Alejandro Maldonado: el anticomunista prudente
Alejandro Maldonado: el anticomunista prudente
El recién nombrado presidente de Guatemala, Alejandro Maldonado Aguirre, es un auténtico sobreviviente de la política. Su larga carrera, que inicia en las juventudes anticomunistas que complotan contra Jacobo Árbenz, lo retrata como un hombre hábil, cauteloso, que ha sabido poner el sistema político a su favor y ponerse a favor del sistema.
Un niño de seis años pasa al pizarrón y dibuja un garabato. Sus compañeritos intentan adivinar: “Es un pájaro”, “es un árbol”, “es un nido”. No, dice el niño, es el escudo nacional. La maestra, entusiasmada, le pregunta.
—¿Qué quiere ser cuando sea grande?
—¡Presidente de la República! —exclama sin titubear el pequeño.
Más de siete décadas después, tras una vida persiguiendo este sueño elusivo, Alejandro Maldonado Aguirre por fin se ha puesto la banda blanquiazul.
El 3 de septiembre, día en que prestó juramento ante el Congreso, el flamante Presidente no intentaba esconder su felicidad. Sus sonrisas, sus ojos chispeantes, sus saludos a la prensa, sus frases juguetonas mostraban a un hombre exultante, al borde de la euforia. Dentro del elegante anciano de 79 años, un niño de seis brincaba de contento.
“En la política no hay sorpresas, sólo sorprendidos”, escribió alguna vez Maldonado. Nunca mejor dicho. Treinta años atrás, al cabo de unas elecciones catastróficas para su partido, renunció a su gran ambición presidencial. Vencido, tuvo que presenciar las victorias sucesivas de Vinicio Cerezo, Jorge Serrano Elías y Álvaro Arzú, rival el primero, antiguos colaboradores los otros dos, ninguno tan preparado como él que ha sido ministro, diputado, embajador y magistrado.
Y de repente, en 2015, un giro inesperado de la historia lo propulsó a la cima del Estado. Tras la caída de Roxana Baldetti por el caso de defraudación aduanera, el pasado 14 de mayo, el Congreso lo nombró Vicepresidente. Por cómo iban las cosas, las manifestaciones en la plaza, las investigaciones del Ministerio Público y la Comisión Internacional contra la Impunidad (CICIG), se sentía que el puesto sería sólo la antecámara de la Presidencia.
Como Vicepresidente, se dedicó a hacerse olvidar: no dio declaraciones reseñables, no tomó decisiones, no impulsó agendas. Ni siquiera cambió el equipo de trabajo de su antecesora, hasta que en las escuchas presentadas por CICIG y el MP en el caso La Línea, se escuchó la voz de Karen Cardona, vocera de la Vicepresidenta, pidiendo favores periodísticos a favor de Baldetti. Maldonado intuía que la misma corriente ascendente lo llevaría al nido de águilas presidencial. Y en efecto, el 3 de septiembre, Otto Pérez Molina presentó su renuncia a la Presidencia, para evitar el bochorno de ser capturado en ejercicio del cargo. ¡La Casa Presidencial era suya por fin! Nadie, ni siquiera el Altísimo, podría dirigirse a él de otra forma que llamándolo Presidente.
Su tiempo es escaso. En cuatro meses, no podrá desarrollar un verdadero programa de Gobierno, ni poner en práctica sus ideas. Según el politólogo Manuel Villacorta, Maldonado debe olvidarse de hacer política pública. Su gobierno apenas podrá facilitar la entrega de poder a las nuevas autoridades.
Acaso, con su estilo culto y desenfadado, podrá cambiar un poco la imagen de una Presidencia hecha jirones tras el paso de Otto Pérez Molina. Desde ya, el cambio de tono es patente: siempre amable, siempre sonriente cuando aparece en los medios, le gusta sorprender con tuits a veces sentenciosos y a veces juguetones, como cuando reaccionó con humor a su lesión en la pierna.
