Junto a ello, el país fue el primero del mundo en sentenciar a un ex jefe de Estado por delito de genocidio. Aparentemente, un gran avance, un gran cambio. Lo cierto es que luego de la condena al general Ríos Montt vino casi al instante su anulación por la Corte de Constitucionalidad, y el militar murió en libertad. La guerra interna, en el discurso oficial, hoy día se ve como algo remoto, pasado. Se dio vuelta la página y nada cambió en lo estructural.
Dice María del Carmen Culajay: «Si habláramos de mozos llevados a los cortes de café o de caña de azúcar en camiones desde remotas comunidades en zonas alejadas, que viven luego en condiciones pésimas durante la época de cosecha, mal pagados pero bien controlados, en condiciones de semiesclavitud, podría pensarse que hablamos de fines del siglo XIX. [En el siglo XXI] En plena era de las tecnologías de la información y la computación, de la robotización del trabajo, del avance de conquistas laborales y sociales (jornada laboral de ocho horas diarias, régimen de jubilación, seguros de salud), en nuestro Macondo guatemalteco vivimos situaciones de explotación e inequidad impensables, más que los que podría mostrarnos una película». En otros términos: ningún cambio.
Como dice la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH), que analizó en detalles las circunstancias del pasado conflicto armado: «Si bien en el enfrentamiento armado aparecen como actores visibles el Ejército y la insurgencia, la investigación realizada por la CEH ha puesto en evidencia la responsabilidad y participación de los grupos de poder económico, los partidos políticos, y los diversos sectores de la sociedad civil» (CEH, 1998). Más de cinco siglos de historia, y el cambio se sigue resistiendo.
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Hoy, Guatemala es una economía próspera: está entre las diez primeras en volumen en Latinoamérica. Los tradicionales grupos de poder –herederos de esa historia de despojo que inicia en el siglo XVI, ligados a la agroexportación, ahora diversificados también con nuevos negocios– siguen manteniendo inalterables sus privilegios. Eso, por siglos, no ha cambiado. Una guerra fratricida como la que se dio no modificó ni un milímetro la estructura profunda del país. En Guatemala hay mucha riqueza, pero la gran mayoría de la población, ayer como hoy, sigue postergada.
Durante el gobierno estadounidense de Barack Obama se apoyó fuertemente a la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), pero una vez que la misma se marchó, la corrupción y la impunidad siguieron iguales, o se profundizaron. Este mal que se arrastra desde la Colonia no da miras de terminar.
Descriptivamente el país va cambiando; y en estos últimos años, mucho más aún. La profusión de centros comerciales de lujo puede hacer pensar en cambios sustantivos, en importantes y hondas transformaciones en la dinámica social. Más allá de las apariencias, ello no es así. «El día que cada indio tenga un celular habremos entrado en el desarrollo», pudo decir el neoliberal Manuel Ayau. Hoy hay más de 23 millones de equipos funcionando, un promedio de 1.3 por persona, y no necesariamente entramos en el «desarrollo». Hay cambios cosméticos, pero en la base nada cambia: 14 universidades privadas, una pública, pero solo el 3 % de la población accede a educación superior. ¿Dónde está el cambio?
¿Democracia? Hace ya casi 40 años que se cumple con el rito de votar cada cuatro años para cambiar autoridades. Podría decirse que se salió de la «transición» y estamos en la «democracia plena», por lo tanto: gran cambio. ¿Lo es? La situación actual, con una mafia que no quiere dejar el gobierno, lo demuestra.
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