Medios de comunicación, opinión pública así formada, incluso ciertas posiciones de izquierda levantaron a los «pueblos originarios» –autoridades ancestrales de Totonicapán y Sololá– como los artífices de esta «nueva historia» que se abría, con movilizaciones prodemocracia.
Ellas expresan el malestar de la población, sean mayas o mestizos pobres, dado el histórico estado de exclusión. La rabia acumulada está lista para explotar en cualquier momento; de ahí el quasi linchamiento contra Miguel Martínez en Antigua, o la cólera contra las figuras convertidas en «malos de la película»: fiscal y ayudantes. O la masiva y espontánea participación en el jolgorio en que se convirtió el paro nacional, mostrando actitudes de solidaridad hermosas, llevando comida a los manifestantes. Pero la expresión de descontento se centró exclusivamente en la «defensa de la democracia» y en el pedido de renuncia de los operadores visibles del Pacto de Corruptos (la fiscal general y colaboradores).
Todo parecía un alzamiento popular, una insurrección, principio de revolución social. Pero no lo es, porque la dirección del movimiento no apunta a cambiar estructuras. Que quienes dirijan las protestas estén vinculados/financiados por USAID abre preguntas, quizá, inquietantes. ¿Estamos ante nuevos actores políticos, los «héroes» de la película? La cólera anidada en el campo popular debe ir hacia algo más que vuvuzelas ayer, en el 2015, o bloqueo de carreteras hoy, pidiendo solo destituciones puntuales y apoyo a una democracia insustancial.
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Profundizando la cuestión, hay dudas. ¿Existe realmente un proyecto político nacional de cambio tras todas estas movilizaciones? La defensa irrestricta de la democracia, tal como hoy se formula, sin considerar que es la misma democracia representativa que no ha logrado cambiar la situación de exclusión de las grandes mayorías en todos estos años, recuerda las consignas sabatinas anticorrupción del 2015, con vuvuzelas e himno nacional, sin propuesta transformadora alguna. Quienes impulsaron los bloqueos –48 Cantones de Totonicapán y Alcaldía Indígena de Sololá– son colectivos de larga trayectoria, aunque no tienen una posición abiertamente de izquierda, antisistema, como sí la presentan otros grupos de campesinado maya más activos en las luchas populares. Su financiamiento no necesariamente dice todo, pero debe considerarse. ¿Habrá agendas no explícitas de los grandes factores de poder?
Y ¿quiénes son esos grandes factores de poder? El «pueblo movilizado» no parece serlo. Las consignas –únicas consignas– solo pedían la destitución de cuatro funcionarios menores. Demanda que no se concretó pese a los plantones. Luego de toda esa movilización, el Pacto de Corruptos bajó su perfil (¿se habrá negociado eso?). Lo cierto es que, con la participación de ciertos sectores empresariales (Consejo Nacional Empresarial, Cámara de Comercio, Cámara de Turismo), la dirigencia indígena que llevó adelante las marchas y el presidente electo, Bernardo Arévalo, se firmó un acta de compromiso conocida como «Acción para la Democracia». La relación de USAID con estas organizaciones indígenas abre preguntas. O genera suspicacias, similares a las que surgieron en las «movilizaciones» urbanas del 2015 contra la corrupción (¿laboratorio social que sirvió para llevar esa estrategia a países con gobernantes “díscolos”?).
Si factores de poder como el empresariado o el gobierno estadounidense, más la caja de resonancia de Washington que es la OEA, avalan la transición, habiéndosele bajado el perfil al Pacto de Corruptos dándole el beneplácito a Arévalo, todo ello deja interrogantes, con el dato nada despreciable aquí que se pone a los pueblos originarios como los principales actores heroicos de esta lucha. ¿Lo son?
¿No será esta «defensa de la democracia» un nuevo instrumento de dominación pergeñado por Washington, parte de las revoluciones de colores y las guerras jurídicas, hoy tan de moda? Las formas de control se reciclan: ayer dictaduras sangrientas, ¿hoy «defensa de la democracia»?
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