Casi todas esas agrupaciones, en términos generales, dicen aproximadamente lo mismo. Salvo la propuesta del Comité de Desarrollo Campesino (Codeca), a través de su partido Movimiento para la Liberación de los Pueblos (MLP), todas están de acuerdo con terminar las investigaciones anticorrupción y cierran filas para impedir la continuación de la Cicig. Queda por fuera de esto Thelma Aldana, que aún no tiene un partido definido. En todo caso, es el único referente que levanta la bandera anticorrupción sin que esté claro aún si será una verdadera fuerza política competitiva.
Incluidos los partidos de izquierda —o autoproclamados como tales—, con la excepción del MLP, no hay ninguna propuesta realmente de beneficio para las grandes mayorías, con formulaciones concretas que puedan aportar cambios. Es decir: tenemos siempre más de lo mismo. La izquierda electoral hace tiempo quedó entrampada en el juego político mafioso, y remar a contracorriente allí es absolutamente imposible. Por tanto, sus planteamientos caen en el vacío sin siquiera alcanzar para abrir debates, no digamos cambios sustantivos.
Las elecciones no son sino un rito cumplido cada cierto tiempo que no alcanza para cambios sustantivos. Las democracias representativas son formaciones políticas destinadas a cambiar de administración gubernamental después de cierto período, pero sin afectar la base del sistema. Los cambios estructurales no se consiguen en las urnas, sino a través de movimientos políticos revolucionarios, que transforman de cuajo el curso de los acontecimientos. Si un presidente electo según esos patrones intenta ir demasiado lejos con esos cambios, es desalojado violentamente (Jacobo Arbenz en Guatemala, Salvador Allende en Chile o, en la versión moderna —Manuel Zelaya en Honduras y Jean Bertrand Aristide en Haití—, con golpes de Estado suaves).
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Sin dudas, esta imperfecta democracia que ya supera las tres décadas es preferible a las dictaduras militares. Las libertades cívicas que ahora se gozan no tienen parangón. Hay, con las limitaciones del caso, instituciones que velan por las garantías ciudadanas mínimas, lo cual es muy importante. Pero la situación económico-social sigue siendo sumamente injusta. Guatemala sigue estando entre los países del mundo donde las diferencias entre ricos y pobres son de las más grandes, con mayorías paupérrimas. Las elecciones no cambian eso.
Dijo Paul Valéry que la política «es el arte de hacer creer a la gente que decide algo», cuando en realidad no decide nada. O decide, en todo caso, solo el nombre del próximo administrador. Las masas de votantes no deciden los resortes últimos que estructuran sus vidas. Eso se cocina siempre a espaldas de la población. Experiencias de verdadera y auténtica democracia de base, directa, se dan solo (parcialmente al menos) en los países socialistas, donde la gente toma decisiones en asambleas, en cabildos abiertos. En las democracias formales, representativas, el pueblo manda solo a través de sus representantes. Ahora bien, pregúntese el lector cuántas veces habló con el diputado que lo representa para tocar algún tema que le inquieta. Más aún, ¿cómo se llama el diputado de la circunscripción electoral que lo representa? ¿Y cuántas veces participó en un cabildo abierto para resolver problemas de su comunidad? Como dijera Jorge Luis Borges, «la democracia es una ficción estadística».
¿Qué puede cambiar con las elecciones? Vistas desde el campo popular, la presidencia es lo que menos importa. Sabiendo que este mecanismo no cambia nada de fondo, puede ser importante para ganar alcaldías, con lo cual contribuiría a generar un posible poder local con base popular. O eventualmente a obtener un considerable número de bancadas en el Congreso para incidir legislativamente de algún modo. Pero los cambios profundos no van por ese lado.
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