A la hora de nombrar ministros, Maldonado parece querer agradar a todos por igual: por un lado elige ministros de respetada trayectoria en Cultura y Deportes, y Ambiente, en las personas de Ana María Rodas y Andreas Lehnhoff. Por el otro, en puestos clave como el Ministerio de Gobernación, Finanzas y Relaciones Exteriores, deja a los ministros nombrados por Otto Pérez Molina. En cuanto a Mariano Rayo, Ministro de Salud, y Jorge Méndez Herbruger, Ministro de Economía, dan cancha a la política tradicional sin ideales ni convicciones. El nombramiento de Norma Quixtán como ministra de Desarrollo Social puede interpretarse como un gesto de amistad póstuma hacia Mauricio Quixtán, su compañero de fórmula en las elecciones de 1985.
No extraña ese continuismo dentro de un autonombrado gobierno de transición. Si algo distingue a Alejandro Maldonado, es su poca propensión a los cambios bruscos. “Prudente”, “moderado”, “tranquilo”, “hombre de consensos”, “nada autoritario”, “reflexivo”: estos son los adjetivos que se repiten cuando familiares, políticos, y magistrados que lo conocen describen su personalidad. Adjetivos que no cuadran con el halcón de la extrema derecha que algunos ven en él, y sí con el superviviente político que es.
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Conservador empedernido, debe su longeva carrera a su capacidad para no chocar de frente con nadie, y mucho menos con los que sostienen cuotas de poder. “Es un político muy hábil, muy inteligente. Pero es bandera: apunta adonde sopla el viento”, opina un diputado de los que votaron por él.
Maldonado y la memoria selectiva
A falta de una entrevista, que Alejandro Maldonado no concedio a Plaza Pública, nada mejor que sus memorias para acercarse al personaje. Publicadas en 2004 bajo el título Testigo de los testigos, nos invitan a un paseo por los grandes acontecimientos desde la Revolución de 1944. Esto, desde el punto de vista de un político que fue parte de casi todos los gobiernos militares que desde entonces ha conocido Guatemala.
Libro escrito en tercera persona, haciéndose biógrafo de sí mismo, Maldonado adopta cuando se le antoja el tono y el ritmo de la novela picaresca. Su pluma es hábil, punzante. Maldonado sabe contar y agradar a su lector. Emplea gustoso el humor y la ironía, propiciando aquí y allá dentelladas a algunas figuras políticas, muchas de ellas ya olvidadas.
Como en todas las autobiografías, la ideología y las opiniones de su autor se dibujan tanto con sus palabras como con sus silencios y omisiones. Un ejemplo: las masacres de los años 80, la tierra arrasada y las más de 500 aldeas incendiadas por el Ejército no le inspiran una sola línea. En sus memorias, no hubo genocidio ni nada semejante.
Todo empieza con su tierna infancia y su temprana ambición presidencial. Hijo menor de una familia humilde y religiosa de la capital, vive a la sombra de dos hermanos mayores, sustentos de un hogar sin padre. El niño se convierte en un joven inquieto, ávido de conocimiento y hábil para hacerse querer en casas de mayor estatus social que la suya. Casas que ostentan biblioteca.
Adolescente con humos de señor, como él mismo se describe, se apasiona por la política. ¿Su bando? El que complota contra el gobierno de Jacobo Árbenz Guzmán. Se asocia a la Alianza Juvenil Anticomunista, grupo cercano a Mario Sandoval Alarcón, el líder histórico de la extrema derecha de Guatemala, quien, años más tarde, sería conocido como “el padrino de los escuadrones de la muerte”.
Su primer encuentro con Sandoval Alarcón lo marca profundamente. Recuerda en especial “su estilo cálido, emotivo, honesto”. Delante del chico, Sandoval Alarcón hace alarde de sus armas y de sus libros (Nietzsche y tratados de filatelia y derecho). Regresa fascinado por la personalidad del que llama “el gran líder”, y descubre que su grupo anticomunista trabaja para un líder aún más grande, Carlos Castillo Armas, quien desde el exilio planea una invasión.
