«Mirá chula, yo siempre dí juguetes indiferenciados a mis hijes y, sin embargo, ¡todes me salieron héteres! ¿Dónde me equivoqué?»
«¡Última hora! Banda de homosexuales aterroriza a vecinos del barrio. Juan Macho, víctima, nos cuenta: “iba tranquilo con mi novia cuando me arrinconaron… ¡cobarde!, ¿por que no salís con hombres?, me gritaron al golpearme”».
«Buenísimo, el sermón de la pastora. Recordó que la Biblia manda siempre preservar nuestras tradiciones lesbianas».
Para fines prácticos, situaciones así no ocurren. Pero, al invertir los términos, subrayan absurdos que por ser usuales no reconocemos.
Es común en las familias dar juguetes distintos a hijas e hijos. Pero igual, alguna que jugó muñecas resulta lesbiana. Son tristemente frecuentes las noticias sobre machistas que vapulean sin motivo a parejas gay. Y sobran pastores que pronuncian invectivas contra la comunidad LGBTIQ+, azuzando prejuicios entre sus fieles.
A partir de los ejemplos contrafactuales reconocemos algo básico: las actitudes y conductas de discriminación por sexualidad son exclusivamente de quien practica la discriminación. La persona homosexual no suscita el odio en su perseguidor; es el perseguidor quien fija su rechazo sobre esa categoría determinada de personas. Y lo hace incluso sin que le hayan hecho nada, aún cuando puede no tener en mente a ninguna persona específicamente homosexual. Ante eso, la pregunta indispensable es: ¿por qué lo hace?
Por décadas el investigador Gregory Herek ha intentado contestar esta pregunta. La evidencia no sostiene considerar la discriminación como una psicopatología: no es una enfermedad. Por eso, sugiere, no alcanza el término «homofobia» para nombrar el problema, pues no se trata de una fobia, como el miedo irracional a las alturas. Mientras el rasgo afectivo característico de la fobia es la ansiedad, los rasgos afectivos más importantes del rechazo a los homosexuales son el enojo y el asco. Y la pregunta sigue siendo: ¿por qué?
Herek encuentra que importan otros factores, de naturaleza externa y social. El rechazo a los homosexuales representa un conjunto de actitudes y conductas aprendido y construido en el entorno del discriminador. Identifica tres dinámicas.
Primero, una ideología que estigmatiza la homosexualidad como medio para definir un «otro» a rechazar, que a la vez sirve para consolidar la identidad de los «propios». Así, por ejemplo, las iglesias evangélicas de origen estadounidense transformaron con relativa facilidad su rechazo a «los comunistas» de la segunda posguerra mundial en discriminación contra los gays: lo importante era estigmatizar a alguien, no importaba a quién, para diferenciarlo de los «redimidos».
Segundo, el heterosexismo, una ideología cultural que obliga a considerar la sexualidad como asunto de categorías mutuamente excluyentes (como hombre/mujer, bueno/malo, heterosexual/homosexual), a pesar de que la evidencia y, si nos detenemos a reconocerlo, también la experiencia, muestran que la sexualidad se compone de un continuo de inseparables grises: desde el arquetípico Vicente Fernández hasta Juan Gabriel, de Lady Gaga a Barbie. Y que en medio contiene de todo y mezclado.
Finalmente está el prejuicio sexual, el «manual de operación», que a partir de las actitudes define el conjunto de conductas de rechazo que hacen concretas la estigmatización y el heterosexismo en un momento histórico, en una sociedad y en un individuo particular. Esto se recibe del contexto y lleva a los discriminadores a comportarse de forma particular, cada uno distinto: el papá que dice a su hijo que los hombres no lloran; el acosador que golpea a un gay desconocido y que nunca le ha hecho daño; o el feligrés sofocado por la culpa de sentirse atraído por alguien del mismo sexo, cuando el cura dice que los homosexuales se irán al infierno.
Esa variedad particularizada subraya otro hallazgo importante: la conducta discriminatoria sirve una función psicológica específica para el discriminador, aunque encuentre sus orígenes en las ideologías de estigmatización sexual y heterosexismo y se concretice en el prejuicio sexual de su contexto.
Por fortuna las explicaciones ofrecen salidas, que nos ayudan a todos en este mes del orgullo gay. Sin embargo —como toda oportunidad de crecer como personas y como sociedad— las salidas exigen esfuerzo. Primero, exigen reconocer, nombrar y criticar las ideologías que originan el estigma y reproducen el heterosexismo. Nunca ha sido fácil romper con tradiciones dañinas, pero es una marca de madurez social.
Segundo, exigen al que discrimina confrontar la necesidad psicológica que satisface con su conducta discriminatoria: ¿será para sentirse acogido en un grupo o iglesia, por no confrontar a la familia o, en algunos casos, por evadir su propia sexualidad? No es fácil, pero es una señal de madurez personal.
Más de este autor