A Raquel Montenegro la conocí alrededor de 1988 en la Facultad de Humanidades de la Universidad de San Carlos. Los trabajos de memoria y de Historia nos dicen que fueron años poco propicios para el estudio y la investigación. A pesar de las elecciones de 1986, el país seguía inmerso en el conflicto armado. Recuerdo a Raquel silenciosa, diligente. Acompañada, eso sí, de quienes serían sus mejores amigos en aquella época: Johanna Godoy y Juan Carlos Lemus. A diferencia de la mayoría de nosotros, inclinados a la literatura, Raquel decidió encaminarse en la lingüística. Este no es el espacio para describir los años de formación, logros académicos y experiencias profesionales de ella, pero sí he de resaltar cómo, contra una atmósfera de desaliento y de mediocridad, Raquel llevó adelante sus dos grandes proyectos: coleccionar y analizar las palabras para entender mejor las dimensiones del idioma, e impulsar con estrategias amigables y modernas la lectoescritura en la escuela primaria y secundaria.
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Ella ha recorrido el país. Lo conoce en su pluralidad y paradojas. Ha trabajado con niñas y niños de diferentes proveniencias culturales y regionales. De esas experiencias, han salido materiales educativos, talleres, evaluaciones de currículos y guías de contenido. Convencida de la imposibilidad de desvincular la lingüística y la pedagogía de la realidad múltiple del país, Raquel ha tejido con cuidado y amabilidad una red de maestras y maestros, estudiantes, funcionarios y administradores de distintas entidades públicas y privadas en torno a la enseñanza de las lenguas. Esta red la ha ampliado a una dimensión centroamericana, como muchas mujeres maestras de la primera mitad del siglo XX que intentaron, a pesar de las limitaciones de género y las dictaduras del Istmo, comunicarse y compartir problemas y desafíos. Actualmente, Raquel es la Secretaria ejecutiva de la Red para la Lectoescritura Inicial de Centroamérica y de El Caribe, que se forja al alero de la Universidad del Valle.
Pero a la par de esa labor horizontal de formar conocimiento, Raquel también fue la primera mujer en ser electa presidenta de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Fungió como tal desde 2018 y acaba de concluir su labor. Aunque el título de esta institución puede sonar vetusto o pomposo, la realidad es que la Academia se ha construido de esfuerzos individuales, habida cuenta de los pocos recursos que posee. En estos últimos años, Raquel con la Junta Directiva ha remozado la sede (como hoy el Ministerio de Educación en las escuelas), reorganizado la biblioteca de la entidad y ha impulsado con la Junta Directiva la publicación de boletines (accesibles en red) sobre temas literarios, lexicográficos y gramaticales. También impulsó la edición del Diccionario gastronómico guatemalteco, Sabor Chapín. Estas y otras actividades han sido posibles por la generosidad de miembras y miembros de la Academia, así como por las y los becarios de colaboración formativa con la Real Academia Española.
Una deuda histórica con María Moliner fue el rechazo por parte de la Academia Española de La lengua a ser aceptada en 1972. Una virtud de la Academia Guatemalteca de la Lengua ha sido la creciente integración de mujeres y, en tal sentido, la labor pionera de Luz Méndez de la Vega, Margarita Carrera, por ejemplo. Hoy están presentes Carmen Matute, Delia Quiñonez, Guillermina Herrera, Gloria Hernández, María del Rosario Molina, Lucrecia Méndez de Penedo, Ana María Urruela de Quezada, Lucía Verdugo y Cecilia Echeverría. La feminista bell hooks apuntaba cómo las formas de dominación masculina también se trasladan a las relaciones entre mujeres bajo formas como desconfianza y competitividad. Creo que algo fundamental para el trabajo conjunto, como el que Raquel ha impulsado, ha sido hacer suya una palabra que parece hoy pasada de moda: humildad. Nos dice María Moliner que esta actitud se opone lexicográficamente a la vanidad.
Hay unos versos de la poeta chicana Cherríe Moraga que resumen el poder y el valor de la lengua: «Me falta imaginación dices / No. Me falta el lenguaje». Y este es el principio de la labor de Raquel: invitar a conocer la lengua, como un acto de empoderamiento y gozo. Y después, imaginar.
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