Alejandro Maldonado utiliza bastante tinta para explicar por qué había que luchar contra Jacobo Árbenz. Menciona casos de corrupción, hechos de violencia como el asesinato del coronel Francisco Javier Arana o el juicio de Salamá que llevó a Sandoval Alarcón tras las rejas, consecuencia de un fallido levantamiento armado. Insiste en que el régimen de Árbenz nunca fue la “primavera democrática” que recuerda la Izquierda.
Pero el mayor reproche que le hace a Árbenz son sus relaciones con los comunistas que, según él, se afanaban en convertir a Guatemala en una república de Soviets. El Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT) era el verdadero poder detrás del trono, según Maldonado, y la reforma agraria su instrumento para estatizar la tierra. Escribe esta frase, sin que quede claro si son los pensamientos del adolescente o los del hombre maduro que narra: “Era realmente necesario no sólo contener el progreso de ese partido en la vida nacional, sino aniquilarlo”. Lo cual fue llevado a cabo, con violencia creciente, por los sucesivos gobiernos militares.
Hay que citar otra de sus frases para trazar el pensamiento ambivalente de Maldonado, quien no niega a Árbenz su altura histórica: “frente a la prepotencia y el desdén por el pueblo de los poderes económicos del país, no puede menos que reconocer que al menos Árbenz consiguió que los trabajadores y los campesinos sintieran alguna vez que tienen dignidad”.
Llega el fatídico 1954 y Maldonado es enviado a México a un congreso anticomunista. De allí, se mueve a Tapachula y se integra a un pelotón armado que se prepara a entrar a Guatemala en apoyo a la insurrección de Castillo Armas. Golpe de la fortuna, cuando su pequeño regimiento está a punto de entrar en acción, Árbenz renuncia, y Maldonado no puede contribuir con un solo tiro a la victoria del nuevo caudillo.
Se ha consumado la llamada Liberación. “La intervención yanqui fue valiosa pero no decisiva”, escribe a pesar de los innumerables documentos que muestran una insurrección teledirigida desde Washington. La victoria se debió a “la decisión valiente de 180 hombres desesperados que se lanzaron al combate”. Hombres entre los cuales no pudo estar.
Con la Liberación, ¿murió la Revolución de Octubre? Todo lo contrario, sostiene Alejandro Maldonado. El general Carlos Castillo Armas era el más auténtico heredero de los ideales revolucionarios, ideales que Juan José Arévalo no supo concretar y que Jacobo Árbenz traicionó coqueteando con los comunistas. El caudillo creía en la democracia y en la reforma agraria (pero no al modo del PGT). ¿No fue él —razona Maldonado— quien autorizó el voto de los analfabetas? ¿No fue él quien repartió tierras a los campesinos en La Máquina? Omite la brutal represión que se ensañó sobre los beneficiarios de la reforma agraria de Árbenz, y el plebiscito que organizó para asentar su régimen. Plebiscito que Castillo Armas ganó con 99.9% a favor, al cabo de un proceso obligatorio en el que se votó públicamente y se contaron los votos en secreto.
En el gobierno de Castillo Armas, Alejandro Maldonado logra su primer cargo como funcionario. Su trabajo: redactor de notas y oficios de la Secretaría de la Presidencia, dirigida por Mario Sandoval Alarcón. Cuando el caudillo es asesinado en el Palacio Nacional, el joven llora amargamente. “Era muerto el líder con el que logró una identificación plena y que lo orientó con cuidados cuasi paternales”, el hombre que “con mano docente le corrigió algunos de sus noveles escritos”, rememora con nostalgia.
