“La totalidad de los animales y una aplastante mayoría de los hombres viven sin sentir nunca la menor necesidad de justificación”, escribe Michel Houellebecq en Sumisión. “Viven porque viven y eso es todo, así es como razonan; luego supongo que mueren porque mueren, y con eso, a sus ojos, acaba el análisis”.
Tendemos a racionalizar todo, claro. Somos liberales: el mundo ha de avanzar por la ciencia y las ideas; la historia jamás acabará. Pero es posible que esa misma racionalización condene nuestros análisis. El voto de Trump pudo haber estado profundamente marcado por cuestiones más prosaicas que el análisis. De hecho, Trump es un candidato sin políticas: sólo tiene anuncios. Una vez que rascas la superficie, ninguna de sus ideas tiene más de dos centímetros de profundidad.
En el mito de Casandra, la mujer es una pitonisa incomprendida que anuncia las fatalidades sólo para ver que los hombres o no la entienden o la desoyen. La fatalidad liberal estaba allí pero sólo nosotros, los liberales, no la veíamos. Trump hacía campaña en pueblos chicos de Wisconsin y Michigan e iba a Pennsylvania, donde estaba cantado, cerrado con candado y con la llave revoleada lejos, que ganaría Hillary. Al cabo, esos son territorios de blue collars demócratas, es el norte y el oeste del país, no Texas, no Alabama y no el suroeste. ¿Qué tan estúpido eral tipo que viajaba a territorios donde no tenía chance de ganar? El efecto túnel es peligroso porque elimina el contexto y la perspectiva, y los liberales fuimos al matadero caminando como caballos con anteojeras: mientras las ciudades daban bien para Hillary, Trump subía a su ambulancia una armada de desdentados y heridos en los pueblos rurales que nadie quería recorrer.
Y he allí el punto: no importan. Sólo a los junkies políticos ideológicamente comprometidos y a los liberales interesan las cuestiones de fondo. El grueso de la población tiene por principales actividades en su vida trabajar, consumir y emplear su vida social en familia y amigos. No tienen interés por las grandes cuestiones más allá de si esas grandes cuestiones, de algún modo concreto, afectan su realidad próxima. ¿Información, debate? ¿Para qué? Basta tener lo mínimo para creer que uno no se pierde los grandes hechos. Para tomar decisiones importantes están los profesionales. Para eso elegimos congresistas, gobernadores, presidente cada cuatro años.
En los pueblos mineros de Virginia, en las fábricas de Michigan y las siderúrgicas de Pennsylvania quieren trabajos, no discusiones. Quieren pagar la renta a fin de mes y las cuentas del médico. En ciudades al limite de la resignación el cambio climático es un asunto demasiado lejano. La vida se decide paga tras paga. Si Trump ofrece trabajo, bienvenido sea. Si Hillary ofrece un mundo sostenible, ¿eso paga la cuota escolar? Cuando un minero del carbón vota por Trump es porque ofreció, directa y simplemente, muchos empleos. Cuando Hillary promete nuevas regulaciones contra industrias sucias para reducir el impacto del cambio climático y favorecer una matriz energética renovable, pone demasiadas palabras en juego pero el trasfondo se lee fácil: no muchos empleos.
La defensa del medio ambiente es un lujo para el que tiene deudas, niños, un futuro no muy provisorio, está enfermo o demasiado viejo y su educación es apenas básica para la economía del siglo XX pero vive en el XXI cuando el mundo va para otro lado. Trabajo, no medio ambiente. Plata en el bolsillo, no palabras de oenegé.
Por pudor ideológico, parece, un liberal puede perder una elección capital. No es nuevo: lo he visto. Llamémosle el factor No-voto-a-Hillary-porque-soy-Susan-Sarandon. ¿Cuántos votantes de Bernie Sanders, aun cuando él mismo llamó a disciplinarse, le corrieron el cuerpo a la gris Hillary? A la izquierda no le gusta ensuciarse en el realismo político: prefiere las alturas de la Gran Verdad, del comportamiento correcto, del Buen Pensamiento y la Claridad de Ideas. Un intelectual liberal puede cometer el error de optar por el fragmento erróneo en la proposición lo perfecto es enemigo de lo bueno. Mientras, el mundo nos pasa por encima. Entre talkers y doers, el hacedor gana: nadie aguanta demasiado tiempo un discurso moralista. A los toros se los agarra por los cuernos, no se les convence con Habermas. Hay que salir a la calle y hacer algo. Ensuciarse en el barro de las contradicciones. Menos charla, más acción.
Al otro lado, entre quienes han vivido de trabajos y un modelo de país —de economía, de ideología, de nación— que se evapora, el escenario no precisa demasiadas explicaciones. Ellos enfrentaban de manera pragmática —cortoplacista, sí, pero práctica— una situación que los liberales biempensantes adoradores de las estrategias sostenibles no contemplamos: muchos no toleraban la prepotencia, el sexismo y la estupidez ignorante de Trump pero igual lo votaron porque ofrecía ideas simples y reconocibles. Trabajos para quien no tiene, dinero para blindar fronteras que creen necesario amurallar, prohibiciones a extranjeros que suponen peligrosos, matrimonios de hombres y mujeres y no de John y John —más cuando no saben si John es realmente John y no Rachel.
Trump habló el lenguaje de la calle y del vestidor, de las reuniones de amigos y de un tipo común que no sabe nada de política pero ha hecho dinero y no tiene compromisos: como tal, se supone que puede hacer mucho y que, como empresario, será ejecutivo. Él lo dijo: él es un hacedor, los demás son habladores. Y al estadounidense promedio, convénzanse, le gusta que se hagan las cosas pronto y sin demasiado debate.
Al frente, Hillary: aburrida, larga, explicativa, señorona, maestrita, petulante con un tipo como Trump —uno que habla como yo, Joe, ex soldador en Michigan. Hillary da peroratas de balances geopolíticos, compromisos con aliados globales, equilibrios, consensos, acuerdos: todo eso toma tiempo, todo eso no provee soluciones ya. Hillary tiene ideas complehas que requieren explicación —la razón—; Trump tiene dos o tres ideas sencillas de digerir dichas en un lenguaje poco complicado. Y las repite siempre, y no gasta demasiadas palabras. Fast food político. Y es divertido, y ella no. Y es nuevo, y ella no. Y es hombre, y ella no. Y es tramposo, pero ya nos confesó que lo era, eh; ella mentía y no dijo nada hasta que la descubrieron. Crooked Hillary, turbia Hillary, The Donald, my man.