Y así, la ciudad creció hacia cualquier lado. Los barrancos se llenaron de casitas precarias, y ante el ruinoso estado del transporte público, el parque vehicular empezó a crecer como si en vez de carros y motos se tratara de células cancerígenas haciendo metástasis. El primer cuarto del siglo veintiuno no ha traído ninguna mejora a la situación. La ciudad se ha llenado de pasos a desnivel, en un vano esfuerzo por aliviar el caos vehicular, consiguiendo únicamente convertirla en una especie de queso gruyer, un entramado de túneles y puentes que se interconectan sin fin y parecen no conducir a ningún lado. Aparentemente a los planificadores urbanos se les escapa que la mejor solución para el caos vehicular es un transporte público masivo y moderno. Este último concepto se nos ha vendido en vano durante por lo menos los últimos cuatro gobiernos, y todo ha sido humo y espejismos. Todavía recordamos al nefasto Jimmy Morales subiéndose a un viejísimo vagón de Fegua tratando de hacer el show de que iba a impulsar un moderno tren de superficie, solo para que el pobre y vetusto vagoncito se descarrilara, como ominoso augurio de lo que sería todo el gobierno de Morales.
El anuncio de Bernardo Arévalo sobre el inicio del tren de superficie durante su gobierno ha despertado esperanzas de que, por fin, se remedie el desastre vial de la ciudad. Sin embargo, está por verse si logrará cristalizar ese objetivo. El sistema de Transmetro, ideado por el alcalde Álvaro Arzú, contribuyó en cierta medida a resolver el problema. Sin embargo, durante la administración Quiñónez, su funcionamiento ha decaído notablemente en calidad. Ahora, aparentemente, se implementará un sistema mixto, en el que, en lugar de ampliar la red de Transmetro, habrá una flotilla de buses —muy modernos, todo hay que decirlo— pero con ciertos problemas, como la inseguridad derivada de la falta de paradas exclusivas con guardias municipales, como las que tiene el Transmetro. No ahondemos demasiado por esta vez en la desbocada idea de construir un teleférico en la calzada Roosevelt, ya le dedicaré una columna exclusiva a ese engendro.
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Otro de los signos del absoluto descontrol urbano que reina desde hace algunos años es el mar de enormes torres de apartamentos que se alza por doquier en cualquier punto de la ciudad, sin ninguna consideración por los recursos hídricos de las distintas zonas de la capital ni por los atascos provocados por el repentino aumento en el número de vehículos en determinados puntos. Ya no digamos la estética. Se da, además, la peculiar contradicción de que, en muchos puntos, estos edificios albergan comodidades y nuevos negocios en sus plantas bajas, mientras que los alrededores donde se alzan están medio derruidos, abandonados y peligrosos. Asistimos al desconcertante fenómeno de una ciudad que se gentrifica y se vuelve cada vez más cara, sin que los habitantes de estas nuevas y costosas (a menudo diminutas) viviendas puedan siquiera disfrutar de barrios agradables o tranquilos, viéndose forzados a quedarse en sus casas y trasladarse en vehículos al centro comercial o a la vivienda de alguien más. El eterno complejo de la burbuja que nos aqueja desde siempre. Amén de que los comercios muchas veces no tienen entradas adecuadas para vehículos, lo que ocasiona atascos adicionales debido a los carros que quieren ingresar a los negocios o parquearse en los alrededores y detienen el tráfico, volviendo además las aceras lugares agresivos para los peatones.
El centro histórico de la ciudad refleja muy bien esta crisis. Tras un intento aparentemente exitoso por rescatarlo y revitalizarlo, iniciado a finales de los años noventa del siglo pasado, hoy el centro de la ciudad languidece en el abandono, la suciedad y la inseguridad. En lugar de ser un lugar vibrante de encuentro y cultura, más bien es una zona roja que la gente trata de evitar. No obstante, siguiendo la tónica de gentrificación contradictoria que mencionaba antes, han aparecido bares y restaurantes modernos y a la moda, de los que, sin embargo, hay que salir a toda prisa, ya que sus alrededores son inseguros y descuidados. Los viejos barrios de la periferia del centro, como los que rodean el templo de la Parroquia en la zona 6 o el área de la avenida Simeón Cañas en la zona 2, languidecen en medio de un hermoso entorno natural que invita a los paseos y la contemplación. Antiguas casas solariegas, rodeadas de láminas oxidadas y alambre de navaja, se asolean en la nostalgia de los viejos buenos tiempos que alguna vez conocieron.
Ante este panorama desolador, cabe preguntarse cuál es la solución. Y la respuesta está en una mezcla de estímulo a la inversión privada aunada a buenos servicios públicos como el transporte, la seguridad y la iluminación. Los vecinos de los viejos barrios, e incluso quienes viven cerca de las nuevas torres de apartamentos, deben tener acceso a créditos para poner negocios al servicio de los nuevos y viejos inquilinos, negocios con un enfoque interesante y cultural, más allá del mero consumo de bebidas alcohólicas. Y la afluencia de peatones que sean consumidores de esos locales debe garantizarse con la presencia de las fuerzas de seguridad, y de buenos medios de transporte para llegar y retirarse de los lugares. La crisis constante en la que se encuentra sumida la capital del país tiene solución, pero como todo en Guatemala, pasa por la voluntad política, la creatividad y la visión innovadora no solo de las autoridades, sino de los propios ciudadanos, para tener por fin un lugar agradable y adecuado dónde desarrollar nuestros proyectos de vida.
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