Alejandro Maldonado ha leído a Miguel Ángel Asturias, a Manuel José Arce, a Luis Cardoza y Aragón, a José Manuel Fortuny, a Edelberto Torres Rivas. Es consciente de que su defensa de Castillo Armas no puede competir con el aluvión de escritos de una izquierda talentosa, sí, pero que “escribe más para el corazón que para el cerebro”.
“Reivindicar la integridad moral de un muerto multidifamado no tiene más destino que el de acompañarlo en el supremo desprecio de los esnobs”, apunta con una resignación algo sobreactuada, prueba de que él también le escribe al corazón.
Al servicio de gobiernos militares
¿Qué le gusta Alejandro Maldonado? “Le gusta leer, escribir, escuchar música, pasar tiempo con la familia”, cuenta su hijo, Alejandro Maldonado Lutomirsky, secretario de la Coordinadora para la Reducción de Desastres (CONRED) desde 2008. “Le gustan los perros y pasar los fines de semana en un terrenito que adquirió hace muchos años cerca de Antigua”, agrega.
¿Algo más que sea del agrado de este hombre, padre de tres hijos y casado en segundas nupcias con Ana Violeta Fagianni? “Le gusta hacer reflexionar a la gente”.
Maldonado, el hijo, admite haber tenido cientos de discusiones con su padre y haberlas perdido todas. Admira de él su capacidad de trabajo y su habilidad para entenderse con todos los sectores, “una de las razones de su éxito”.
“Es un compañero, un amigo, un maestro”: se sincera Gladys Chacón, exmagistrada de la Corte de Constitucionalidad. “Es un muy buen argumentador y conversador. Tiene facilidad para exponer sus argumentos. Le ayuda ser un gran lector”, reconoce Mauro Chacón, magistrado de la misma Corte y hermano de Gladys.
El diputado Roberto Alejos Cambara, tiene a Alejandro Maldonado como su mentor desde que ambos fueron diputados en la Asamblea Constituyente de 1985. “El es fue mi profesor en derecho constitucional”, indica. El jefe del partido TODOS atesora en el fondo de su alma una enseñanza de Maldonado
—Él me decía que un verdadero político debe aspirar a la Presidencia. Si no, es un político a medias.
A finales de los años 50, con veinte y pocos años, Alejandro Maldonado no tiene nada de maestro y mucho de bohemio. Líder de las juventudes del Movimiento de Liberación Nacional (MLN), funda un semanario que bautiza El Quijote, personaje con el que se identifica, y prosigue sus estudios de Derecho. A sus ratos libres, complota contra el régimen de Miguel Ydígoras y participa en la quema del Registro de Ciudadanos. En Guatemala es menos peligroso ser un subversivo de derecha que de izquierda: cuando Maldonado es capturado y encarcelado por unas horas, un Ministro amigo pide su liberación al jefe de la Policía como regalo de cumpleaños.
Pasan los años y bajo la presidencia de Julio César Méndez Montenegro (1966-1970), Maldonado es electo diputado por Huehuetenango, siempre con el MLN de Sandoval Alarcón. Asiste al surgimiento de las guerrillas desde las entrañas del Ejército, al resurgir de movimientos sociales afines al marxismo y a la polarización creciente de la sociedad guatemalteca.
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Durante la guerra interna, muertos civiles hubo en cada bando, y Maldonado recuerda a los propios: Carlos Cheesmann, José Torón Vázquez, Mario López Villatoro. Muertos que excusan, según él, el giro violento hacia la derecha dura que tomó su partido. “Fácil resulta reprochar al MLN la oración sacada de contexto de su líder, “somos el partido de la violencia organizada”, sin querer tomar en cuenta que si, según este, habían sido leones, no iban a convertirse en corderos”, escribe en el libro de sus memorias.
