Solo a partir de allí experimentamos la «realidad» en esta misteriosa construcción, nuestra conciencia, que filósofos y neurocientíficos no terminan de descifrar. El color de un amanecer y la caricia de quien amamos, pero también la infelicidad ante las limitaciones materiales y el desprecio al otro que nace del prejuicio, solo se hacen ciertos para cada quién dentro de la caja dura y oscura del cráneo, en el litro y pico de masa gelatinosa del cerebro.
Mientras escribo, el Estado de Israel conduce una feroz campaña de destrucción de gente y propiedad en la franja de Gaza. Un ataque artero de Hamas desencadenó la más reciente ronda de violencia y ahora aquel se venga brutalmente sobre la población civil palestina. Ambos —militantes islamistas y gobierno israelí— han convencido a su gente de que un mismo territorio les pertenece entero, perpetuamente, en exclusividad y de forma natural, hasta por razones divinas.
Un poco más cerca, muchos en Europa y en los Estados Unidos se restriegan las manos ansiosos o, peor aún, vituperan con odio, porque botes llenos de gente de piel morena llegan hasta sus costas, vadean ríos o caminan asustados entre bosques o desiertos, procurando de noche colarse en sus estados de incomparable opulencia. Todo, porque no nacieron allí; como si nacer en un sitio fuera mérito propio y culpa ajena.
Y aquí, en nuestra atropellada patria, sucede otro tanto desde hace tanto. La historia constante de odio y desconfianza —entre europeos e indígenas, criollos e indígenas, ladinos e indígenas— sigue siendo la historia acerca de a quién pertenece el territorio. Tanto que, mientras superficialmente la guerra sin cuartel contra Arévalo y Semilla se perfila como lucha de una canalla corrupta que no quieren perder su acceso a la riqueza del Estado, en el fondo hay una narrativa más antigua. Es un cuento que excusa pintar a Arévalo y Semilla de rojo comunista, porque el temor atávico es que ellos quiten a unos el control de la tierra y se lo den a otros.
Y, sin embargo, todas esas ideas —de propiedad, pertenencia, tierra, enemistad, invasión, resistencia, comunismo, heredad divina y más— no son sino eso: ideas. Existen exclusivamente dentro de las cabezas de quienes las conciben, se reproducen por textos y voces que lo único que hacen es ponerlas dentro de los cráneos y los cerebros de quienes las aprenden. Siempre y solo allí, nunca existen como hechos autónomos en la realidad material.
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John Locke construyó un universo filosófico que sirvió bien a la empresa colonial y nos estorba a todos desde entonces, diciendo que nos apropiamos de la tierra cuando mezclamos nuestro trabajo con ella. Pero, aparte de la obviedad de que la mayoría de personas que trabajan la tierra no son dueños de ella, decir que la tierra nos pertenece —así se trate de cualquier fragmento del territorio o de la totalidad del globo— es tan fatuo como pensar que nos apropiamos del alba al mezclar nuestro gozo con la vista del sol en la mañana.
Lo único que nos pertenece es lo que está dentro de nuestra cabeza; para el caso, la idea de que la tierra (o la Tierra) es nuestra. Lo único propio es la intención de convencer con palabras a otros, o la intención de forzarlos con violencia a hacer lo que pensamos. Como idea podremos decir que la tierra es nuestra al trabajarla, o que la Tierra es nuestra por herencia divina; pero como hecho objetivo no queda más remedio que confesar: nosotros pertenecemos a la Tierra, igual que los perros y los gatos, los árboles y el aire. Mucho después de que dejemos de existir —cada uno o la humanidad entera— ella seguirá allí.
Lo bueno de reconocer esa verdad, tantas veces olvidada, está en lo que implica. Mientras que modificar el orden de los astros y la riqueza de la Tierra es prácticamente imposible, cambiar nuestras ideas sobre ellos es más que posible: es lo único que realmente podemos hacer. Los antañones odios y rencores, tanto como las antiguas solidaridades, son nuestra única propiedad; solo ellos existen dentro de nuestras cabezas. El único cambio que realmente controlamos es la opción de rechazar unas ideas por malas y adoptar otras mejores. Parece poco, pero aquí está el punto de partida para procurar una sociedad más justa y en paz.
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