El pago de la abultada cuenta del sanatorio produjo quebraderos de cabeza y malabares financieros para la familia, pero todo ello valió la pena al ver a la persona lesionada fuera de peligro y al constatar la excelente atención médica recibida, así como las altas perspectivas de recuperación plena. La pregunta obligatoria, sin embargo, es: ¿qué hace la gente que no puede recolectar, aún entre varios familiares, el dinero necesario para un centro asistencial de buen nivel? ¿Cómo resuelve una emergencia médica un guatemalteco sin cobertura médica y sin ahorros, dado que esto describe a un alto porcentaje de habitantes de este país? ¿Por qué no podemos tener un sistema de salud de calidad?
Los dos grandes hospitales del país, el San Juan de Dios y el Roosevelt, se mantienen en un estado de crisis permanente, sin insumos, con fallos en sus servicios de electricidad y agua, con hacinamiento y mala atención en la emergencia, con médicos mal pagados y sobre explotados. Es proverbial que uno puede ingresar a estos hospitales con una enfermedad y contagiarse de otras muchas, que en muchos casos provocan la muerte de pacientes ingresados por causas poco graves.
Por su parte, los hospitales regionales son pequeños y sencillos, y muchas veces son poco más que salas de espera donde los pacientes son estabilizados antes de ser trasladados a un hospital en Ciudad de Guatemala. Y no hablemos ya de las áreas alejadas de las cabeceras departamentales: muchas veces no cuentan ni siquiera con los insumos más básicos para atender emergencias. Baste recordar el amargo caso del poeta Humberto Ak’abal, quien falleció mientras rodaba en una ambulancia por las pésimas carreteras del país cuando lo trasladaban hacia la capital desde el hospital de la cabecera departamental de su natal Totonicapán, porque en el hospital de dicha ciudad no pudieron tratar con éxito una sepsis producto de una operación intestinal. Una versión magnificada de la proverbial historia del niño que muere de una infección gastrointestinal de fácil tratamiento, porque en su aldea ni siquiera hay centro de salud. Historias que se repiten con unos u otros detalles por todo el territorio nacional.
En cuanto al seguro social, el IGSS es una extraña entidad sobre la cual las opiniones están divididas. Yo conozco amigos que hablan de complejas cirugías efectuadas en esa institución con maestría y excelentes resultados, así como conozco historias poco menos que de terror, de esperas eternas para recibir una cita, tratos fríos y poco empáticos, malas prácticas en operaciones sencillas y casos de fácil tratamiento. Una especie de lotería en la cual, si uno tiene suerte, recibe un buen trato y, si no la tiene, le va de la patada. En todo caso, es un hecho que la millonaria cantidad que se le debe al IGSS, tanto por parte del Estado como de la iniciativa privada, hace muy difícil garantizar que dicha entidad funcione bien, sin mencionar el constante deseo de sucesivos gobiernos por privatizarla, lo cual se garantiza dejando que siga a la deriva, mal financiada y con pésimo servicio.
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En suma, que la salud pública en Guatemala está en trapos de cucaracha, para sorpresa de nadie, y el guatemalteco promedio está librado a su suerte, sin cobertura de salud y sin el dinero necesario para pagarse atención médica de calidad. Cada día ruega a los cielos verse libre de accidentes, asaltos o enfermedades imprevistas, las cuales le pondrán sin duda en un predicamento financiero casi tan grave como el meramente físico. También se ha comentado extensamente que muchas familias pertenecientes a la mal llamada clase media están a solo un accidente o una enfermedad grave, como un cáncer, de descender uno o dos peldaños en su estado financiero. Dado que la movilidad ascendente en Guatemala es escasísima y muy lenta, huelga decir que es más fácil descender en la escala económica que ascender hasta el éxito financiero, y la pésima salud de nuestro sistema de salud es uno de los escollos que impiden la prosperidad de los guatemaltecos.
Es difícil encontrar la explicación del porqué el sistema guatemalteco de salud pública se mantiene en un estado tan desastroso. Además de la voracidad de los sucesivos gobiernos que lo han saqueado junto a las demás áreas del Estado, y al abandono en el que se vio sumido durante el conflicto armado interno. En esa época al Estado contrainsurgente no le interesaba mucho nada que no condujera al aplastamiento total del enemigo interno, y un buen sistema nacional de salud no tenía un papel demasiado relevante qué jugar en ese asunto. También está el hecho de que se ha destinado un insuficiente presupuesto para el sistema de salud, y ha habido negligencia en abordar el necesario saneamiento de sus procesos.
Pero a las razones históricas y estructurales se suma la apatía ciudadana. Es un hecho que mucha gente se muere del susto, y con justas razones, ante la perspectiva de terminar en un hospital nacional a la hora de una emergencia de salud, y ante un predicamento médico se anhela poder recibir tratamiento en un centro privado. Sin embargo, el clamor ciudadano por obtener mejores servicios públicos de salud es escaso, cuando debería ser una de las principales demandas de todas las personas. Ser trasladado en una ambulancia estatal a un hospital público para recibir atención médica de alta calidad, incluyendo intervenciones quirúrgicas, medicamentos, prótesis, fisioterapias y toda la parafernalia concerniente a la salud, debería ser una expectativa ciudadana normal, en vez de un alucinado e imposible sueño de opio.
El intento de reforma de la recientemente fallecida doctora Lucrecia Hernández Mack, que en su breve paso por el Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social (MSPAS) durante el gobierno del mal recordado Jimmy Morales buscó mejorar los servicios de atención primaria en áreas rurales recónditas. Esto fue un excelente primer paso que quedó tristemente truncado, pero es indispensable exigir que los hospitales nacionales sean puestos al día en personal, insumos y equipo; que los hospitales regionales sean elevados en su nivel de atención; que el IGSS reciba las millonarias cuotas que se le adeudan, y en suma, que los ciudadanos de Guatemala puedan contar con la tranquilidad de que una enfermedad o accidente repentino no será una condena casi segura de muerte, ruina económica para la familia, o ambas cosas.
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