Llega la década de los 70. La guerrilla está en la Sierra de las Minas y el Ejército ha adoptado la Doctrina de la Seguridad Nacional impuesta por halcones estadounidenses. El general Carlos Arana Osorio asume la Presidencia e inicia un gran proyecto militar que incluye acaparamiento de tierras en el norte del país para distribuir entre los oficiales, control de puertos y aduanas, militarización en todos los ámbitos y represión a gran escala para aniquilar a los comunistas, siendo comunistas todos los que opinan distinto al régimen. Según Edelberto Torres Rivas, más de 7 mil guatemaltecos fueron asesinados o desaparecidos durante el gobierno de Arana (1970-1974).
Alejandro Maldonado pretende escapar de esta triste realidad dedicándole toda su atención al Ministerio de Educación que Arana le confía. Sus memorias detallan sus logros al frente de esa cartera: extensión del sistema educativo, lucha contra la deserción escolar, pedagogías novedosas, creación de lugares de recreo para la juventud desfavorecida.
Obtiene también el reconocimiento oficial de la Universidad Francisco Marroquín, creada para contrarrestar, con Hayek y Ayn Randt, la influencia de la “comanche” Universidad de San Carlos. Maldonado se considera como un miembro “moderado de un gabinete duro y conservador”. ¿Pero, qué se siente ser Ministro de Educación cuando tu propio gobierno mata estudiantes, maestros y profesores todos los días? Testigo de los testigos no da respuestas.
Termina el cuatrienio y Alejandro Maldonado se percata del fraude electoral que niega la presidencia a Efraín Ríos Montt para dársela al Kjell Laugerud García. Para cambiar de aires, acepta el puesto de embajador de Guatemala ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en Nueva York. Representar a un gobierno espurio no parece suponerle un problema ético. Lo que importa es la experiencia que se gana en el servicio diplomático y el poderse codear con los grandes del mundo.
Maldonado y el descubrimiento del centro
El plató de televisión es de lo más sobrio: tres sillas sobre un estrado rodeado de cámaras. En una esquina, el campeón de la social-democracia, Manuel Colom Argueta. En la otra esquina, el campeón de los jóvenes liberales, Alejandro Maldonado Aguirre. Hay un réferi: el periodista Mario Solórzano Foppa, director del programa Estudio Abierto. De los tres protagonistas de este debate histórico, dos fueron asesinados por los servicios de seguridad del Estado unos años después.
Estamos en septiembre de 1976 y la violencia se ha apoderado de las calles de la ciudad de Guatemala. Escuadrones de la muerte asesinan a maestros, obreros, estudiantes y políticos. Están agrupados en organizaciones como la Mano Blanca o la Nueva Organización Anticomunista, esta última vinculada a Mario Sandoval Alarcón, entonces vicepresidente de Kjell Laugerud. La guerrilla hace lo propio con los que considera enemigos del pueblo, y el Ejército se va convirtiendo en la maquinaria terrorista más sangrienta de América.
Difícil, en esas condiciones, entablar un diálogo que busque proyectarse hacia una Guatemala en paz. Sin embargo, los dos hombres lo hacen de la manera más cordial y caballerosa. Durante casi una hora de programa, Manuel Colom Argueta, intelectual brillante y orador sin par, acusa a todos los gobiernos desde 1954 de ser los autores de la represión criminal en contra de los sectores progresistas. Con palabras que podrían haber sido pronunciadas hoy, señala a los partidos políticos de no ser más que vehículos desechables al servicio de los grupos de poder que mandan desde la sombra.
Alejandro Maldonado, que es parte de este sistema, evita enfrentar a su interlocutor. Su oratoria está compuesta de frases un tanto grandilocuentes, repletas de jerga y alusiones a la antigua Grecia. Si hace falta, se remonta hasta los sumerios. Sus ánimos sólo se encienden un instante cuando Manuel Colom se mete con Castillo Armas.
