El político profesional no es el ciudadano común que se involucra en los asuntos de la res publica (eso no pasa nunca en las democracias representativas, ¡no puede pasar nunca!) sino la persona que se dedica de tiempo completo a moverse en el aparato de Estado, a administrar toda esa maquinaria conociendo los vericuetos íntimos del entramado político-institucional. La noción es moderna; nace en el capitalismo europeo, en el Estado-nación moderno que crea el sistema triunfante en la Europa postrenacentista, y que hoy ya se ha extendido globalmente como sinónimo de progreso y modernidad. Esta noción de «político» tiene en la actualidad sus códigos propios, su historia, su identidad: saco y corbata.
La profesión ya se ha globalizado, y con las adecuaciones del caso, el «saco y corbata» es, si bien de origen occidental, ya un símbolo universal. Lo cual puede demostrar al menos dos cosas: 1) los vericuetos del poder y de las sociedades basadas en las diferencias de clases más o menos se repiten por igual en cualquier latitud (lo que permite ver que «la historia no ha terminado» como altaneramente se anunció hace algún tiempo, pues las luchas de clase siguen marcando el ritmo, pues el sistema capitalista sigue vigente, y, por tanto, sus contradicciones internas inmodificables, los políticos las expresan). 2) Las matrices dominantes en términos ideológico-culturales vienen impuestas por el discurso hegemónico eurocéntrico-capitalista; léase: democracia representativa, resguardando la propiedad privada de los medios de producción.
La corrupción, como constante humana en tanto transgresión, no deja de ser parte del ejercicio de poder. Sucede que este segmento de políticos de profesión, con mayor acceso que nadie a los fondos públicos, siempre están cercanos a la tentación de quedarse con algún vuelto. De hecho, eso sucede. Así, y a partir de ese descarado discurso donde todo se negocia a espaldas de las poblaciones, la mentira como constante de esa práctica, la «política», en tanto actividad profesionalizada, está desacreditada, abominada.
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Es por todo lo anterior que los políticos profesionales, como grupo cerrado, como «gremio» profesional, pueden ser despreciables (quizá más que otros gremios que no juegan con los dineros públicos y que no viven manipulando, mintiendo, prometiendo cosas que luego no se realizan); pero no son ellos la fuente de las injusticias. Esa casta es solo la operadora de un sistema en el que anidan las injusticias: propietario de los medios de producción, por un lado, gran masa trabajadora por otro. Las elecciones en que algún político es elegido con voto popular para cargos públicos es solo un ritual que no altera la situación de base: la explotación se mantiene.
Lo ejercido por los funcionarios del Estado moderno, capitalista en su versión globalizada actual, con cuotas de poder inconmensurables que asientan en los más descomunales ejercicios represivos (armamento nuclear, por ejemplo) y/o de control (guerra de cuarta generación, guerra mediático-psicológica), es un manejo del otro increíblemente sutil, profundo, absoluto. El otro (para el caso: la población) no tiene casi margen alguno para decidir, más allá del espejismo en que se le hace creer que «decide su destino» con un voto.
Para el capitalismo moderno, el estamento político es un mal necesario. ¿Se lo podrá reemplazar en el futuro? ¿Para cuándo la democracia real, de base, popular?
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