En 1918, en medio de la marea de cambios abierta por la Revolución Rusa, decía la revolucionaria y feminista Alejandra Kollontai: «El Estado de los Trabajadores tiene necesidad de una nueva forma de relación entre los sexos. El cariño estrecho y exclusivista de la madre por sus hijos tiene que ampliarse hasta dar cabida a todos los niños de la gran familia proletaria. En vez del matrimonio indisoluble, basado en la servidumbre de la mujer, veremos nacer la unión libre fortificada por el amor y el respeto mutuo de dos miembros del Estado Obrero, iguales en sus derechos y en sus obligaciones. En vez de la familia de tipo individual y egoísta, se levantará una gran familia universal de trabajadores, en la cual todos los trabajadores, hombres y mujeres, serán ante todo obreros y camaradas. Estas serán las relaciones entre hombres y mujeres en la Sociedad Comunista de mañana. Estas nuevas relaciones asegurarán a la humanidad todos los goces del llamado amor libre, ennoblecido por una verdadera igualdad social entre compañeros, goces que son desconocidos en la sociedad comercial del régimen capitalista».
Todo cambia; también la forma en que concebimos la sexualidad. Ella sigue siendo, y sin dudas será siempre, el talón de Aquiles de la humanidad. No hay sexualidad «normal». El apareamiento entre macho y hembra de la especie humana para dejar descendencia sucede a veces, pero las relaciones amorosas no tienen como fin último «normal» la reproducción. Por el contrario, la sexualidad da para todo: la genitalidad es parte, pero no la agota.
Los matrimonios entre personas homosexuales, lenta pero ininterrumpidamente, comienzan a legalizarse por distintos Estados, marcando una tendencia. Hoy, muchas parejas homosexuales (varones y mujeres) adoptan y crían niños. La moral dominante pone el grito en el cielo al respecto. De todos modos, no hay ninguna evidencia que afirme que esos niños crezcan «anormales». Los prejuicios siguen mandando (y, según dijo Einstein: «Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio»).
Lo que está claro con este paso legislativo de la oficialización de las alianzas de parejas homosexuales es que las sociedades van mostrando, no sin dificultades ni tropiezos, una mayor cuota de tolerancia, de respeto a la diversidad.
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Definitivamente es muy difícil, quizá imposible, prescindir de la carga de prejuicios que nos constituye. Que la homosexualidad, o más aún: la bisexualidad de varones y mujeres, está presente en la historia de todas las culturas, es un hecho incontrastable. De todos modos, hasta ahora al menos, la edificación cultural se ha hecho siempre sobre la base de la célula familiar –mono o poligámica, abrumadoramente más patriarcal que matriarcal– con la presencia de los progenitores de cada uno de los dos géneros tradicionales: masculino y femenino. ¿Qué pasa si eso cambia?
Hoy, acorde a los cambios que van dándose en las sociedades –la humanidad cambia, para bien o para mal, y en general cambia para democratizar más los beneficios del desarrollo social– la diversidad sexual comienza a salir a luz y a aceptarse. En algunos países se deja la casilla de género libre en el nacimiento, para que el sujeto lo decida posteriormente. Siendo rigurosos con la verdad no podemos caer en la simpleza de decir que una moral es mejor que otra. Los seres humanos necesitamos ordenamientos axiológicos, códigos de ética; no hay sociedad que no los tenga. Lo que sí podemos saludar hoy como un paso importante en el progreso social es que, no sin tropiezos ni dificultades, vamos comprendiendo que todos y todas por igual tenemos derechos, que todos somos iguales, que nadie vale más que nadie. En esa perspectiva, la familia tradicional abre interrogantes hacia su futuro.
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