Al final del debate, aprovecha para llamar a un relevo generacional en la política y posicionarse a la cabeza de “un grupo dirigente progresista comprometido a desarrollar, democratizar y traer cambios positivos y adecuados a la vida nacional”. Esta frase, de apariencia anodina, es una declaración de guerra. Alejandro Maldonado está intentando matar simbólicamente a su padre putativo, Mario Sandoval Alarcón.
Según la costumbre de la época, cada partido autorizado escogía a un militar que lo representaría en las siguientes elecciones. Maldonado quiere cambiar esto. Piensa que ya es hora de que él, un civil criado en el MLN, sea el candidato presidencial. También ve con desagrado el giro ultraderechista que está tomando el partido de la violencia organizada.
Junto con otros jóvenes emelenistas como Álvaro Arzú y Edmond Mulet lidera una suerte de revuelta pacífica. Organiza conferencias en las que habla de paz, concordia, educación y desarrollo social, un lenguaje ajeno al guerrerista Movimiento de Liberación Nacional. Busca llevar a los liberacionistas hacia el centro político, en donde cree que está el futuro de Guatemala. “Él nunca fue de una derecha beligerante, armada. Él fue más bien un tipo moderado”, apunta el expresidente Jorge Serrano Elías (1990-1993).
Mario Sandoval Alarcón los ve con desprecio. Considera que cualquier otro lenguaje que no sea el de la guerra, es debilidad, es falta de hombría. ¿Quién se cree Maldonado para discutir su autoridad? Los confabulados son vilipendiados y expulsados de la junta directiva del MLN. Pronto crean su propia agrupación, el Partido Nacional Reformador (PNR), el primero en definirse como centrista. La embajada estadounidense celebra su aparición y en un cable confidencial describe a Maldonado como un “joven y atractivo político de centro derecha”. Su símbolo es el sol naciente que Arzú retomó, muchos años después, para su Partido Unionista.
Tras dos años representando a Guatemala en Ginebra a otro gobierno ilegítimo, el de Romeo Lucas, Alejandro Maldonado vuelve a Guatemala en 1980 para preparar las elecciones de 1982. Busca promover una opción política moderada que aparte a los militares del poder.
El gobierno de Lucas, que sí merece para él el calificativo de terrorista, lo mantiene con el alma en vilo tras los asesinatos de Manuel Colom Argueta y Alberto Fuentes Mohr. Maldonado logra navegar hábilmente en aguas peligrosas: su partido no tiene muertos que lamentar entre sus cuadros, mientras que la Democracia Cristiana pierde alrededor de 200 líderes urbanos y rurales, y su principal figura, Vinicio Cerezo, sufre atentados de los que se libra por milagro.
Se celebran las elecciones. Alejandro Maldonado reivindica la victoria, aunque el vencedor también podría ser Mario Sandoval Alarcón. El régimen, tras un fraude grosero, da la victoria al general Aníbal Guevara. Tristeza, indignación y airadas protestas de quien nunca había estado tan cerca de cumplir su sueño presidencial.
Pero Guevara tampoco logra ocupar el cargo. En marzo de 1982, un golpe de Estado echa a Lucas del poder antes de entregar la Presidencia. Efraín Ríos Montt asciende para poner el altiplano guatemalteco a sangre y a fuego, campaña criminal que años más tarde, un tribunal de justicia guatemalteco calificó de genocidio.
Ríos Montt también cae, y Óscar Mejía Víctores asciende. Tras una gran operación de guerra sucia, declara el país listo para la transición democrática.
Una nueva Constitución debe ver la luz. Empiezan las negociaciones y componendas que hacen de la Asamblea Nacional Constituyente, según se quiera, el espacio de un pacto de nación o una gran subasta. Maldonado, diputado por el PNR, la describe así en su libro: “La Constitución pudo congraciarse con cualquier grupo importante que viniera a pedir su parte, y sí alcanzaron su parte los capitalistas, los sindicatos, la Universidad de San Carlos, las universidades privadas, la Iglesia, los evangélicos y ¿cómo no? el Ejército”.
