardo Arévalo, sabiendo que puede haber ahí un intento de oxigenación de tanto aire viciado.
Se abrieron entonces nuevos tiempos, aire fresco. Terminar con la corrupción no es terminar con los problemas del país, pero es un paso importante para abrir nuevos escenarios. Lo que debe quedar claro es que siempre sigue habiendo un grupito con Ferraris de lujo, y una gran mayoría de a pie. Ahí está el núcleo del problema.
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