No profundizaré en la independencia criolla porque, aparte de que se ha convertido en una muletilla recurrente que explica todo y no explica nada, considero que es mejor utilizar dicha fecha para conmemorar todos aquellos esfuerzos y trayectos distintos en busca de un territorio controlado por sus sociedades como un todo y que, además, les sirva a ellos, los dignifique. Y, no podía ser de otra manera, fueron los grupos subalternos de la primera mitad del siglo XIX —sobre todos los pueblos indígenas— los que los llevaron a cabo.
Al comenzar el siglo XIX, la recuperación demográfica de los indígenas era evidente. Estos, asimismo, habían transformado la vida colonial, que había transcurrido sin mayores sobresaltos sociopolíticos de envergadura desde mediados del siglo XVI. Siendo entre el 66 y el 75 % de toda la población, los indígenas controlaban buena parte de las tierras (junto con la Iglesia católica y unos pocos grandes terratenientes) aprovechando la «composición» durante el siglo XVIII, la cual les permitió aumentar sus propiedades más allá de la legua cuadrada de ejido legalizada. Además, debían hacer frente a las «castas» (muchos de ellos los hoy llamados ladinos) y a españoles y criollos por recursos agrarios, un proceso que no existió con esa tensión en los 200 años previos. A lo interno, se cuestionó a las noblezas prehispánicas, ahora coloniales, lo que creó la «jerarquía cívico-religiosa», que horizontalizó las relaciones y abrió el ascenso social por mérito y por recursos en las comunidades indígenas, aunque el sistema previo siguió teniendo cierta validez y prestigio, incluso hasta hoy.
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Estos procesos se combinaron con el oscilante pero constante aumento del bienestar económico durante el siglo XVIII. Mientras los criollos y algunas castas empoderadas comenzaban (parafraseando a Severo Martínez y a Arturo Taracena) a soñar y a imaginar su nación propia, los pueblos indígenas retomaron, con más fuerza, muchos de sus reclamos por autonomías totales o parciales, para lo cual utilizaron la tradición como motor de cambio con el fin de recuperar el pasado perdido en el siglo XVI. Carmagnani lo llama «el regreso de los dioses» para la Oaxaca del siglo XVIII, y en el área maya se pueden nombrar la rebelión de Jacinto Canek en Yucatán o la de los Tzeltal («zendales») en Chiapas, así como lo que ahora se llamaría «desobediencia civil» indígena en todo el altiplano de Guatemala, que culminó en el «ensayo autonómico» de la región de Totonicapán y Momostenango en 1820. Estos procesos de autonomía o independencia parcial o total de los pueblos indígenas no se inspiraban en los criollos o en las castas, aunque sí estaban muy al tanto —incluso más que los mismos criollos— de los vaivenes de la metrópoli española, lo que orientaba buena parte de su accionar.
En algunos casos, los intentos autonómicos indígenas siguieron su curso más allá de 1821 y transformaron o reafirmaron tanto el contexto regional como el local. Un ejemplo de ello es la región de Totonicapán y Quetzaltenango, que aceleró la democratización interna de los sistemas políticos k’iche’ y que también los hizo enfrentarse con fuerza a los intentos criollo-ladinos del Estado de Los Altos y a apoyar al indígena-casta de Rafael Carrera, que los privilegió durante los casi 30 años de su gobierno. Otros tomaron el poder junto con Carrera y desmontaron la federación (excluyente con los indígenas) centroamericana, como los xinka y poqomam de «La Montaña» de las Pinulas y de Mataquescuintla, un tema poco trabajado hasta hoy. Y así hay otros más que por espacio no comento acá.
Hacen más justicia de la búsqueda de una sociedad plural, digna y rica todos estos ejemplos de propuesta, acción y gobierno indígenas que la famosa acta de independencia firmada casi a oscuras, a escondidas, «para evitar que el pueblo la declare de hecho», como reza en su primer artículo.
Pensar una sociedad diferente implica pensar desde los pueblos indígenas.
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