Se forman tres comisiones encargadas de presentar un primer borrador de Constitución, y Alejandro Maldonado preside la de Amparo, Exhibición personal y Constitucionalidad. Maldonado se enorgullece de ser el principal autor de la ley de amparo. Ley, que según el Magistrado Mauro Chacón, es hora de reformar ya que, a causa de su ámbito demasiado amplio, se utiliza para entrampar a la justicia.
El lector de Testigo de los testigos tiene que esperar hasta el final del libro para encontrar unas cinco o diez páginas conmovedoras. Es cuando Maldonado se olvida de sí mismo y sus tribulaciones para dibujar el perfil de un amigo suyo, Mauricio Quixtán, indígena quiché miembro de la Asamblea Nacional Constituyente. Quixtán llega a las sesiones vestido con el vistoso traje de Quezaltenango y calzado con caites de suela de llanta. Su dignidad y carisma hacen caer en ridículo los conatos de burla que surgen del hemiciclo.
Cuando toma la palabra, siempre empieza con unas palabras en quiché, para escándalo de muchos congresistas, tan racistas como la sociedad guatemalteca que los crió.
De Mauricio Quixtán, Maldonado recuerda su labia estrafalaria, su sabiduría popular, sus burlas irresistibles contra ladinos e indígenas. Cuando Maldonado piensa en abandonar la política, deprimido tras haber roto una alianza nefasta con la Unión del Centro Nacional (UCN), Quixtán logra convencerlo de que participen juntos en las elecciones de 1985.
En la lógica del libro, don Quijote encontró a su Sancho Panza, y este le roba su papel protagónico. Juntos como candidatos a la presidencia y vicepresidencia libran una postrera y desigual batalla contra gigantes y hechiceros.
Recorren el país y hacen discursos en cada plaza. Maldonado apenas sirve de telonero a un Quixtán desatado que se lanza en grandes prédicas repletas de ingenio, sentido común y más de alguna soberbia cantinflada. El resultado es una inapelable derrota: apenas obtienen el 3.2% de los votos. Es el fin del PNR, y el fin de la ambición presidencialista de Maldonado. Adiós banda blanquiazul, adiós sueño infantil. Con esa nota fúnebre, se cierra Testigo de los testigos.
Corte de Constitucionalidad: la política por otros medios
Cuando Quijote recupera el juicio, muere. ¿Cómo vivir en una España sin caballeros andantes ni Dulcineas? Cuando Alejandro Maldonado entra en razón y renuncia a ser Presidente, no muere: se convierte en magistrado de la Corte de Constitucionalidad (CC).
En 1986, Maldonado pide al presidente Vinicio Cerezo su apoyo para entrar en la Corte. Nadie mejor que el redactor de la Ley de Amparo para echar a andar esta nueva institución, argumenta. Cerezo lo apoya, y así obtiene el cargo.
Los magistrados parten de cero, sin una idea del todo clara de lo que la institución deba ser. Tanto así, que, de dos en dos, se van a España a capacitarse por varios meses y traer a Guatemala las novedades del derecho constitucional.
Hoy, la Corte tiene un largo historial de decisiones salomónicas, controvertidas, y sobre todo, inapelables. En Guatemala, todos los acontecimientos políticos y judiciales importantes acaban en las manos de los magistrados de la CC. Sus resoluciones son esperadas con una mezcla de esperanza y fatalismo.
La CC es su casa y debe a Maldonado, más que a nadie más, su forma y poder. En total, han sido 20 años de presencia en una institución de 30. Desde 1986 también ha sido diputado, embajador de Guatemala en México y Canciller, pero por ninguno de estos cargos será recordado. Tras sus fracasos presidenciales, gracias a la CC pudo olvidarse de las fatigosas elecciones, de la lógica de los partidos políticos, el tejer y desgarrar alianzas según los intereses del momento.
¿Pero, qué tan lejos se está de la política en esta torre de marfil? Basta recordar que las cuatro veces en que ha sido electo magistrado, lo ha sido por el Congreso. Congreso que nunca escoge a los que ponen en riesgo sus cuotas de poder y sus lucrativos negocios. “Alejandro es un auténtico animal político. Es uno de los últimos dinosaurios, formado en los tres poderes del Estado. En todo actúa como político”, indica un diputado.
Entre los casos más sonados a los que Maldonado tuvo que hacer frente, destaca el rechazo a la candidatura de Sandra Torres en 2011, recién divorciada del presidente Álvaro Colom para poder presentarse en la contienda electoral; la decisión sobre el periodo de la Fiscal General, Claudia Paz y Paz, el “coco” de la derecha, al frente del Ministerio Público en 2014; la convalidación del polémico proceso de selección de los magistrados de las Cortes en 2015.
Pero ninguna tan trascendente como la anulación de la sentencia del juicio contra Efraín Ríos Montt en mayo de 2013. En ese juicio, por primera vez en Latinoamérica, un exjefe de Estado fue declarado culpable de ordenar un genocidio. Tres de cinco magistrados de la CC, entre ellos Maldonado, echaron abajo este proceso histórico.
Esa vez, se vio mejor que nunca que la Corte era permeable a distintos poderes, como el de los empresarios tradicionales, el gobierno de Otto Pérez Molina y las élites militares. Basta con recordar que Pérez Molina rechazó públicamente la sentencia, como también lo hizo el CACIF. Sin ningún tipo de bochorno, los empresarios pidieron a la CC que anulara la condena.
—¿Hubo presión para anular la sentencia?, se le pregunta al magistrado Mauro Chacón, quien votó en contra de esta anulación.
—Algo tiene que haber habido. Algunas fuerzas no querían que los tribunales reconocieran que hubo genocidio.
Con esa decisión, los tres magistrados más cercanos a sectores conservadores, encabezados por Maldonado, cerraron virtualmente la posibilidad de que se juzgue a Ríos Montt por las masacres cometidas durante su dictadura.
—¿Cuenta la ideología de los magistrados al momento de resolver un caso?
—Sí, hay creencias ideológicas, aunque se prefiera decir que son criterios jurídicos. En esta Corte se debate mucho. Por ejemplo, hemos debatido mucho lo de las consultas populares por lo de las mineras e hidroeléctricas. Y aunque no se quiera, relucen las posiciones ideológicas —contesta Mauro Chacón.
Chacón que no olvida quiénes eligen a los magistrados de la CC: el Congreso, el Presidente, la Corte Suprema nombrada por el Congreso, la Universidad de San Carlos y el Colegio de Abogados.
Marco Antonio Sagastume, presidente del Colegio de Abogados, señala el mismo vicio: “mientras los magistrados sean electos por los diputados, no habrá justicia plena”. Con este sistema, opina, existe un riesgo latente de decisiones tan desacertadas como la anulación de la sentencia contra Ríos Montt.
La vieja política: uno quisiera echarla fuera del ámbito de la justicia. Pero siempre que se le corre por la puerta, vuelve a entrar por la ventana. Esto trae a Alejandro Maldonado sin cuidado: político hasta la médula, su carrera muestra que, salvo quijotescos arrebatos, siempre ha sabido poner el sistema a su favor.
Un giro imprevisible de la historia revivió su sueño presidencial. Y tras hábiles cabildeos, llegó a la cima que pensó nunca alcanzar. Surge la duda de si queda en él algo del ímpetu reformador que lo animó durante unos años, cuando abandonó airado el MLN para liderar un movimiento liberado del poder militar. Tras la debacle consumada por el Partido Patriota, lo menos que se espera de Maldonado es que de un zapatazo sobre la mesa y deje atrás su actitud consensual y su prudencia. De otra forma, no tendrá otro legado, como Presidente, que un par de curiosos tuits.
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